Lo que pasó en Oviedo es, sin duda, una de esas experiencias que te hacen sentir tan ignorante como un alma libre que llega a una fiesta, no conoce el protocolo, y termina bailando el reggaetón con la abuela de la chica que le invitó. Sí, eso fue lo que me pasó a mí, pero con sidra.
Era un día como cualquier otro, un día en el que uno piensa que está preparado para todo. Fui a un restaurante, pedí una botella de sidra como quien pide un vaso de agua. Sabía que la sidra aquí tiene su misticismo, su protocolo, su ritual. Pero pensaba que era algo tan sencillo como beber, tan natural como respirar. No sabía que para disfrutarla, necesitaba un carnet de socio, un curso intensivo y, probablemente, un título universitario en «escanciado de sidra”.
Cuando llegó el camarero, Alejandro, me sirvió un poquito, lo típico. Claro, yo estaba más concentrado en la llamada que tenía, intentando resolver un asunto de trabajo. Entonces, con mi vaso frente a mí y sin la menor idea de lo que estaba a punto de suceder, tomé el primer sorbo. Y lo hice con tal desparpajo, con tanta confianza, que pensé que estaba marcando territorio, como ese perro que llega a un parque y se mea en todos los árboles.
Pero en el momento en que me disponía a saborear mi logro, Alejandro apareció de la nada, con una mirada mezcla de sorpresa y desaprobación. Como si se tratara de un guardia civil, aquel que alguna vez me pilló en una infracción de tráfico.
—Tienes que tomarlo todo, hombre —espetó.
No preguntó, no dudó, no había margen para negociaciones.
Yo, completamente confundido, respondí lo único que podía.
—Perdón, no sabía —solté.
Y claro, allí estaba yo, con la vergüenza de un niño que acaba de romper el jarrón de la abuela, mirando la sidra como si fuera una prueba de física cuántica.
—Bébetelo de un trago —añadió Alejandro, con un gesto que hacía que me sintiera parte de un rito ancestral.
¿Rito ancestral? Si yo pensaba que esto solo pasaba en los documentales de National Geographic.
Lo bebí, claro. Y mientras lo hacía, me sentí como si estuviera participando en una competencia de valientes, de esos que se lanzan al agua helada o se meten a una jaula con leones.
Está bien, ya lo entendí, pensé, hay reglas aquí, pero no las conozco. Luego de dar el trago, me sentí el rey del mundo, un verdadero experto en sidra, sin saber qué acababa de hacer. Como si en ese momento, la sidra me hubiera elegido, y yo ya no era un simple mortal, sino un iniciado. Pero esto no terminó ahí.
No, no.
La historia no tiene piedad de los ingenuos. El camarero volvió unos minutos después, y claro, yo ahí, con mi vaso lleno.
—¿Qué has hecho? —me dijo, con el tono que usaría un profesor al regañar a su alumno por copiar en un examen.
—Te lo tengo que servir yo —continuó.
¡Ah, claro! Aquí uno no se sirve la sidra, no señor.
El camarero es el único que tiene la habilidad, la destreza, la magia. ¿Quién soy yo para intentar emular esa gracia divina? Yo, un pobre ignorante, tratando de derramar un líquido con tanta historia, con tanta tradición, con tantos siglos de evolución.
Lo que vino después fue una mezcla de confusión, vergüenza y un leve deseo de desaparecer bajo la mesa. Mi ignorancia se me notaba más que nunca. ¿Cómo no sabía esto? ¡Hasta los turistas lo sabían! Me miraron como si hubiera cometido el peor pecado imaginable: servirme la sidra sin ningún tipo de respeto. Como si hubiese tocado un cuadro de Picasso con los dedos llenos de mierda.
Pero, de repente, mientras yo me hundía en un mar de vergüenza, algo curioso ocurrió. Una chica en una mesa cercana no paraba de reír. Rió tanto que, a un punto, pensé que se había tragado un chiste de esos tan malos que te hacen reír sin querer. Yo la miré, y ella me vio a mí, y lo que pasó después fue más rápido que la ley de la gravedad. Nos echamos una sonrisa cómplice, como si ambos supiéramos que esa risa era la chispa que encendería una conversación, una aventura, un caos controlado que solo podía suceder en ese preciso momento.
La chica no paraba de reír, y yo no paraba de sentirme el centro de atención, como un payaso en una fiesta de cumpleaños. Pero en lugar de sentirme mal, comencé a pensar que esa situación era lo más cercano que había estado de sentirme auténtico, verdadero, libre. Porque, ¿quién no se ha sentido un ignorante alguna vez? ¿Quién no ha hecho el ridículo en público solo para luego reírse de sí mismo? La vida, en su máxima expresión, es eso: estar lleno de momentos incómodos que, cuando se miran en retrospectiva, te hacen sentir más sabio, aunque nunca lo hubieras imaginado.
Después de aquello, la chica y yo empezamos a hablar. Y, sin quererlo, la conversación se fue de un simple “¿te diviertes?” a algo mucho más interesante. ¿Quién iba a decir que un mal entendido con una botella de sidra me llevaría a tener una charla que, honestamente, me ha permitido más cosas de las que me atrevería a contar aquí? Pero ya que estoy, ¿por qué no dejar que tu imaginación haga el resto del trabajo?
Después de todo, el ridículo puede ser una gran herramienta para romper el hielo. Y si hay algo que aprendí esa noche, es que no importa cuán ignorante te sientas, a veces, ser el idiota de la fiesta es justo lo que necesitas para iniciar una historia que te marcará para siempre.