Era un día gris en Madrid, de esos que parecen prometer aguaceros antes incluso de que salga el sol. El cielo llevaba horas amenazando con desbordarse, y yo, confiada en mi buena suerte y en un desorientado radar interno, decidí caminar dos paradas de autobús por Gran Vía, como si el bochorno no fuese señal suficiente de lo que se venía. Mi atuendo, perfecto para la oficina pero desastroso para una tormenta, consistía en un traje ligero y, debajo de la chaqueta, una inocente camisa blanca.
Justo cuando pasaba la primera parada, el cielo decidió que ya había sido suficiente preámbulo y comenzó a caer agua a raudales.
—¡Genial! —pensé, maldiciendo mi decisión de dejar el paraguas a un costado de mi escritorio, como si se tratara de un adorno innecesario.
En segundos, estaba empapada. No era una lluvia ligera que te refresca; no, esta era la clase de lluvia que te hace sentir como si estuvieras en un juego de feria, bajo un cubo de agua esperando a ser volcado sobre tu cabeza.
Como pude, corrí a la parada más cercana, mojada desde el cabello hasta la punta de los pies, intentando salvar lo poco que me quedaba de dignidad. Para mi desgracia, la parada estaba abarrotada de gente que, al parecer, había sido más previsora que yo. Me quedé en el borde, a la intemperie, sin un trozo de techo que me cubriera al menos un poco, resignada a la idea de que cualquier intento de salvación ya era inútil.
Y entonces, apareció él.
—Hola, ¿estás bien? —preguntó un sonriente hombre, algo más joven que yo, mientras me cubría con su paraguas, como si se tratara de un salvador, de un superhéroe con poderes sobrenaturales.
—Empapada, como puedes ver —contesté con una sonrisa irónica, intentando no sonar demasiado irritada—. Gracias por el paraguas.
—Soy Henry —se presentó, regalándome una sonrisa que se sintió como una bocanada de oxígeno, de esas que urgen cuando una ola te voltea en un día de playa con mucho viento y marea alta.
—X —respondí tras un breve silencio, sin ganas de prolongar la charla, pero sin querer sonar antipática ni grosera. A fin de cuentas, su gesto me salvaba la vida en ese momento.
No hubo mayor interacción hasta que ese imbécil, pensé, soltó la peor pregunta que podía hacer.
—¿No te diste cuenta de que llovería? Estaba bastante claro desde esta mañana —dijo con muy poca asertividad.
En realidad, me apetecía soltarle una respuesta que lo sentaría de culo sobre la calle. Estaba enfadada, molesta. Me sentía estúpida porque yo era la única que estaba sin paraguas en la parada de autobús, pero respiré profundo y repliqué con una frase absolutamente cortés.
—Sí, bueno, dejé el paraguas en el trabajo. Supongo que me merezco esto —volteé y, mirándole a los ojos, le dije mientras hacía un gesto de resignación con los hombros.
Un par de minutos más tarde, la lluvia seguía cayendo como si alguien estuviera escenificando una tragedia griega en mi cabeza. Con los minutos transcurriendo en cámara lenta, finalmente apareció el autobús, pero estaba tan lleno que apenas unas pocas personas lograron subir. Por supuesto, no nos tocó a nosotros.
Henry, lejos de desanimarse, me miró con una sonrisa pícara. Yo me giré y le regalé una mirada como si quisiera matarlo, pero él hizo caso omiso.
—¿Llevas mucha prisa? —preguntó.
—No, bueno sí, necesito llegar a casa porque no aguanto estar así mucho tiempo más —repliqué, mientras levantaba el tono de voz.
Henry se mostraba muy seguro de sí mismo. Pese a su evidente improvisación, tenía muy bien controlada la situación. Usaba un tono de voz suave y parecía que sus palabras eran inofensivas; tanto, que me di cuenta de que estaba siendo bastante amable y que yo era quien estaba haciendo del momento un drama innecesario.
—Podríamos entrar a aquel restaurante, te secas un poco, te invito algo caliente y luego nos vamos en Uber —propuso.
Lo miré fijamente. En ese momento quería identificar si su amabilidad era tal o si en realidad estaba intentando ligar con una mujer unos cinco años mayor que él. Entonces, antes de que pudiera responder, me lanzó una propuesta ridículamente tentadora.
—Hagamos una apuesta. Si el próximo autobús llega y podemos subirnos, te marchas a tu destino. Si no podemos subirnos, vienes conmigo… a por una bebida caliente, al menos —susurró muy cerca de mí.
Me quedé en silencio. Pensé que lo había hecho por varios minutos, pero el tiempo estaba de su parte.
—¿Qué te parece? —me presionó.
Debo reconocer que la idea de una apuesta me hizo sonreír. Me recordó a los tiempos de universidad, cuando este tipo de cosas eran una forma cotidiana de aceptar propuestas sin pensarlo demasiado.
Por supuesto que acepté. Henry, sin saber muy bien cómo lo había hecho, me había hecho cambiar de humor y empecé a sentirme tranquila, aunque con un poco de frío.
La verdad es que no tenía nada que perder.
Bueno, eso pensaba.
Pero el autobús no llegaba y la parada cada vez estaba más abarrotada. Entonces, me dejé de tonterías y me le acerqué, dándole a entender que teníamos que largarnos de ahí.
Me dejé llevar.
Qué más da, pensé.
Aunque exhibía madurez, Henry me actuaba como un hombre bastante inofensivo. Además, me apetecía mucho la idea de tomar algo y calentarme un poco, para luego volver a casa en coche.
A los segundos, ya íbamos caminando bajo su paraguas, con destino a un restaurante VIPS que estaba a muy pocos metros. Parecía mentira, pero encontramos una mesa para dos muy cerca de la entrada, con un gran ventanal que nos mostraba cómo el mundo seguía siendo castigado por el diluvio.
Nos sentamos.
Henry sacó un pañuelo cuyo olor era de película.
—Sécate un poco —me ordenó, mientras me lo entregaba con un tono muy masculino.
En realidad, lo ideal habría sido ir al baño, pero me encantaba su caballerosidad y ese jueguito que se traía entre manos, por lo que decidí seguirle el rollo en la propia mesita, mientras él le echaba un vistazo al menú luego de escanear el código QR que estaba en un pequeño cartel a unos centímetros de nosotros.
En efecto, me estaba secando, pero mi chaqueta estaba tan empapada que mi temperatura corporal seguía bajando, así que decidí quitármela. Henry se percató de mis movimientos y dejó su móvil a un costado, mientras se ofrecía a colgar la chaqueta en el espaldar de una de las sillas.
Pero un par de minutos más tarde observé que algo no andaba bien. Henry me miraba demasiado. Sentía que me estaba escaneando. Quería entender lo que estaba ocurriendo, pero no era posible descifrarlo. Fue un momento de confusión. Entonces, miré hacia un costado y un señor mucho mayor que Henry también me estaba observando. Incluso, giré hacia el lado opuesto y estaban otros dos chicos con unas tazas de café o chocolate en la mano, sonriéndome descaradamente.
—¿Me puedes decir qué coño pasa conmigo? —me dirigí a Henry con un tono algo agresivo.
—¿Contigo? —tartamudeó—. Nada.
—¿Eres imbécil? —pensé, pero respondí con un gesto de aprobación, sin mencionar palabra alguna, para no dañar el momento.
Henry giró su cabeza de izquierda a derecha en repetidas ocasiones y, con un gesto de no saber nada en su rostro, volvió a clavar su mirada en el móvil cuando, de pronto, tuve una revelación.
Miré hacia abajo y, para mi vergüenza, lo entendí todo. Mi camisa blanca, que había quedado completamente empapada bajo la chaqueta, estaba tan transparente como el cristal de la ventana. Mis pechos, sin el soporte del brasier, eran el centro de atención de propios y extraños.
No era algo que me hubiera esperado.
Estaba ofreciendo un espectáculo público y el estúpido de Henry, que no mencionó palabra alguna, era un espectador en primera fila. Ahora todo tenía sentido: todo el restaurante sabía el tamaño y forma de mis tetas.
—¿Por qué no me dices nada? —dije en un evidente tono de reclamo.
Henry, quien levantó su mirada una vez más, me miró fijamente a los ojos y dejó escapar una leve carcajada.
—¿Qué podemos ver que no hayamos visto antes? —preguntó con un muy marcado acento venezolano.
Recuperé la chaqueta y, pese a lo fría que estaba, me la acomodé encima, dando fin al espectáculo involuntario que estaba ofreciendo. En realidad, no me importaba mucho lo que estaba ocurriendo. Un par de tetas no es nada del otro mundo, y menos para una chica como yo que suele hacer topless cuando tiene alguna oportunidad. Además, pese a haberme sorprendido el momento, me parecía gracioso cómo Henry podía controlar la situación de manera tan natural como lo hacía.
Pero no estaba dispuesta a que él se saliera con la suya. Me sentía en desventaja. Estaba perdiendo el juego. Entonces, antes de que él intentara ordenar su dichosa bebida caliente, quise asumir el control de la situación y decirle que olvidáramos todo y que ese Uber lo iba a coger ya para volver a casa.
Sin embargo, antes de que pudiera decir una palabra, Henry me interrumpió.
—Hagamos otra apuesta —me sorprendió.
Me quedé en silencio, pero lo miré fijamente a los ojos.
—Si adivino qué color llevas de ropa interior, tú me invitas una copa —sentenció.
—Vale, inténtalo —respondí con mucha seguridad de que no había manera de que lo supiera.
—No llevas —soltó.
Sonreí sorprendida.
—Nunca apuesto a perder —añadió con una exagerada seguridad.
—¡Me espiaste cuando me estaba vistiendo! —respondí—. Amor, se suponía que la idea era que descubrieras que no tenía ropa interior cuando llegáramos a casa. ¡No volveré a jugar contigo nunca más!
—¡Pero tú sabes que siempre me gusta jugar así contigo! —exclamó.
Foto: AI