Viajar barato, muchas veces, es un arte que roza el masoquismo. Uno aprende a dormir con tapones en los oídos, a ignorar ronquidos de desconocidos, y a abrazar la posibilidad de ducharse con agua fría como si se tratase de algún castigo merecido.
Así fue como, tras más de una semana sobreviviendo esa maravillosa aventura, cuando Hanna me propuso compartir una habitación privada en Oporto —»para ahorrar, ¿vale?» dijo, mientras miraba en su iPhone opciones de hospedaje—, no me pareció mala idea. Claro que en ese momento no sabía que «privada» quería decir «una cama matrimonial y cero barreras emocionales».
Nos conocimos en algún viejo hostal de Aveiro cuyo nombre no me quiero acordar, donde habíamos dormido la noche anterior, en una habitación mixta conformada por 12 ruidosas literas. Fue una de esas noches en las que el WiFi solo funcionaba en el pasillo y la cocina era el punto de encuentro de todos los que viajábamos solos. Ella estaba sentada junto a la ventana, bebiendo una cerveza tibia y peleándose con el traductor de su móvil. Le ofrecí ayuda sin muchas expectativas, pero terminamos riéndonos de nuestras historias de viaje.
Coincidimos otra vez en el desayuno. Luego, sin haberlo planeado, en el tren a Oporto, donde surgió la idea de compartir gastos de hospedaje tras varias noches sin dormir bien gracias al estruendo nocturno. A ambos, por mera coincidencia o por una jugada del destino, nos quedaban dos noches en Oporto, lo que hacía aún más jugosa la propuesta.
—Si nos vamos a encontrar en todas partes, mejor viajemos juntos los días que nos quedan —dijo ella, encogiéndose de hombros.
Y así empezó todo.
—No te preocupes —dijo ella, soltando una carcajada mientras dejaba su mochila en el suelo —. Tú a un lado, yo al otro.
Hanna, alemana de nacimiento, llevaba dos meses recorriendo Francia, España y Portugal. Yo, en cambio, partí desde Madrid dos semanas antes, por tren, hasta llegar a la capital portuguesa, desde donde me dediqué a explorar el norte del país.
El primer roce de nuestras mochilas en el suelo fue accidental. El segundo, tal vez también. El tercero, cuando me tropecé con su pie descalzo en medio de la habitación, ya fue una declaración de guerra.
—Espero que no seas tú aquel que roncaba como un camión en Aveiro —me dijo, ya tumbada, con las manos tras la cabeza.
—En realidad, pensaba que eras tú —respondí.
Nos reímos, nerviosos.
Esa primera noche fue un campo minado de autocontrol. Cada movimiento era una negociación silenciosa: no invadir su espacio, no rozar su pierna, no oler demasiado su cabello, que a esas alturas parecía haber sido diseñado en un laboratorio secreto para inducir el deseo en mochileros solitarios.
Dormí de espaldas a ella, tenso como un palo de escoba. No recuerdo soñar. Solo recuerdo contar los latidos de mi corazón, que sonaban más fuertes que el tren nocturno que pasaba junto al hostal.
La segunda noche fue diferente.
La culpa la tuvo el vino, y el fado triste que sonaba en aquel bar pequeño junto al río. Y el hecho de que, después de tres días conociéndonos, Hanna ya no era una chica cualquiera, sino una especie de cómplice accidental. Una confidente provisional.
Caminamos borrachos hasta el hostal, riendo y tropezando como niños, y cuando cerramos la puerta de la habitación, el silencio se volvió cómplice. No sé quién se acercó primero. No sé si fue mi mano que rozó su cintura o su sonrisa la que empujó el primer ladrillo de la represa. Solo sé que de pronto nuestras bocas se encontraron con la torpeza de dos principiantes y la urgencia de dos personas que habían evitado el deseo demasiado tiempo.
No fue perfecto.
Nos reímos mientras me quitaba la camiseta, mientras ella trataba de quitarse los pantalones sin perder el equilibrio. Nos callamos solo cuando nuestros cuerpos, términos medios entre la pasión y la torpeza, encontraron un ritmo secreto.
Fue rápido, desordenado, genuino.
Como debía ser.
Cuando terminamos, aún desnuda, Hanna se dio la vuelta y quedó de espaldas, respirando hondo, como quien acaba de llegar a la orilla después de una larga travesía. Yo me quedé mirando el techo, sintiendo el peso de la inercia.
Ahí estaba: el silencio incómodo de las cosas que se rompen sin hacer ruido.
—¡Oye! —me dijo, en voz baja, con esa sonrisa que parecía capaz de derretir cualquier incertidumbre—. Mañana salgo temprano. Voy a Lisboa.
Asentí, aunque sabía que no era una invitación. Era una declaración de independencia.
La abracé, de todos modos. Porque a veces uno abraza, aunque sepa que el otro ya se ha ido.
Dormimos.
O fingimos dormir.
Por la mañana, cuando abrí los ojos, Hanna ya no estaba. La cama seguía caliente de su cuerpo, como si su ausencia no hubiera terminado de decidirse del todo.
Sobre la almohada, una nota en inglés, escrita a mano sobre un papel arrancado de su cuaderno: «Gracias por prestarme tu mitad del colchón. Nos vemos por ahí… o no».
La leí dos veces. Luego tres. Como si en la cuarta lectura las palabras pudieran cambiar.
Me quedé tumbado, con la nota entre los dedos, sintiendo esa mezcla conocida de risa triste y resignación. Una parte de mí quería enojarse. Otra, la más honesta, solo podía sonreír.
La vida del mochilero no está hecha para grandes historias de amor. Está hecha de noches compartidas, roces accidentales, besos que saben a despedida. Y colchones matrimoniales donde uno siempre duerme solo, aunque haya alguien al otro lado.
Me levanté, me puse los zapatos, guardé la nota en la mochila. Y salí a la calle con el sol en la cara y una historia más que no pensaba contarle a nadie. Porque hay encuentros que son demasiado reales como para intentar explicarlos.
Ahora, no sé si perder el tren de regreso a Madrid o equivocarme intencionalmente y subirme en el siguiente que va hacia Lisboa. Al fin y al cabo, nunca he estado ahí.
Foto: Freepik