Skip to content Skip to sidebar Skip to footer

El amor en tiempos de portabilidad

Siempre pensé que era una persona fiel. De esas que se casan con su operadora de teléfono y aguantan años de silencio, facturas mal calculadas y gigas evaporados antes de fin de mes. Una especie de matrimonio gris, sin pasión pero funcional. Total, ¿quién quiere empezar de cero con otra compañía y volver a aprender cómo configurar el buzón de voz?

Yo no.

O eso creía.

La cosa cambió hace poco más de dos semanas, un sábado, mientras me tomaba un café viendo correos basura y ofertas que nunca abría. Ese día, entre las notificaciones, apareció una que decía: «¡Cámbiate con nosotros y paga la mitad por el doble de datos!».

Mentiría si dijera que no me sentí tentado.

Mentiría más si dijera que no le hice clic al enlace.

Y ahí estaba yo: completando un formulario con mi número, seleccionando «quiero conservar mi línea» y dándole a enviar, como quien se apunta a Tinder tras diez años de matrimonio. Una pequeña infidelidad digital, inocente, de esas que uno hace solo para ver si aún provoca algo en los demás.

Había algo de adrenalina en todo eso. Como un juego secreto. Nadie se entera, pero tú sabes lo que estás haciendo. Sabes que estás flirteando con el peligro, con lo nuevo, con la ilusión de que, tal vez, mereces algo mejor. Dos días más tarde, mi teléfono sonó.

—Hola, le hablamos de su operadora actual. Hemos detectado que ha solicitado la portabilidad —inició la conversación una chica con un muy claro acento latinoamericano.

¡Ajá! ¡Funcionó!

El algoritmo del desamor había hecho su trabajo.

Ni mi ex se dio cuenta tan rápido cuando me fui de casa.

—¿Podemos saber por qué desea irse? —continuó.

—Por curiosidad, por ver otras ofertas. Ya sabes… lo típico —respondí sin titubear.

—Entiendo. ¿Y si le decimos que podemos mejorarle su plan actual? Más datos, menos precio, prioridad en la red y… un año de suscripción a una plataforma de streaming gratuita —soltó la vendedora con un atisbo de desesperación.

—¿Y todo eso por qué? —repliqué.

—Porque usted es un cliente valioso para nosotros —contrapunteó.

¡Anda! Qué conveniente.

Después de nueve años pagándoles puntualmente, nunca se habían tomado la molestia de decirme que era valioso. Ni un gracias. Ni una tarjetita. Ni un meme en WhatsApp. Pero bastó un flirteo con la competencia y de repente era el amor de su vida.

—Le hacemos el cambio ahora mismo y anulamos la portabilidad —añadió.

Y lo hicieron.

Y me quedé.

Y esa noche, mientras me cepillaba los dientes, me miré al espejo con esa expresión entre triunfo y vergüenza. Había chantajeado emocionalmente a una compañía de telecomunicaciones… y había salido ganando.

Ahora, me siento como esas personas que descubren que pueden regatear el precio del coche y se les abre un mundo de posibilidades. La fidelidad, al parecer, no vale nada hasta que la amenazas. Una regla cruel, pero práctica. Mi relación con la compañía parece que se mantendrá por muchos años más. Ahora tengo gigas que me sobrarán, una factura que luce más baja y una extraña sensación de poder.

Hasta me dieron un bono extra por referir a un amigo. Ironías de la vida: pasé años recomendándolos gratis, y solo cuando estuve a punto de irme, me premiaron por hacerlo. Ahora, cada vez que alguien me diga que paga mucho en su tarifa móvil, yo me acomodaré en la silla, me aclararé la voz y compartiré mi historia. No como un gurú, sino como un sobreviviente. Porque esto, amigos míos, no es solo una anécdota: es una enseñanza. Una clase magistral de negociación pasiva-agresiva.

Quizá, a partir de ahora, cada vez que me llegue una promoción de otra operadora, sonreiré. Ya no es ansiedad. Es juego. Es más, ahora que lo pienso, quizá sea una genial idea volver a hacerlo. Meterme en la web de la competencia, iniciar el proceso de portabilidad solo por diversión. Un pequeño susto, una advertencia silenciosa: pórtate bien o me porto mal.

Tal vez hasta le ponga fecha, como un aniversario secreto. Cada tres meses, amenaza de fuga. Por salud emocional. Por justicia tarifaria. Por deporte. Y lo más perverso es que, en el fondo, sé que ellos lo saben. Que hay alguien del otro lado del sistema viendo mi historial y diciendo «ah, este es el que casi se nos va en abril… atentos con este». Y me gusta imaginarme como esa figura mítica del cliente que se respeta a sí mismo. El que no espera flores: las exige.

Pero entonces me acuerdo de cómo era antes: resignado, ignorado, invisible. Y me da por pensar en todas esas personas que siguen fieles a su compañía, sin saber que podrían estar pagando menos solo con insinuar una fuga. ¿Te imaginas una relación amorosa así? Pasas años con alguien, y solo cuando haces la maleta te ofrecen flores, masajes y cenas románticas. Un poco triste, pero efectivo. La paradoja es que no me fui, pero aprendí que podría haberlo hecho.

Y eso lo cambia todo.

Como dicen por ahí: uno no se queda porque no tiene opciones. Se queda porque el otro aprende a valorar lo que tiene… aunque sea a la fuerza. ¿Y la nueva compañía que me había ofrecido el oro y el moro? Ni siquiera me llamó para preguntar por qué no completé el proceso. Supongo que así es el amor moderno: rápido, desechable, lleno de promesas que no se concretan.
Lo que me hizo quedarme no fue la oferta de la otra, sino el susto que causó en la mía.

Al final, no hubo ruptura, solo una amenaza de portabilidad que sirvió de terapia de pareja. Y funcionó mejor que cualquier sesión con psicólogos de pareja telefónica. Eso sí, desde entonces tengo claro que la fidelidad es un lujo que solo se otorga a quien lo merece. Y que, a veces, hay que irse un poquito… para que te rueguen que te quedes.

Foto: Freepik

5/5 - (2 votos)

Dejar un comentario

ESCRIBO PORQUE ME GUSTA Y PORQUE PUEDO

FREDDY BLAAN © 2025. Todos los derechos reservados.

Este sitio web es desarrollado por: