Skip to content Skip to sidebar Skip to footer

Algún día publicaré la historia de Maricarmen

La libertad de trabajar desde cualquier parte suena tan sexy en los posts de Instagram que muchos sueñan con eso, mientras se imaginan una vida ideal al ritmo de Somewhere Over The Rainbow, con un afinado ukelele y una puesta de sol derramándose lentamente sobre un café americano con la dosis de agua perfecta. Pero la verdad, es que trabajar en la vida real desde cualquier sitio es como bailar claqué sobre un campo minado, mientras haces malabares para cumplir con los caprichos económicos del ente recaudador. Yo, que trabajo desde cualquier lugar, el otro día elegí una cafetería nueva porque, según Google, tenía «el mejor WiFi de la ciudad».

Mentira número uno.

Mentira número dos: «ambiente tranquilo».

Mentira número tres: «café de especialidad». De especialidad tenía que el café era un torrefacto que sabía a calcetín con ocho horas de uso, hervido en agua de charco.

Y no exagero.

Me senté en una mesita junto a la ventana, con mi portátil y mis auriculares de siempre, con la mejor actitud que puede tener un hombre emprendedor que, a sus 42 años, tiene la responsabilidad de mantener a dos niños, uno de seis años, y a ese que lleva en su interior. Tampoco es gran cosa lo que hago, solo soy un profesional que se gana la vida escribiendo y no sólo sobrevivo, sino que lo hago con estilo. O eso creo.

A mi alrededor, la fauna habitual de estos lugares: freelancers, estudiantes, seudoescritores y uno que otro hipster que parecía haber salido de un catálogo de gafas de pasta.

—Hola, mi niño —me dijo una señora de unos sesenta, vestida como si viniera de bailar zumba con Julio Iglesias en 1978, cubriendo su cuerpo con una blusa de lentejuelas que reflejaba más luz que la mismísima discoteca Studio 54— ¿Estás escribiendo un libro?

—Eh… más o menos —respondí, intentando disuadirla con una sonrisa cortés de esas que dicen «no, gracias, ya tengo suficientes traumas».

Error.

La señora, que olía a una mezcla de perfume de pachulí y fregasuelos Asevi, se sentó frente a mí sin invitación. Sacó una foto arrugada de su bolso, desplazando mi café unos centímetros lejos de mí.

—Este era mi marido, Anselmo. Murió en 2003. De cáncer, después de irse con una mujerzuela de veintidós años.

El silencio que siguió fue denso, tanto, que podía cortarse con una cucharilla para postres, de esas que siempre están un poco pegajosas por lo mal que las limpian.

Intenté reconectar el WiFi para huir mentalmente a otro planeta, pero nada. La conexión iba tan lenta que recordé la primera vez que viví la experiencia de acceder a Internet, a través del dialup o el DSL, ya no recuerdo muy bien, por allá en 1998.

—Yo también quise ser escritora una vez —continuó ella, ya instalándose con confianza y algo de toxicidad—. Pero tuve tres hijos, luego un negocio de bisutería, y después Anselmo me engañó con una brasileña. ¡Ay, la vida!

Su timbre de voz era nostálgico.

Y ahí, entre sorbos de café que sabía a desesperación filtrada, me encontré escribiendo su historia. Porque de repente todo cobró sentido: las campañas de Google Ads podían esperar. Esta era la verdadera campaña: la de sobrevivir a base de anécdotas ajenas.

La señora se llamaba Maricarmen, por cierto. Me contó sobre su primer beso robado detrás de una cabina telefónica, su primer aborto espontáneo en un centro de salud de pueblo y sobre su segunda nariz, que era una operación necesaria, porque su primer marido se la reventó a golpes. Ah, también me contó sobre su tercer sueño frustrado: ser corista de un grupo de salsa que solo cantó en ferias de pueblo, como las que se hacen en Tenerife.

Escribí compulsivamente como si la vida dependiera de ello. Cada palabra que soltaba Maricarmen era una mina de oro literaria. Cada mirada perdida hacia el ventanal era una oportunidad para llenar páginas enteras de una humanidad brutal y desarmante.

Mientras tanto, los mensajes de mis clientes llegaban como disparos en una guerra absurda. «Oye, ¿podrías cambiar ‘calidad premium’ por ‘excelencia comprobada’ en los textos? Es urgente».

¡¿Urgente?!

Yo estaba salvando la memoria de una Maricarmen, señores, no tenía tiempo para urgencias inventadas. En un momento culminante, Maricarmen me confesó que había querido matar a Anselmo, pero el karma se le adelantó. Lo dijo tan tranquila, revolviendo su café con una pajilla de madera, que sentí que en realidad lo había pensado decenas de veces, e incluso planeado.

Cuando terminé de tomar notas, Maricarmen me miró con esa cara que pone la gente cuando no sabe si eres un santo o un idiota.

—Gracias, corazón. Gracias porque nadie me escucha ya. Todo el mundo está muy ocupado «trabajando».

Y me soltó una palmada en el hombro que me dejó tambaleándome entre la gratitud, un esguince y el principio de una revelación espiritual.

Se fue como vino, en un torbellino de perfume barato, taconazos indecisos y un aura de tragedia doméstica de los años setenta.

Yo me quedé mirando la pantalla: no había escrito ni un solo post de marketing, ni corregido ningún copy, pero tenía el inicio de una historia que empieza así: «Anselmo murió de cáncer, después de irse con una mujerzuela, brasileña, de veintidós años, pero para Maricarmen, su muerte fue apenas el primer brindis en la fiesta interminable que sería su venganza».

Algún día lo publicaré.

Cuando finalmente conseguí WiFi, gracias a un camarero misericordioso que reseteó el router un par de veces, vi que mi «cliente urgente» había escrito otro correo: «Olvida lo anterior, mejor dejemos calidad premium. Perdona las molestias».

Reí.

Reí como un loco. Como un hombre que comprende que en esta vida, a veces, el café apesta, el Internet es una broma, los clientes no saben lo que quieren, pero si estás atento, el universo te regala historias que valen su peso en oro literario.

Porque trabajar desde donde sea es una maravilla… siempre y cuando no olvides que «donde sea» puede ser también el epicentro de la comedia humana. Y si tienes suerte, entre un café basura y un WiFi de tercera, puede que encuentres historias que ni el mejor plan de marketing podría comprar.

Y eso, querido mundo corporativo, no hay KPI que lo mida.

Foto: Freepik

5/5 - (2 votos)

Leave a Comment

ESCRIBO PORQUE ME GUSTA Y PORQUE PUEDO

FREDDY BLAAN © 2025. Todos los derechos reservados.

Este sitio web es desarrollado por: