Hace unos días estuve en Copenhague, y si soy sincero, no sabía muy bien qué esperar. Nadie me había contado lo que me esperaba allí. Siempre me imaginé esa ciudad fría y distante, con edificios grises y gente corriendo de un lado a otro, luchando contra el viento. Pero no. Copenhague no es como la gente la pinta en Instagram, ni como la describen los guías turísticos. O tal vez sí, pero había algo que no se podía ver a simple vista. Algo que se siente en el aire, algo que te invita a respirar profundamente y, sin pensarlo demasiado, querer abrazar la vida como si fueras un niño que acaba de encontrar su lugar en el mundo.
Ese lugar estaba en el frío, por supuesto, porque el invierno danés no perdona. Me encontré con temperaturas bajo cero, un viento que cortaba la piel, y las calles vacías que parecían decirme que ahí no están para hacer las cosas de prisa, sino que todo se hace con calma. Yo, que siempre había tenido la mente a mil por hora, que me había dejado arrastrar por las presiones y el ruido de la vida diaria, me sentí de repente perdido, pero en el mejor sentido posible.
Así que decidí desconectar de todo.
No había Wi-Fi, y ni siquiera lo busqué.
Me daba igual.
Caminé entre las calles empedradas, admirando las fachadas de las casas, las luces que colgaban por doquier, como si Copenhague estuviera celebrando su propia forma de vida. Y mientras caminaba, algo raro comenzó a ocurrir: sentí la necesidad de ser una especie de tipo hygge. No es que hubiera oído hablar de ese término antes —y de ser así, tampoco lo habría entendido—, pero esa tarde en Copenhague, me di cuenta de que el hygge no es algo que se estudia ni se busca. Es algo que te atraviesa sin que lo notes.
Al principio, fue solo una sensación extraña, como si las paredes de los edificios estuvieran invitándome a quedarme dentro de alguna de sus acogedoras cafeterías. La idea de un café humeante, una manta suave, y una buena charla parecía lo único que mi cuerpo necesitaba en ese momento. Pero pronto, algo dentro de mí se manifestó. ¿Y si intento ser ese tipo que vive sin prisas? ¿Y si me detengo y dejo de correr por un rato?
Me di cuenta de que en los pequeños detalles de la vida danesa había una forma de ser que se adaptaba a la idea de estar en casa incluso cuando se está fuera. No, no era un concepto fácil de definir, ni mucho menos. Pero lo entendí al ver la gente sentada en los parques con sus bufandas gruesas, respirando aire puro mientras charlaban sobre cualquier cosa. O al ver a las parejas que caminaban por el puerto, compartiendo una taza de vino caliente, sonriendo a pesar del frío.
¿Y yo? Yo solo había estado apurado por años, buscando respuestas en lugares equivocados. Así que decidí ponerle freno a mi vida por un par de días y experimentar lo que era esa sensación de estar cómodo en tu propio ser. Me sumergí en la quietud. A veces, en la vida, las respuestas llegan cuando te detienes a pensar en las preguntas más simples, las que no tienen respuesta lógica.
Entonces, pensé… ¿Cómo se vive como un tipo hygge? Así que lo intenté. Al día siguiente, me desperté sin una alarma. Ante la ausencia del sol, la luz del día apenas asomaba por la ventana, pero el calor que emanaba de la habitación era suficiente para darme cuenta de que no necesitaba más. Me preparé un café. No era el café rápido de mis días habituales, no. Este era un café que se preparaba con calma, que se vertía en una taza grande, esa que te invita a quedarte mirando la ventana por unos minutos antes de dar el primer sorbo.
Me senté en la silla, con los pies sobre una manta tejida que había comprado el día anterior muy cerca de Frederiks Kirke, y comencé a leer. No había nada urgente. No había correos por responder ni mensajes por revisar. Había solo el momento presente, ese que en mis días ajetreados nunca me había permitido vivir. Durante un par de horas, me convertí en el tipo hygge que ni siquiera sabía que existía en mí. No busqué distracciones, ni excusas para abandonar el momento. Estaba siendo plenamente consciente de lo que sentía y de lo que necesitaba.
El día pasó entre paseos tranquilos por la ciudad, entre un par de museos en los que me perdí como si el tiempo no existiera, y una comida en una pequeña bistró donde las paredes estaban decoradas con lámparas de hierro envejecido y la comida sabía a casa. No sé si era la comida o el hecho de que el lugar era tan acogedor, tan humano, que sentí por primera vez en mucho tiempo que el mundo no me estaba apurando.
Pero lo mejor fue la noche.
Me fui a dormir a una hora decente, sin mirar las pantallas, sin pensar en los pendientes. Me tapé con las mantas, me sumergí en la tranquilidad y dejé que la quietud de la ciudad se colara en mi mente.
Al día siguiente, me di cuenta de que había pasado tres días completos sin sentirme sobrecargado de nada. Copenhague había hecho algo conmigo: me había enseñado a relajarme. Quizás el hygge no sea un estilo de vida ni una tendencia que puedas seguir al pie de la letra, pero sí me di cuenta de que en ese caos en el que vivimos, con todos nuestros compromisos y expectativas, nos olvidamos de lo esencial. Lo esencial es lo que nos hace sentir bien, en paz. Y eso se logra cuando aprendes a estar contigo mismo, cuando te permites desconectar y ser parte del entorno sin apresurarte.
Me dieron ganas de ser un tipo hygge, sí, aunque no sé si logré serlo por completo. Tal vez solo fue un destello, una breve lección que la vida me dio en los días fríos de Copenhague. Pero no me arrepiento. Al final, el hygge es más que un estilo. Es una forma de estar presente en lo que haces, de disfrutar sin presiones, de encontrar consuelo en lo más simple. La verdad es que solo espero seguir poniendo en práctica estos momentos de paz en mi acelerada vida. Quizá no es algo que se pueda lograr de un día para otro, pero con un poco de práctica, creo que estoy más cerca de encontrar ese equilibrio que tanto he estado buscando.
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