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Pobrecito Bernardo

En la vasta e imprecisa cartografía del descaro internacional, hay un punto brillante que resplandece con la intensidad de una oficina de extranjería en pleno agosto: Nostralia. No es un país, es un concepto. Un lugar donde las colas son eternas, los sellos sagrados y la palabra «empadronamiento» tiene más poder que un conjuro ancestral.

Y fue ahí, en esa tierra prometida de formularios y ayudas sociales, donde desembarcó un día, con la frente en alto y los papeles en blanco, el protagonista de esta historia: Bernardo.

Bernardo venía de Petrosovia, república de sobrevivientes, donde el que no engaña, reza. Había dejado atrás el ruido perpetuo de los motorizados, la escasez de papel higiénico y el arte de hacer milagros con harina de maíz. Llegó con una mochila, un pasaporte casi vencido y una sonrisa de esas que abren puertas… o al menos buzones de atención al migrante.

Su plan era sencillo: hacerse el pendejo profesional, esa noble disciplina que tantos coterráneos habían perfeccionado antes que él. Y vaya que lo logró. En menos de lo que canta un gallo sin visa, ya había solicitado asilo político, descrito con lágrimas de cocodrilo una infancia ficticia en el cerro más peligroso de Petrosovia y hasta se inventó un par de amenazas de muerte que, aunque nunca ocurrieron, le quedaron de lo más convincentes.

Tenía talento el hombre.

Nostralia, por supuesto, le negó el asilo. Faltaba más. Pero como en ese reino burocrático a veces se premia la narrativa, lo compensaron con una residencia por razones humanitarias, que es como decir: «No te creemos del todo, pero tampoco te vamos a devolver al infierno del que viniste, por si acaso estás diciendo la verdad».

Con ese papelito en mano, Bernardo se transformó. Pasó de migrante sin papeles a ciudadano en potencia, con número de identificación, tarjeta sanitaria y, lo más importante, acceso a ayudas económicas. Ahí fue cuando descubrió que Nostralia no era tan dura como parecía. Porque si sabías moverte entre oficinas, podías vivir sin mover un dedo.

—Yo no vine aquí a explotar, vine a descansar —decía entre sorbos de café soluble, mientras revisaba los calendarios de pagos.

Recibía dinero mensual por parte de Nostralia. No era una fortuna, pero con eso pagaba la habitación alquilada, en negro, por supuesto, el abono transporte y la recarga del móvil. Lo demás lo sacaba de su otra fuente de ingresos: un trabajo que no existía oficialmente, pero que le dejaba billetes contantes y sonantes cada semana.

¿El truco? Sencillo: trabajar en negro y pagar todo en efectivo. Limpiar escaleras, cargar cajas, repartir volantes, cuidar ancianos, pintar pisos… Bernardo era lo que en Petrosovia llamaban un «todero», pero en Nostralia lo llamaban simplemente invisible para La Recaudadora Suprema. Un fantasma laboral que no cotizaba, no facturaba y no figuraba en ninguna parte, salvo en la agenda de su casera, del dueño del bar que limpiaba y del taller que lo llamaba cada vez que se caía una tubería.

Mientras tanto, Nostralia —siempre generoso y distraído— seguía tratándolo como un alma en pena. Le asignaron una asistenta social, una plaza en un curso de integración y hasta le ofrecieron ayuda psicológica por «el trauma migratorio».

—Lo más traumático de mi migración fue no conseguir azúcar al llegar —solía bromear Bernardo, sin que nadie le entendiera la gracia.

A los pocos meses, con esa tranquilidad que da vivir entre ayudas y billetes sin IVA, se presentó en la oficina de extranjería para preguntar por la nacionalidad. Porque sí, porque podía, y porque había escuchado que si eras de Petrosovia solo tenías que vivir dos años de forma legal y continuada para convertirte en nostraliano con todos los hierros.

Lo más curioso era que Bernardo no tenía ningún lazo con Nostralia. No tenía abuelos exiliados, ni pasaporte nostraliano escondido, ni siquiera una foto en el Templo de los Andamios Eternos como prueba de amor por Nostralia. Pero tenía constancia. Y eso, en tierra de trámites, vale más que cualquier linaje.

La jugada maestra, sin embargo, no llegó sola.

Apareció en forma de crianza compartida con otra migrante, proveniente de Boliburbia, un lugar cercano al de él. La mujer en cuestión era mucho mayor que él y tenía apuros en procrear, con lo cual, meses después de una noche de nostalgia tropical y falta de preservativos, nació Bernardita, una pequeña con papeles nostralianos por cortesía del jus soli y de una partida de nacimiento diligentemente gestionada entre dos tazas de café y una traductora jurada.

Ahí fue cuando las ayudas se multiplicaron como panes y peces. Porque tener una hija en Nostralia es casi como tener un ticket dorado de fábrica de chocolate social. No solo seguía cobrando la ayuda gracias a su estatus de misericordia renovable, otorgado por Nostralia a los que no convencen del todo, pero tampoco molestan lo suficiente como para deportarlos, sino que se le sumó una asignación por hijo a cargo, descuentos en transporte, beca comedor —aunque Bernardita aún no masticara bien— y un bono energético por vivir en un piso sin calefacción central.

—Yo antes decía «hay que trabajar para salir adelante», ahora digo «hay que tener un hijo y saber llenar formularios» —comentaba Bernardo con su estilo de sabiduría pragmática mientras sacaba cuentas con una calculadora prestada.

Las malas lenguas del barrio decían que ganaba más que varios vecinos con contrato. Que no trabajaba oficialmente porque si se daba de alta perdía el derecho a las ayudas, y que por eso prefería seguir en el limbo legal, ese universo paralelo donde Nostralia cree que sobrevives con 430 monedas pero en realidad te llevas el doble fregando escaleras ajenas por la tarde.

Y Bernardo, lejos de avergonzarse, se sentía un profesional de la picardía. Decía que en Petrosovia lo estafaban todos los días: el gobierno, los bancos, los buhoneros con azúcar boluburniana. Y que ahora, en Nostralia, solo estaba reivindicando el equilibrio cósmico.

—Esto no es trampa, esto es justicia social retroactiva —declaraba con solemnidad mientras se servía un segundo plato de lentejas del banco de alimentos.

Con los dos años cumplidos —y sumando todo el expediente que tan cuidadosamente había tejido con historietas, cursos de integración y constancia de presencia estratégica en reuniones donde se reparten folletos y galletas— metió la solicitud de nacionalidad. Contrató una abogada que también era petrosoviana, que sabía exactamente qué botones apretar y qué expresiones evitar, y que le recomendó que no dijera que venía buscando futuro, sino que venía buscando raíces.

Y funcionó.

Un día, sin ceremonia ni confeti, Bernardo se convirtió en nostraliano. Le llegó un sobre con su resolución favorable, y al mes siguiente, el anhelado el documento con chip de la redención nostraliana. Lo miraba con devoción. Lo acariciaba. Lo usaba de espejo cuando no encontraba el retrovisor de la bici.

Ya con la nacionalidad, muchos pensaron que el cuento de la ayuda terminaría. Pero no, Bernardo era un estratega emocional. Decía que no tenía redes de apoyo, que sufre de ansiedad crónica y que no puede conciliar trabajo estable porque sufre ataques de tristeza cada vez que ve el boletín del apocalipsis diario de Petrosovia. Con eso, renovó la ayuda autonómica por otros seis meses más. Porque si algo había aprendido, es que en Nostralia todo trámite tiene un recoveco, y todo recoveco, una oportunidad.

—Pobrecito Bernardo —decían algunos vecinos entre dientes, sin saber si lo decían con lástima, con envidia o con ambas cosas.

Pero Bernardo no era un pobrecito. Era un especialista en rendijas administrativas, un académico del subsidio, un influencer de la resiliencia con menos seguidores que facturas. Vivía en un cuarto con moho, sí. Pero viajaba una vez al año a ver a su primo en Macarronia (también legal gracias a un matrimonio express con una señora de por allá que amaba la salsa y la pensión contributiva).

Nunca se hizo rico. Pero vivía con dignidad selectiva y cierta sensación de haberle ganado la partida a un sistema que, a su juicio, reparte con los ojos cerrados y castiga solo al que es demasiado honesto.

Cuando cumplió cinco años en Nostralia, brindó con vino de tetra brik y dijo:

—Yo vine con lo puesto y ahora tengo papeles, ayudas, una hija nostraliana y dos dientes arreglados por la Oficina Central del Paracetamol, donde la anestesia es opcional y la cita, una leyenda. Si esto no es el sueño nostraliano, que baje la Unión de los Pueblos Subsidiares y lo niegue.

Y aunque muchos lo criticaban, nadie podía negar que Bernardo era el ejemplo perfecto de cómo navegar entre las grietas de un sistema noble pero ingenuo.

No era un héroe.

No era un mártir.

Era un tipo con tiempo libre, habilidades sociales y un máster invisible en supervivencia contemporánea.

Y sí, quizás algún día lo llamen a rendir cuentas, o lo pille La Recaudadora Suprema, o le cierren el grifo de las subvenciones.

Pero mientras tanto… Pobrecito Bernardo.

Foto: Freepik

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