Skip to content Skip to footer

Una deuda que había que saldar

No creo en las casualidades. Ni en los reencuentros fortuitos, ni en que el universo «conspira» a nuestro favor. No soy Paulo Coelho, ni quiero serlo. Pero si alguna vez algo parecido al destino me empujó con premeditación y alevosía, fue esa noche en Barcelona, en un bar cualquiera del Barrio Gótico, cuando me la volví a encontrar.

A la misma chica.

Rubia, con ese tono de cabello que parece dudar entre el oro viejo y la luz del atardecer. Ojos claros, de esos que no se conforman con mirar, sino que examinan, escrutan, desnudan. Cuerpo de pecado sin redención posible. Vestía una minifalda negra que dejaba poco a la imaginación, pero nada al descaro. Y un escote lo suficientemente sugerente como para no parecer vulgar, pero lo bastante efectivo como para que el camarero le ofreciera servilletas sin haber pedido comida.

Era ella, Zarella.

Aunque, por supuesto, en ese momento no recordaba su nombre. Solo recordaba su voz, su risa y ese detalle que se clava como astilla en la memoria: aquello que pudo haber sido y no fue.

Nos conocimos muchos meses atrás, en Madrid. Fue en algún bar cuyo nombre no recuerdo —ahora, empiezo a notar un patrón— donde coincidimos por cosas que ni ella ni yo podríamos reconstruir con exactitud. Ella estaba con unas compañeras de piso, de esas que no son amigas pero sirven de testigo para cualquier historia que uno quiera romantizar después. Yo estaba solo, o quizás con algún colega del que hoy no tengo el menor recuerdo. Lo que sí recuerdo con una claridad alarmante es que hablamos, bebimos, bailamos… y que en un momento de la noche, entre copa y copa, se deslizó la conversación inevitable: «¿en tu cama o en la mía?».

Y ahí es cuando la trama da un giro que ni Netflix se esperaba.

Yo tenía pareja.

Una de esas relaciones que están empezando, que aún huelen a novedad y promesa, y que por eso uno cree que hay que proteger como si fueran de porcelana japonesa. Así que, en un momento que ahora describiría como estúpido pero moralmente correcto, decidí no acostarme con Zarella.

Le dije que no.

Le dije que no podía, que lo sentía.

Y me fui.

Nunca más supe de ella.

Hasta esa noche.

Estaba en Barcelona por cosas de la vida —trabajo, escape, excusa, en realidad da igual la razón— y entré en ese bar por puro capricho. Y ahí estaba ella, sentada en la barra, tomando una caña mientras esperaba unos nachos con una tranquilidad que rayaba en la insolencia. Me le acerqué con la torpeza encantadora de quien sabe que la vida le está dando una segunda oportunidad, y antes de que pudiera improvisar alguna frase de impacto, me miró, sonrió y me habló sin tardanza.

—Tú eres el chico que no quiso acostarse conmigo.

Lo dijo riendo.

Y yo también reí. Claro que sí. Nos reímos los dos como si estuviéramos citando un capítulo pasado, una escena cómica, una oportunidad perdida.

—Tenía pareja —respondí, con tono casi de disculpa.

—Lo sé —dijo—. Por eso no te juzgué. Pero te recordé. Y mucho.

Me invitó a sentarme a su lado. Pedí vino tinto, como la primera vez, por fidelidad a los rituales y por miedo a estropear el hechizo. Hablamos durante horas. Ella me contó que estaba en Barcelona repitiendo el mismo patrón que en Madrid: teletrabajo y libertad. En resumen: independencia con estilo.

Yo le conté cosas intrascendentes. Otras no tanto. Hablamos del amor, del desamor, de las reglas absurdas que a veces uno se impone por compromiso y de las veces que se nos pasa la vida por tener miedo de lo que podría pasar.

En algún momento, ya con las copas haciendo su trabajo, me preguntó lo que venía a continuación.

—¿Dónde te estás quedando?

—Aquí cerca, en el Barrio Gótico.

—Yo vivo en Sabadell —dijo, con la naturalidad de quien se quita el sujetador al llegar a casa—. No estoy para conducir. ¿Me acompañas en taxi?

Lo dijo con esa media sonrisa que solo tienen las mujeres que saben que uno ya dijo que sí antes de abrir la boca.

Y claro que la acompañé.

En el taxi no hablamos mucho. Nos mirábamos de reojo, con la impaciencia del que ya conoce el destino, pero no quiere estropear el prólogo. Cuando llegamos, abrió la puerta de su piso como si yo ya hubiera estado ahí antes. Nos sentamos en el sofá, aunque ni siquiera llegamos a acomodarnos. Apenas nos tocamos y el beso fue automático, urgente, desvergonzado.

Nos desnudamos como quien se arranca una deuda pendiente.

Y lo que vino después no fue amor.

Fue sexo.

Sexo del bueno.

Sexo salvaje, de ese que no pide permiso ni explica nada, que no finge romanticismo pero tampoco necesita disculpas. Lo que debió pasar en Madrid, pasó con intereses acumulados en Sabadell.

Cuando acabamos, nos duchamos juntos. Y sí, hay algo profundamente erótico en enjabonarse con quien uno acaba de explorar como un mapa secreto. Luego nos secamos entre risas tontas, nos metimos en su cama, y dormimos enredados, como si el cuerpo recordara lo que la mente aún no se atreve a aceptar: que hay algo ahí.

Unas horas más tarde, despertamos a la vez, como si una alarma compartida nos hubiera sincronizado el alma. Y volvimos a hacerlo. Con menos urgencia, pero más intención. Como si ahora sí fuera un «gracias» y no un «por fin».

Después, el reloj nos recordó que la magia también tiene horarios de tren.

Me vestí.

Me despedí.

—Te escribiré —le dije.

—Haz lo que quieras —respondió—, pero recuerda: me gusta estar sola.

Ahora estoy en Madrid. Sentado frente al ordenador, recordando cada detalle de ese encuentro que no sé cómo clasificar, con su número guardado en el teléfono y el recuerdo aún tibio en la piel. Tengo su nombre en la punta de los dedos, a punto de escribirle, pero me detengo. No por miedo. No por orgullo. Sino porque ella dejó claro que tiene una etiqueta invisible pegada en la frente: «Independiente. No tocar».

La verdad es que no dejo de pensar cómo me agarraba la mano mientras dormía. Tampoco puedo ponerle pausa al recuerdo de ese beso en sus párpados antes de decir adiós. Pero, aunque esta jugada del destino haya sido memorable y puntual, tengo la sensación de que ese encuentro —furtivo, inesperado, delicioso— fue mucho más que un par de polvos.

Fue una revancha.

Una venganza poética contra mi yo del pasado.

Una deuda que había que saldar.

Algo me dice que la volveré a ver. Porque quizás le guste estar sola, sí. Pero también le gustó estar conmigo. Y eso ya es territorio fértil. Porque esta historia no terminó en Sabadell.

Solo fue el prólogo.

Porque hay deudas que no se pagan en una noche.

Hay deudas que se pagan a plazos.

Y ahora ya tengo su número.

Foto: Freepik

5/5 - (3 votos)

Leave a comment

ESCRIBO PORQUE ME GUSTA Y PORQUE PUEDO

FREDDY BLAAN © 2025. Todos los derechos reservados.

Este sitio web es desarrollado por: