Estimado esnob del vino, permíteme abrir esta carta con el respeto que se merece alguien que, con la nariz en alto y el paladar siempre exigente, ha dedicado su vida a detectar aromas tan complejos como «un toque de lluvia de verano sobre piedra calcárea». Tu dedicación al arte de beber con pretensiones merece, sin lugar a dudas, una ovación. Yo, sin embargo, soy tan solo un humilde bebedor de vino. Uno que ignora con descaro si lo que tiene en su copa es crianza, reserva o el resultado de uvas aplastadas en la trastienda de un supermercado. Pero, querido esnob, aún así me atrevo a escribirte.
Te escribo porque, en mi inocente amor por el vino, he cometido el gravísimo error de cruzarme con uno de los tuyos. Fue hace apenas unos días, precisamente el día de mi cumpleaños número 42, durante una cena, de esas en las que la charla se alarga y las botellas van cayendo una tras otra. En medio de la conversación ligera y las risas, alguien tuvo la brillante idea de preguntarte qué opinabas del Merlot que habíamos servido.
Ahí fue cuando todo se fue al diablo.
Con un gesto solemne, como quien sostiene un cáliz sagrado, te llevaste la copa a la nariz. Cerraste los ojos, frunciste el ceño, aspiraste profundamente y, tras un silencio dramático, declaraste: «Tiene una personalidad joven, pero algo desbalanceada. Hay notas de ciruela negra, aunque están opacadas por un exceso de barrica».
Quisiera aclarar que, hasta ese momento, yo también creía estar bebiendo un simple vino tinto. Pero gracias a ti descubrí que había estado tomando un elixir con problemas existenciales. ¿Qué significa que un vino está «desbalanceado»? ¿Necesita terapia? Y esas «notas de ciruela negra» que mencionaste… Yo solo sentí que estaba rico y me serví otra copa. Pero claro, tú, con tu entrenamiento olfativo de nivel Jedi, percibiste detalles que mis plebeyos sentidos jamás captarían.
También recuerdo con especial fascinación cuando alguien propuso brindar con vino blanco y tú casi escupes la comida. «¿Blanco? ¿Con carne?», dijiste, como si alguien hubiera sugerido bañar un filete en ketchup. Tus ojos parecían gritar: “¡Herejía!” Yo, en cambio, he bebido vino blanco con pizza, con sushi, con papas fritas, e incluso con un sándwich de jamón y queso, y nunca he sentido que el universo se tambaleara por ello. Pero entiendo que para ti, que has elevado el beber vino a una forma de arte performático, esto sea un insulto personal.
Hablemos también de tu fascinación por el lenguaje técnico. En esa misma cena, te escuché hablar de «taninos suaves» y «acidez bien integrada». Honestamente, tuve que googlear esas palabras inmediatamente para no olvidarlas. Al llegar a casa, un poco subido de tono debido a la mezcla de aquellos jugos de uvas que hice de manera intencionada después de conocerte, descubrí que los taninos no son un ingrediente secreto que le agregan al vino, como yo pensaba, sino algo que viene de las uvas. También aprendí que decir «acidez bien integrada» es una manera elegante de decir que no te hace fruncir la cara como si hubieras mordido un limón. ¿No podrías simplemente decir que está bueno o malo? Ah, pero claro, eso no sonaría lo suficientemente sofisticado.
Lo que más me fascina de tu especie, querido esnob, es esa habilidad de convertir cualquier momento casual en un seminario sobre enología.
Imagínate.
Ahí estábamos todos, disfrutando de una velada relajada, y tú de repente te lanzaste a explicar las diferencias entre un Chardonnay de Borgoña y uno de California. Era como si estuvieras dando una clase magistral que nadie había pedido. Mientras hablabas, yo solo podía pensar en cómo el vino me ayudaba a sobrellevar la charla.
Pero no todo es crítica, querido esnob. Debo confesarte algo: admiro profundamente tu pasión. Esa devoción casi religiosa por el vino es, en cierto sentido, conmovedora. Aunque a veces parezca que tú no bebes vino, sino que mantienes una relación intelectual con él. Yo, por el contrario, tengo una filosofía más simple: si me gusta, me lo tomo. Si no me gusta, también me lo tomo, porque, bueno, es vino.
Y hablando de filosofías, dejémoslo claro: no hay nada de malo en disfrutar un vino barato. A veces, esos vinos que compras en el supermercado por menos de lo que cuesta un café te dan las mejores alegrías. Como esa vez que abrí aquella botella de tres euros en la fiesta de Halloween y terminamos cantando a gritos canciones de Ricardo Arjona. Ese vino no tenía «cuerpo», ni «estructura», ni «persistencia», pero tenía alma. Y eso, querido esnob, es algo que a veces parece faltar en esos vinos carísimos que tú tanto adoras.
Voy terminando esta carta, pero no sin antes hacerte una invitación. Algún día, deja a un lado las catas formales, las notas de cata y las reglas de maridaje. Compra una botella cualquiera, de esas que tienen un dibujo simpático en la etiqueta y que los verdaderos expertos como tú despreciarían. Abre esa botella, sírvete una copa (o un vaso, si te atreves) y bébela sin pensar en nada. No busques la ciruela, ni el cuero, ni la mineralidad. Busca el placer simple de beber algo bueno. Quizás, por una vez, descubras que el mejor vino no es el que se analiza, sino el que se disfruta.
Con todo mi respeto y una pizca de sarcasmo, un amante del vino sin credenciales, pero con muchas ganas de brindar.
Foto: Freepik
1 Comentario
Anne
Me encantó, el snob definitivamente moriría de un infarto si muchos empezamos a tomar vino de supermercado en vasos plásticos🤣 porque para nosotros los mortales lo importante es beber sabroso