Mi historia comienza, como la de todos, con un hecho que se me hace imposible recordar: mi nacimiento. Era muy pequeño, frágil y vulnerable como para que ese momento haya sido capturado en mi hipocampo, que tal vez para aquel entonces era del tamaño de una hormiga ladrona, de esas amarillas.
La verdad es que no tengo mayores detalles de ese suceso. Aunque presumo que fue todo un acontecimiento. Lo cierto es que me contaron que ocurrió alrededor de las tres de la tarde de un 9 de enero de 1983, la misma fecha que aparece en aquella acta que he tenido que reproducir una y otra vez por culpa de la burocracia.
Me bautizaron católico y me incitaron a hacer la primera comunión, pero desde entonces puedo contar con una mano las veces que volví a la iglesia. De hecho, con los dedos sobrantes de esa mano, me permito enumerar a los amigos que he cosechado en todos estos años.
Soy Capricornio, aunque hasta el sol de hoy no sé muy bien para qué sirve eso. Con seguridad, estaba muy cómodo en la barriga de mi madre, Coromoto, porque de no ser por la intervención de aquel galeno quizá no estaría aquí trasnochado.
Lo cierto del caso es que llegué a este lugar un domingo, el día que menos me gustó en mi infancia porque, después de retozar y corretear por todo el barrio, a la mañana siguiente tenía que estar de nuevo en la escuela.
Pero en preescolar la pasé bien, en serio. Me divertí un mundo, aunque el único recuerdo fresco que tengo de aquella época es haber sido cagado por un pajarito enjaulado que estaba colgado en la ventana del salón de clases.
Por aquellos días aprendí a leer. Lo logré gracias a una regla de madera que mamá me rompió en las piernas. Esa fue la inevitable consecuencia de no avanzar, de no superar la “M” con “A”. Me costó mucho, pero ese coñazo activó mi cerebro y logré leer sin mayores trabas “mi mamá me mima”, una frase que no entendí, que no logré comprender sino hasta unos añitos más tarde.
Por ese entonces ya estaba en edad para ir al estadio. Papá me llevaba los fines de semana al béisbol, aunque nunca entendía la razón por la cual el pícher siempre intentaba engañar al bateador en complicidad con el catcher. Años después lo comprendí todo. El fútbol me gustaba más porque era más fácil ese asunto de meter goles.
La primaria no fue tan aburrida. Coromoto me daba unos poquitos bolívares para desayunar en el recreo, pero el hambre siempre fue más y terminaba comiéndole el desayuno a mi hermana Tita. Salvo a algún otro dibujo, nunca me destaqué en la escuela. Tal vez en primer grado figuré por mis notas, porque no podía disfrutar eso de estudiar en lugar de pasarme toda la tarde pateando un balón en la calle, que sí era divertido.
Fue en la calle donde conocí la otra parte de la vida, ese mundo del cual muy poco me hablaron en casa. En el barrio donde crecí era normal toparme con todo tipo de personajes. Había borrachos, drogadictos y desdichados por doquier, además de viejos amargados que no devolvían los balones de fútbol que caían en sus casas de forma accidental.
Las mudanzas estuvieron a la orden del día, pero en casa nunca me dejaron darme cuenta de que éramos pobres. Cuando se pudo, estudié en colegios privados. También cursé dos veces séptimo grado; no recuerdo muy bien por qué.
Mientras unos falsificaban la cédula para lucir mayores y así entrar a las discotecas, yo lo hacía para hacerme menor y jugar los torneos de futbolito que se organizaban por esa zona. La primera cerveza la probé en esas mismas calles y el primer cigarro en la universidad, pero ese asunto de meterte humo en los pulmones no me terminó de convencer.
El queratocono me condicionó la vida desde los 15, pero lo supe sobrellevar, muchas veces con éxito. Hoy en día se me hace imposible recordar la cantidad de lentes de contacto que perdí por culpa de las interminables deformaciones de la córnea.
Mi primer trabajo fue de office boy y luego fui repartidor de CDs. También vendí tostones, pero el negocio se vino a pique cuando me gasté las ganancias en chucherías.
Tuve un puñado de novias y a alguna le fui infiel. Coromoto me quiere tanto que no tuvo otra opción que alcahuetearme un par de veces con precisión por ese tema machista que te enseñan desde pequeño.
Conocí mi primera pena al pronunciar mal una palabra que no recuerdo muy bien cuál fue. Menos mal que eso ocurrió por teléfono, pero eso no fue suficiente para que ella me volviera a atender una llamada. Al día siguiente, inicié un largo proceso de ampliar mi vocabulario.
El primer beso se lo di a una gordita y el segundo a una novia que nunca fue. El tercero sucedió en bachillerato y con él llegaron un montón de experiencias que me abrieron la mente y despertaron las hormonas. Más adelante, la distancia fue la principal protagonista de una historia que me hizo entender lo importante que es la convivencia en una pareja, aunque la verdad fue más que eso.
Conocí cuaimas, mentirosas, aburridas, viciosas, cleptómanas, manipuladoras, chantajistas, plásticas, más alegres de lo que debían, dominantes y hasta pacientes de neurosis, además de otras que hacían lo que fuese para que las dejara en paz. No lo niego, aprendí de todas ellas.
Lamento mucho no haber sido novio de ninguna atleta y nunca olvidaré a aquella chica que me ignoró por completo a comienzos del bachillerato.
Hice el intento de ser futbolista, beisbolista y hasta basquetbolista, pero siempre fracasé. Cuando estuve a punto de elegir la carrera equivocada, me di cuenta de que podía hacer deporte desde otra perspectiva y me hice periodista. Estuve muchos años en la radio y pasé por la televisión, pero me cansé de trabajar gratis.
Fui empresario en la Cuarta República y al comienzo de la Quinta. Una vez choqué un coche que no era mío y en otra ocasión un motorizado casi acaba con mi vida, pero sobreviví gracias al cinturón de seguridad.
Estuve a punto de ahogarme un par de veces y fui víctima de atracos, como la mayoría de venezolanos. Sí, ellos siempre se salieron con la suya. Carezco de abolengo y mi origen está a algunos kilómetros de aquí.
Tengo deudas y si hay WiFi no importa dónde me encuentre. Puedo comer papas todos los días y si la pizza viene acompañada con un par de cervezas, entonces no se discute más.
Como todos, soy un ser humano defectuoso. He cometido tantos errores que hasta ya los olvidé, pero no cambiaría ninguno de ellos porque son el motivo por el cual hoy estoy aquí. Tenía tantas ganas de ser papá que ahora estoy viendo crecer a lo mejor que me ha ocurrido desde que emigré.
Me importa muy poco lo que opinen de mí porque, hagas lo que hagas, siempre habrá un sector que no estará de acuerdo. Aprendí que cumplir años no es garantía de crecer y tampoco de madurar. Creo con firmeza que el regirme por mis propias convicciones es el único camino que me permitirá avanzar. Prometí, por sobre todas las cosas, pasármela bien.
Estoy seguro, además, de que el tipo que soy es el resultado del niño que fui y de los fracasos que experimenté. Vivo en una constante batalla por renovarme y quizá por eso me aburra tan rápido de tantas cosas. Pudiera escribir todo un libro y a este cuento le faltarían anécdotas.
Esta historia, mi historia, comenzó hace más de 40 años en el Hospital Central de Barquisimeto y está claro que existen muchas otras cosas de mí que no aparecen —ni aparecerán— plasmadas aquí.
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