Carmen siempre había sentido que la vida en su edificio era como un capítulo mal editado de una novela costumbrista: aburrido, predecible y plagado de silencios incómodos. Entre el alocado señor alemán del 101, que se queja constantemente del aumento del condominio, y la señora del 304, que olía a linimento mentolado incluso en los días de lluvia, no había nada que pudiera considerarse emocionante.
Hasta que llegó el nuevo inquilino del 502.
Todo comenzó un martes cualquiera, cuando Carmen, acostumbrada a escuchar las miserias ajenas a través de las paredes delgadas, notó un cambio en el aire del edificio. El silencioso señor del 502 se mudó sin previo aviso, y en su lugar apareció Jaime: un hombre enigmático que hablaba en voz baja por teléfono y cargaba cajas con el cuidado de quien transporta oro o cadáveres.
Carmen, quien tenía un máster en procrastinación aplicada, dedicó los días siguientes a observar a Jaime desde la comodidad de su apartamento en el 402. Lo veía bajar y subir con una precisión casi militar, siempre con cajas de tamaños variados y una expresión inescrutable. Cuando no estaba moviendo cosas, recibía visitas nocturnas de personas que claramente no eran sus familiares. Trajes oscuros, gafas de sol, miradas furtivas. Todo muy sospechoso.
Pronto, Carmen construyó una narrativa.
—Es un narcotraficante —le dijo a su mejor amiga Eva durante una videollamada.
—¿Por qué siempre asumes lo peor de la gente? —preguntó Eva mientras se pintaba las uñas.
—¿Qué otra explicación hay? —reaccionó Carmen—. Nadie normal carga tantas cajas, recibe visitas extrañas y no interactúa con sus vecinos. Seguro está usando el edificio como base para su operación.
Eva, acostumbrada a los delirios de Carmen, cambió de tema.
Pero Carmen no podía dejarlo ir.
Su trabajo como diseñadora gráfica freelance había reducido su contacto con el mundo exterior al mínimo, y ahora el misterio del 502 se había convertido en su principal fuente de entretenimiento.
Una noche, mientras intentaba concentrarse en un diseño para un cliente insoportable, escuchó un ruido que provenía del piso de arriba. Era un golpe seco, como si algo pesado hubiera caído al suelo. Luego, un murmullo. Carmen apagó la música que sonaba de fondo y se concentró en los sonidos. Golpes, pasos, algo que se arrastraba.
—Te lo dije, es un criminal —se susurró a sí misma con la emoción de quien acaba de confirmar una teoría.
El golpe final llegó cuando, una madrugada, vio a dos hombres vestidos completamente de negro entrar al edificio y subir al 502. Carmen, con su habitual falta de límites, aprovechó la ausencia de gente alrededor para ir al piso de Jaime para intentar asomarse por la ventana.
—Ahí están las cajas. Ahí están las visitas. ¡Ahí está el tipo de la capucha negra! —Carmen pudo ver todo aquello intentando no hacer ruido, intentando percatarse de algún detalle difícil de observar a simple vista, al mejor estilo de Sherlock Holmes.
Cualquiera en su lugar habría dejado el asunto ahí, pero Carmen no era cualquiera. Se metió al grupo de WhatsApp del condominio con la sutileza de una bomba de tiempo.
—¿Alguien más ha notado movimientos extraños en el 502? —escribió.
El grupo, normalmente dormido, cobró vida de inmediato.
—¿Otra vez las cucarachas? —preguntó la señora del 304.
—¿Es por el ruido? Ese tipo camina como si tuviera herraduras —escribió alguien más.
—Yo lo he visto con cajas. ¿Qué estará guardando? —dijo otra vecina.
Carmen sonrió, satisfecha.
La paranoia había prendido como pólvora.
Pero no fue suficiente. Necesitaba enfrentarlo cara a cara.
Una noche, armada con una sartén que sostenía como si fuera una pistola, Carmen subió al 502. Su plan era claro: tocaría la puerta, lo confrontaría y, si intentaba algo sospechoso, lo golpearía con la sartén.
Tocó tres veces.
Nada.
Tocó una cuarta vez, más fuerte.
Finalmente, la puerta se abrió, revelando a Jaime, vestido con una camiseta negra y unos pantalones de pijama. Parecía más confundido que amenazante.
—¿Sí? —preguntó.
Carmen, sorprendida por lo poco intimidante que se veía, decidió entrar de lleno al tema.
—Sé lo que estás haciendo —dijo, agitando la sartén.
—¿Perdón?
—Las cajas, las visitas nocturnas, los ruidos extraños… Todo tiene sentido. ¡Eres un criminal!
Jaime la miró durante unos segundos, parpadeando lentamente, antes de echarse a reír.
—¿Criminal? —dijo, tratando de recuperar el aliento—. Creo que necesitas entrar.
Carmen, confundida pero decidida a no dejarse engañar, lo siguió. El interior del 502 era… inesperado. Había estanterías llenas de juguetes, figuras de acción y cajas abiertas de videojuegos. En una esquina, una cámara profesional y varias luces apuntaban a una mesa con objetos perfectamente organizados.
—¿Qué es esto? —preguntó Carmen, soltando la sartén.
—Trabajo. Soy streamer. Hago videos de unboxing y reseñas de juguetes y figuras de colección. Las cajas que ves son productos que me mandan para que los promocione.
Carmen parpadeó.
—¿Y las visitas nocturnas?
—Mis amigos. Jugamos videojuegos en línea.
Carmen sintió cómo se desmoronaba todo el drama que había construido en su cabeza. Jaime, aparentemente divertido, se sentó frente a su mesa de trabajo.
—¿De verdad pensaste que era un criminal?
—Bueno, sí…
Jaime sonrió y señaló la sartén.
—Y con eso ibas a detenerme. Muy valiente.
El silencio se llenó de incomodidad. Carmen, aún procesando todo, intentó justificarse.
—Es que… parecía muy sospechoso.
Jaime la miró con una mezcla de lástima y diversión.
—¿Sabes qué? Podrías hacerte famosa con esta historia. Súbela a TikTok o algo. O mejor… —hizo una pausa para saborear el momento—, ábrete un OnlyFans de detectives amateurs. Seguro te pagan por tus investigaciones.
Carmen lo miró con ojos entrecerrados.
Se disculpó rápidamente y bajó a su piso.
Esa noche, acostada en su cama, pensó en todo lo que había pasado, en lo ridícula que había sido y en la cara de Jaime al escuchar su teoría.
Suspiró profundamente y murmuró, como si se burlara de sí
misma.
—Después de todo esto, creo que me haré un OnlyFans.
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