Llevo tres meses sin entender por qué los maestros decidieron conspirar contra nosotros los padres. Estoy convencido de que en algún punto de la historia, las tareas dejaron de ser para los niños. Quizás fue una maestra de primero de primaria, agotada, en la antigua Grecia, por allá en el siglo quinto, quien en una reunión secreta y de forma premeditada se le ocurrió que éramos nosotros quienes teníamos que hacernos cargo de orientar a nuestros hijos durante tan sagrada actividad educativa y no ellos, los sabios educadores.
—Hagamos que los padres lo hagan —imagino a aquella pedagoga protohistórica susurrando, con un tono de voz despiadado.
—Total, son sus hijos, que ellos sufran lo que nosotros aquí —añadiría otra, imagino, para apoyar lo dicho previamente por su semejante.
O tal vez fue en Babilonia, un par de siglos antes, cuando una pseudo docente tenía que ir a rezarle a Marduk y con cierta prisa tuvo esa brillante idea; o quizá no fue hace mucho tiempo atrás, sino que se trató de un plan creado de manera malsana por algún erudito en la época de Carlomagno, o de pronto fue en Prusia, hace unos pocos años atrás.
Lo cierto es que, sea cual fuere el origen, no ha existido, ni existirá, castigo más grande para los padres que esa infame acción de gastar horas y horas de un tiempo que hoy no tenemos para hacer las benditas tareas.
Las tareas para la casa —estoy convencido—, no existían al inicio de la educación tal y como la conocemos. Los niños iban a la escuela a aprender lo que no aprendían en casa, o para obtener aquel conocimiento que no podían recibir por parte de sus progenitores o tutores porque estos no tenían las herramientas que los profesionales de la educación sí tienen.
No es una queja… ¿O sí lo es? Pero es lo único que puedo hacer ahora, aquí, en el comedor, un domingo por la tarde, con una taza de café que ya está fría y un niño de seis años mirándome como si yo fuera su último recurso antes de una debacle.
—Papá, no sé qué poner aquí —masculla Max, con la cara más obstinada que le he visto jamás.
Miro el libro de lecturas con la hoja impecablemente blanca frente a él. Hay un espacio vacío que Max debe completar tras una breve lectura que, en teoría, podría hacerse en cinco minutos… y en la escuela. Cojo una bocanada de oxígeno para mantener la paciencia.
—Es fácil, hijo —empiezo—. Mira, lee este texto de la izquierda y ahí vas a encontrar la respuesta de esa pregunta.
El niño me observa, luego gira su mirada hacia la página 150 del ejemplar y comienza a leer a la velocidad de Crush, la tortuga de Buscando a Nemo. Cuando Max finalmente completa la primera línea del texto, gira hacia su alrededor como si estuviese buscando algo que se le ha perdido.
—¿Qué pasa? —le pregunto.
—Nada —responde.
—¿Y por qué no sigues leyendo? —replico.
No responde.
Ahí está. El inicio del drama. En este punto tienes dos opciones: paciencia o un colapso nervioso. Decido probar mi paciencia, que últimamente tiene la misma resistencia que una hora de papel toilette mojada.
—Vamos, continúa, que la respuesta está en ese texto cortito —intento animarle.
Mi voz suena calmada. Sí, como si le estuviera explicando a un cantante cómo utilizar un micrófono. Él suspira, hace un esfuerzo y sigue. Es una victoria mínima, pero la celebro, porque acaba de completar la segunda línea.
—¡Genial! Ahora sigue así con el resto del cuento —aúpo.
Mi hijo me mira como si acabara de pedirle que construya una pirámide. Sus ojos se llenan de lágrimas.
—Es muy demasiado largo, papá. Estoy cansado —dispara.
¿Demasiado largo? ¿De verdad? ¿Cansado? ¿Cansado de qué? ¿De no hacer nada? Un cuento que por muy poco supera las 15 líneas le parece demasiado a un cerebro que lo único que ha hecho hoy ha sido jugar con los 96 Pokémon tipo planta que tiene en su caja de juguetes.
Se repone, intenta seguir, pero pasa una eternidad con cada palabra, y yo trato de no intervenir.
—Papá, ¿qué dice aquí?
—Léelo tú —le ordeno, sin mirarle a los ojos.
—No puedo, papá. Está muy difícil.
Difícil es la palabra favorita de los niños cuando no quieren esforzarse. Es el equivalente infantil a un adulto diciendo que no tiene tiempo. Y es entonces cuando vuelvo a preguntarme por qué, después de ocho horas diarias en el cole, este niño tiene que pasar otras tres frente a un libro en casa. ¿Qué están haciendo en la escuela? ¿Arte contemporáneo? ¿Están fabricando un cubo de Rubik? ¿Hacen meditación Vipassana? Porque si esto se supone que es la educación, entonces tal vez el problema no sea solo la forma en que enseñan, sino cómo me siento yo al ser una especie de entrenador personal de paciencia, un vigilante de tareas que nunca terminan. ¿Cuándo fue que decidí que esto era mi responsabilidad? O peor aún, ¿cómo llegué a pensar que tenía que soportar todo esto con una sonrisa, cuando lo único que realmente quiero hacer es tirar el libro al aire y gritar?
Ya sé, me dirán que esto forma parte de la labor de ser padre.
La lectura termina después de media hora.
—Listo, entonces, ¿cuál es la respuesta a la pregunta? —suelto.
Mala pregunta.
Nunca preguntes qué sigue, porque es como abrir la caja de Pandora.
—No sé —responde.
Quisiera preguntarle si él es consciente de la razón por la cual está leyendo, pero mejor no. Mejor no más preguntas. Decido que es mejor leerle la pregunta para que él ponga en marcha su memoria a corto plazo y me diga la respuesta que segundos antes ha conseguido a través de la lectura.
—No me acuerdo —contesta, mientras juega con la goma de borrar.
Max acaba de hacer una lectura y, sin embargo, no recuerda lo que acaba de leer. Respiro profundamente, conteniendo la rabia que amenaza con salir. No soy maestro, soy papá. Pero en este momento, me siento como si estuviera fallando. No se trata solo de las tareas. Es más profundo, porque me pregunto si estoy cumpliendo mi labor de padre o solo un espectador más de su confusión. Bueno, en las tardes, ese título pierde relevancia. Aquí soy un híbrido entre pedagogo, psicólogo y rehén de un sistema que intenta meter a 25 pequeñas mentes en el mismo saco.
Cuando estoy a punto de colapsar, Max suelta una pregunta que me hace detenerme, una pregunta que, por un momento, me hace pensar que él está tan perdido y frustrado como yo.
—¿Por qué no hacemos las tareas en el colegio, papá? —pregunta, con algo de queja en su tono.
Buena pregunta. Quiero responderle que su maestra me odia, que ella cree que tenemos todo el tiempo del mundo, pero no sería justo. Ella también tiene lo suyo, tiene una vida que atender. En lugar de eso, le doy la respuesta estándar.
—Porque en casa refuerzas lo que aprendes en clase —supongo.
Es una mentira piadosa.
Una respuesta elegante, la respuesta que le conviene a la sociedad que yo diga, para que todo siga marchando según el plan de los más poderosos. La verdad es que yo no entiendo el sentido de todo esto. Es como si el colegio fuera un gimnasio y las tareas fueran el entrenamiento personal extra que te obliga a contratar el entrenador para que no te salgan agujetas.
Tres horas han pasado desde que abrimos el libro de lectura y mi café sigue ahí, ocupando un espacio que no tendría si la vida no dependiera del sistema.
Tres horas exactas.
Cierro el libro, lo levanto y lo guardo en la mochila. Estoy exhausto, pero mi hijo parece haber olvidado el tormento en el momento en que cerramos el libro. Ahora está jugando con sus Pokémon, como si nada hubiera pasado. Mientras lo observo, reflexiono. ¿Estamos haciendo esto bien? Las tareas no parecen estar ayudándolo. Solo parecen frustrarlo. ¿Qué aprendió realmente hoy? ¿A analizar un cuento? ¿A conseguir respuestas donde las hay? ¿O a odiar el sonido de mi voz cuando insisto en que termine algo?
Al día siguiente, Max vuelve a casa con una nota en su agenda firmada por su maestra Luisi. Una nota escrita con signos de admiración.
—¡Estupendo trabajo, Max! ¡Sigue así! —en tinta azul junto a un emoji de carita feliz.
Ahí lo tengo.
Un premio a la paciencia. Me río por dentro. Ella no tiene idea de lo que pasa en casa cada tarde. O sí. No sé. Quizá no sabe nada acerca de las negociaciones, los intentos fallidos y los colapsos emocionales que tenemos los padres y madres de estos futuros —espero— profesionales. Pero tampoco puede culparme. A veces, simplemente hacemos lo que podemos para sobrevivir.
En la noche, cuando mi hijo está dormido, abro una botella de vino. Tomo un corcho nuevo y lo lanzo en mi colección. Quizá las tareas no están adaptadas al nuevo mundo, no por culpa de las maestras, ni tampoco porque ellas nos odien, sino porque así funciona el sistema.
Tampoco es culpa de nadie que cada niño se tome su propio tiempo para intentar adaptarse al ritmo que toca la escuela. Al fin y al cabo, Max y sus compis vienen del preescolar, etapa mágica en la cual no existían las tareas para la casa. Igual, siento que Max, y muchos de sus compañeros, podrían sacarle mucho más provecho a otras maneras de aprendizaje.
Desafortunadamente, no se puede luchar contra la corriente. Insisto, quizá las tareas no están adaptadas al nuevo mundo, ni las maestras son las culpables, ni se trata de que nos odien. Es solo que el sistema sigue girando como una máquina vieja, y nosotros, atrapados en ella, nos limitamos a seguir su curso. Tal vez no sea justo, pero la verdad es que en este juego, lo único que puedo hacer es jugar. Al menos estoy aquí, en este proceso, presente, con él, acompañándolo a manejar sus emociones.
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