Yo sé que uno no debe hablar mal de sus ex. Al menos no en público, no con nombre y apellido, y mucho menos si la ex está ilegal en Gringolandia y anda por ahí buscando desesperadamente a un hombre con papeles para que le resuelva su situación irregular con el país de las barras y las estrellas. Pero esta es mi historia, y si no la cuento yo, la cuenta ella. Y créanme, su versión tiene más drama que una telenovela de Petrosovia.
Ella se llama Bernarda.
Bueno, no se llama así, pero para los efectos de esta historia, pongámosle ese nombre. Es de Cafeterra, llegó a Gringolandia por la frontera sur, como muchos, con una mochila medio vacía y un corazón lleno de promesas. Yo la conocí en un supermercado —clásico escenario de los cuentos modernos de amor mediocre—. Ella estaba en la fila de la caja, contando monedas para pagar un estuche de maquillaje de los baratos. Yo, conmovido por su pobreza estética, le pagué la compra y le regalé una sonrisa.
Maldita sea la hora.
Yo soy petrosovio de nacimiento pero ciudadano de Gringolandia desde hace dos décadas. Pasé por lo mío, como todos. Papeles, entrevistas, juramentos y esa ceremonia ridícula donde te dan una banderita y te ponen a cantar el himno de un país que no tiene arepas, pero sí hamburguesas de unicornio y tocino. Sobreviví al proceso con dignidad, o eso creía.
Al principio, Bernarda era perfecta. Cariñosa, atenta, buena cocinera, con ese acento dulzón que uno no sabe si viene con café o con veneno. Me decía «mi rey», «mi gordito bello», «tú eres mi bendición migratoria». Bueno, la última parte no la decía, pero se le notaba en los ojos.
Nos hicimos novios.
A los tres meses ya sabía la contraseña de mi Netflix. A los seis meses ya tenía el cepillo de dientes en mi baño y su ropa en mi closet. A los nueve me decía que le dolía «vivir en la sombra», que su estatus ilegal era como «tener grilletes invisibles». Yo, que tengo corazón de gallina, le decía que todo se iba a arreglar, que el amor vencía cualquier frontera. Y ella sonreía. Pero no era una sonrisa de ternura, era una sonrisa de cálculo.
Al año exacto, en nuestro aniversario, me preparó un plato típico de su tierra —algo que sabía a nostalgia y a manteca de cochino—, me sirvió vino y me soltó la pregunta bomba.
—Mi amor, ¿cuándo nos casamos?
No fue un «¿te quieres casar conmigo?». Fue un «cuándo», como si ya hubiéramos tomado la decisión, como si el matrimonio fuera una parada más en el tren migratorio. Yo me atraganté con el arroz. Le dije, con la voz más suave que pude, que todavía era pronto. Que llevábamos solo un año. Que me encantaba estar con ella, pero que casarse era algo serio.
Bernarda se quedó callada.
Asintió.
Me dio un beso en la frente y recogió los platos. A las tres horas me dijo que necesitaba «espacio para pensar».
A la mañana siguiente me bloqueó de WhatsApp.
Y en la noche vino el drama.
Entró como un huracán por la puerta de mi apartamento y me lanzó el reproche de todos los siglos de la humanidad.
—¡Tú no me amas! ¡Solo me estás usando! ¡Eres un hombre inmaduro que no sabe lo que quiere!
Yo, perplejo, le pregunté si no estaba exagerando un poco. Que una cosa era no querer casarse aún, y otra muy distinta era declararme enemigo de los sentimientos.
Pero no. Bernarda ya venía con libreto.
Me acusó de no «invertir en el amor». Me dijo que ella no podía perder más tiempo con alguien que no tenía visión de futuro. Y entonces… entonces vino el golpe bajo.
Había abierto mi correo electrónico.
Sí, mi correo.
Ese lugar sagrado donde uno guarda sus suscripciones, sus newsletters, sus pedidos de Amazon, y sí… también sus memorias.
—¿Y esta tal Katrina? —me dijo, mostrando la pantalla de mi laptop como si fuera la gran evidencia en un tribunal internacional.
Katrina es una amiga mía de hace mil años. Casada, con hijos, vive en Hockeystán y tiene una vida más aburrida que la misa de los miércoles. Nos escribimos cada tanto, con nostalgia. Cosas como «me acuerdo de cuando íbamos al parque a hablar tonterías» o «qué habría pasado si tú y yo nos hubiéramos dado un beso en aquella fiesta».
¿Romántico? Tal vez. ¿Inocente? Totalmente. ¿Infidelidad? Ni por asomo.
Pero Bernarda ya había decidido el final de la historia.
—¡Tú me estás engañando emocionalmente! —gritó, como si hubiera encontrado una orgía en mi bandeja de entrada.
Yo no sabía si reírme, explicarme o huir por la ventana. Le dije que eso era una exageración, que Katrina era parte de mi pasado y que no había nada entre nosotros. Pero ya era tarde. La rabia de Bernarda no era rabia, era estrategia. Al día siguiente me dejó. Se fue sin decir adiós. Solo un mensaje en el espejo con labial rojo: «Gracias por nada».
Y aquí no se termina la historia.
Una semana más tarde —siete días, sí, exactos— veo una publicación en su nuevo perfil de Instagram. Nueva cuenta, nuevo nombre, nuevo novio. Un gringuito con cara de papá joven y camiseta de la NASA. En la foto aparecen sonriendo, con una leyenda que dice: «Cuando dejas de buscar, llega lo que mereces».
Y yo, que no estaba buscando, solo quería amar en paz.
No sé si ya se casaron. No sé si el pobre gringuito sabe lo que le espera. Lo único que sé es que a veces la gente no busca amor, busca un trámite con abrazos. Y a veces el corazón no se rompe… se usa como fotocopia del formulario I-130.
Así que sí.
Pobrecita Bernarda.
Tan dulce, tan fuerte, tan determinada, tan empoderada.
Tan de Cafeterra.
Y tan buena estudiante de migración estratégica.
El gringuito cree que encontró el amor, pero no sabe que es solo el medio, no el destino. No sabe que fue el reemplazo logístico de un plan malogrado.
Como yo.
Como tantos.
Porque cuando Bernarda ya tenga sus papeles, cuando ya no necesite permisos ni promesas, cuando por fin pueda respirar sin miedo a la migra ni a las fechas de vencimiento, ese día, sin drama ni despedida, se irá.
Como se fue de mí.
Y entonces, pobrecito él.
Porque a Bernarda no la rompe el sistema. Bernarda lo usa, lo exprime, y lo deja doblado junto a la cama.
Como a nosotros.
Pobrecita Bernarda.
Y más pobrecito el que venga después.
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