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El primer Sant Jordi tras su muerte

Hay muchas formas de ser el otro. A veces, eres el otro en una conversación. A veces, en la cama. Y a veces —la peor de todas— eres el otro en tu propio matrimonio. Durante años creí que Elisa y yo teníamos una vida tranquila, predecible, como esas series que ya no sorprenden pero uno sigue viendo por costumbre. Teníamos nuestras rutinas, nuestras hijas, nuestra casa cerca del parque, nuestras pequeñas peleas sin argumento. Y yo, sin saberlo, también tenía un espectador en las gradas: él.

No recuerdo el día exacto en que supe que Elisa estaba enamorada de otro. No hubo un momento de revelación, ningún mensaje descubierto, ningún escándalo. Fue más bien una acumulación de detalles mínimos, imperceptibles para cualquier otro. Pero yo no era cualquier otro. Era su esposo. Su observador más cercano. Su silencio favorito.

Comenzó con pequeñas ausencias. Luego, con risas que no entendía. Miradas que no eran para mí. Y, sobre todo, ese brillo. Un brillo que solo se ve en las pupilas de quien está volviendo a sentir. No conmigo, claro. Sino con Henry.

¿Me dolió?

Sí.

¿La confronté?

No.

Y eso es lo que más me cuesta explicar. Porque cuando amas a alguien que está muriendo, eliges tus batallas. Y yo no quería pelear por algo que ya no me pertenecía. Solo quería que fuese feliz. Aunque fuese con otro.

Cuando Elisa fue diagnosticada con cáncer, ya no había lugar para mentiras. Lo sabíamos todo sin decirlo. Ella sabía que yo sabía. Yo sabía que ella necesitaba algo más. Y Henry… bueno, él era ese algo. Una tarde de abril, me miró con esa serenidad cruel que tienen los que ya han tomado una decisión.

—Quiero pasar Sant Jordi como lo he hecho en los últimos cuatro años —me dijo, como si se tratara de ir por pan.

Asentí.

—¿Con él? —pregunté, solo para confirmar lo evidente.

Ella no contestó.

No hacía falta.

Reservé el hotel. El mismo de siempre. La habitación 506. Yo también sabía de eso. Lo sabía todo, en realidad. Hasta el detalle de las sábanas que tanto le gustaban. Empacó su maleta con la delicadeza de quien guarda recuerdos en lugar de ropa. La llevé hasta la puerta del hotel. Le di un beso en la frente. La vi alejarse sin rencor. Y luego volví a casa, a preparar cenas, revisar tareas escolares y pretender que todo estaba bien.

Durante esa semana no hablé con ella. No le escribí. No la llamé. Era su tiempo. Su despedida. Yo solo era el encargado de cubrir el hueco.

Las niñas preguntaban por mamá. Yo inventaba excusas con tanta naturalidad que hasta yo me las creía. «Fue a visitar a la tía Florencia”, “Tenía una cita médica”, “Volverá pronto”. Mentiras necesarias para mantener el castillo de cartas en pie.

Pero cada noche, me servía una copa de vino y me sentaba en la terraza. Imaginaba lo que estarían haciendo. Caminando por el Gòtic. Besándose en algún rincón oscuro. Haciendo el amor en la habitación 506. A veces me dolía. A veces me daba envidia. Pero la mayoría de las veces, me sentía en paz. Elisa reía más desde que lo conoció. Era más liviana. Más libre. Y aunque yo no era el motivo de esa alegría, me sentía responsable de permitirla.

El último día estaba decidido a ir a buscarla, pero ella se adelantó y llegó a casa el taxi. Ella llegó sola, ya se había despedido de él. Se veía triste, pero en paz. Le sonreí. Por cortesía. Por respeto. Por dignidad. No sé. Tal vez porque en ese momento, los dos sabíamos que el amor no siempre se acomoda como uno espera.

Esos primeros minutos de ella en casa —después de toda una semana con Henry— fueron silenciosos. Ella se concentró en observar todos los detalles de la casa hasta que las niñas llegaron del colegio. No hablamos en horas, hasta que, ella me abrazó, sin previo aviso. Me abrazó fuerte. Me susurró algo al oído que no recuerdo porque me dolía demasiado oírla con tanta ternura. Y luego, sin mirar atrás, se fue a la ducha.

De Henry no supe nada. Nunca supe nada más. Nunca hablamos. Creo que ambos entendimos que no hacía falta. Cada vez que pensaba en la historia que mi mujer tuvo con él, la garganta se me cerraba. Lo acepté, sin remordimientos ni reproches. Lo había hecho por ella. Pero también por mí. Quería saber que, al menos una vez, había hecho lo correcto.

Elisa murió un mes después. En el hospital. En paz.

La noche antes de irse, tuvimos que ir de prisa a ingresarla. De los detalles recuerdo poco, pero no puedo olvidar que, en el camino, absolutamente débil y con apenas aliento, me pidió que llamara a Henry una vez que ella ya no estuviera. Después de algunas horas, en plena madrugada, me acosté a su lado. Le acaricié el cabello. Le canté bajito una canción que solía tararear cuando las niñas eran pequeñas. Se quedó dormida. Ya no despertó. Al amanecer cumplí mi promesa, llamé a Henry, con la voz rota, pero lo hice y le expresé mi gratitud por hacerla feliz y él no tuvo fuerzas para responder.

Unos días después, lo llamé. No buscaba explicaciones. Tampoco culpables. Solo para cerrar el círculo. Hablamos de ella unos minutos. Le dije que ella fue feliz. Que había hablado mucho de él. Que no le guardaba rencor. Que, de alguna forma, él también formaba parte de nuestra historia. Se lo dije porque era verdad. Y porque no soportaba la idea de que alguien pudiera llorarla solo como un recuerdo prestado.

Hoy es Sant Jordi. El primer Sant Jordi tras su muerte. Llevo flores al cementerio. Una rosa para Elisa. Y una carta para mí. La dejo ahí, sin firma. Porque ella sabrá que soy yo. Y porque hay amores que no necesitan explicación.

Yo fui el que se quedó.

El que supo todo.

El que no se fue.

Y si alguna vez alguien cuenta esta historia, que recuerde que el amor también puede ser eso: dejar ir y quedarse.

Foto: Freepik

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