Skip to content Skip to footer

Manual de instrucciones para salir conmigo

No fue culpa de ella. Lo digo sin sarcasmo, por una vez. No fue culpa de su impaciencia, ni de sus putos gatos neuróticos con nombres de filósofos del siglo XIX, ni siquiera del algoritmo que nos emparejó como si fuera un Cupido subcontratado.

Fue mía.

Mía por pensar que esta vez sí, que esta vez sería distinto, que no volvería a necesitar una explicación previa de mí mismo para no decepcionar a nadie. Y sin embargo, ahí estaba otra vez: solo, frente al portátil, tratando de entender qué carajo pasó, mientras se enfriaba mi café americano y el recuerdo de su voz se me iba pegando al fondo del pecho como la estevia mal disuelta.

La conocí en Tinder.

Como casi todo el mundo ahora que las historias de amor empiezan con fueguitos y no con cartas. Su perfil no tenía frases motivacionales ni fotos con filtros de unicornio. Solo una imagen de ella en una librería, con gafas grandes que luego supe que no necesitaba, y una descripción sencilla: “Arquitecta. Viajo. Huyo. A veces diseño cosas”. Me pareció una declaración honesta. Le escribí algo sobre un edificio que parecía un acordeón derretido. Me respondió con un gif de un gato tomando vino. Y así empezó todo: con la promesa silenciosa de que, esta vez, podría funcionar.

En la primera cita hablamos de todo lo que no se habla en una primera cita: divorcios, terapia, paternidad, ansiedad. Yo le conté que tengo un hijo de seis años que es mitad huracán y mitad filósofo estoico. Ella me dijo que se acababa de mudar a este lado del planeta para “empezar de nuevo, o al menos fingirlo”. Acordamos, sin decirlo, que no haríamos promesas. Pero igual nos quedamos hasta que cerraron el bar.

En la segunda cita apareció con una bolsa de pan de masa madre y una botellita de vino tinto que pronunció como si acabara de bajarse de un vuelo a Santiago de Chile. Me contó que tenía un gato llamado Nietzsche que la había arañado por tratar de leerle en voz alta a las dos de la mañana. Yo le confesé que, cuando estoy muy cansado, me da por ponerme a escribir cartas que nunca envío. Nos reímos mucho. Demasiado. Ya sabes, esa risa que uno suelta solo cuando todavía no se ha mostrado del todo. Como una risa en borrador.

La tercera vez vino a casa. Se quitó los zapatos, saludó al cactus de la ventana como si fuera un viejo amigo y se instaló en mi cama como si la conociera de toda la vida. Me trajo una caja con bombones de los caros, de esos que uno no compra para uno mismo. Mientras calentábamos la cena, empezó a revisar mi estantería y preguntó si podía leer mi cuaderno. Le dije que no. No en plan borde, sino con la firmeza de quien sabe que algunas cosas no se tocan. Me miró con una ceja levantada, y se rió otra vez.

Esa noche nos acostamos.

Dormimos enredados.

Al día siguiente, cuando se despertó, me pidió un café. Se lo preparé, pero sin dirigirle la palabra. No porque no quisiera, sino porque me cuesta arrancar antes del café. Se lo preparé con cariño, pero en cámara lenta. Le faltaba azúcar, según ella. Y, probablemente, a ella paciencia. Pasaron algunas semanas. Salidas, mensajes, sobremesas con planes que no eran del todo planes. Yo hacía lo posible por no parecerme a mí mismo en mis relaciones anteriores. Intentaba leer entre líneas, no contestar demasiado rápido, no pedir más de la cuenta. Pero igual, como siempre, empecé a notar ese leve cambio de tono en sus mensajes. Esa especie de silencio decorado con emojis. Esos audios que empezaban con «hola» pero no terminaban en «nos vemos». Hasta que un día, en la misma terraza donde nos habíamos reído tanto la primera vez, me lo soltó sin protocolo.

—Jacinto, me gustas, pero siento que tienes demasiadas instrucciones —así, sin anestesia.

Me lo dijo con una voz dulce, como si me estuviera haciendo un favor. Yo me quedé en silencio unos segundos, no por sorpresa, sino por costumbre. Ya sabía que venía algo parecido. Siempre viene. La forma cambia, pero el fondo es el mismo.

—¿Instrucciones? —le pregunté, tratando de sonar ligero.

—Sí. O sea… que si no eres persona antes del café, que no toque tu libreta, que no te proponga ver una serie si ya la empecé… siento que para estar contigo hay que leerse un manual.

Me reí.

No porque hiciera gracia, sino porque prefería reír que explicarme otra vez. No tenía ganas de dar un taller express sobre cómo funciona alguien como yo. Alguien que tiene un hijo y una ex que aparece y desaparece como el WiFi de un aeropuerto, alguien que duerme con un ventilador encendido por trauma, no por calor. Alguien que necesita espacio y contacto al mismo tiempo, y que puede escribirte un poema y esfumarse al día siguiente porque no sabe cómo manejar la respuesta.

Quise decirle muchas cosas. Que no eran instrucciones, eran advertencias suaves. Que no eran reglas, sino mecanismos de defensa. Que si yo pudiera amar sin contradicciones, lo haría. Pero no dije nada. Porque ella ya se había ido, aunque todavía estaba sentada frente a mí.

Cuando se levantó, me dio un beso en la mejilla. Dijo «cuídate». No dijo «adiós». Pero lo fue. Esa misma tarde, abrí el portátil. No para escribirle, ni para buscar reemplazo, sino para dejar por escrito algo que llevaba años rumiando en la cabeza. Un manual. Uno de verdad. Pero no para que otros me entendieran, sino para entenderme yo. Una especie de autopsia emocional con formato de folleto.

Lo titulé con sorna: “Manual de instrucciones para salir conmigo (y no morir en el intento)”.

Y escribí todo.

Lo del café. Lo de no hablar cuando escribo. Lo de mi hijo. Lo de mis ausencias. Lo de mi necesidad de estar solo, incluso cuando quiero compañía. Lo escribí con rabia, pero también con ternura. Como quien se describe por última vez antes de rendirse.

Guardé el archivo en una carpeta sin nombre. Cerré el portátil. Me serví otro café, esta vez sin edulcorante, pero con un chorro de brandy. Y me prometí no volver a entregarme sin ese manual en la mano.

Aunque sé que nadie lo va a leer.

Y si lo leen, no se van a quedar.

Pero igual, aquí está.

Por si un día alguien se atreve a quedarse, incluso sabiendo que no tengo botón de reinicio ni garantía extendida. Que a veces fallo. Que me trabo. Que no siempre respondo bien a los comandos.

Y aun así, funciono.

De vez en cuando.

Para quien sepa leerme.

Foto: Freepik

5/5 - (5 votos)

Leave a comment

ESCRIBO PORQUE ME GUSTA Y PORQUE PUEDO

FREDDY BLAAN © 2025. Todos los derechos reservados.

Este sitio web es desarrollado por: