Lolita se ha divorciado. Ella nunca se imaginó verse divorciada a sus 30 años. Esa posibilidad nunca le pasó por la cabeza. Ella jamás se planteó ese escenario porque su relación con Miguelangel fue sólida desde el mismísimo momento en el cual se conocieron, hace cinco años en Miami.
Lolita, quien desempeña con éxito sus funciones como encargada del departamento de diseño gráfico en un popular periódico de Canarias, siempre sintió que su vida al lado de Miguelangel sería larga, próspera, llena de éxitos, con metas logradas en común y, desde luego, al menos un par de críos. Ella, en su época de adolescente, siempre soñó con un matrimonio próspero y rebosante de futuro.
Pero nada estuvo más lejos de la realidad. Por el contrario, tuvo que afrontar una etapa de divorcio larga, fastidiosa, aburrida y complicada, que demoró casi año y medio; primero, porque el papeleo se llevó a cabo tanto en España como en Venezuela y, segundo, porque Miguelangel y ella poseían bienes en común.
Se casaron hace poco más de tres años, y esa fue la principal razón por la cual Lolita tenía sentimientos encontrados. Le dolía, pero al mismo tiempo le alegraba, porque su matrimonio, poco antes de su segundo aniversario, dejó de ser una aventura para convertirse en una pesadilla.
Una vez que inició los trámites de divorcio, Lolita no estaba segura de lo que en realidad sentía ante esa situación que era nueva para ella, era inédita por completo. Pero, si de algo estaba segura, era de querer celebrar la disolución, el vínculo, su emancipación. Sentía que debía honrar su separación, hacer una fiesta de divorcio, una recepción, disfrutarla antes que vivir la ruptura como un duelo, como lo hacen la mayoría de los mortales.
Cuando esa idea le comenzó a hacer un guiño, Lolita recordó que, en el pasado, asistió a una fiesta de ese estilo en Madrid. Esa experiencia fue lo que le hizo sentir la necesidad de festejar su divorcio, de protagonizar su propia juerga, de ser la anfitriona de un festejo en su nombre, en especial porque no podía permitirse volver a ser libre sin la debida algarabía que requería el caso.
En la fiesta de sus recuerdos, siete años antes, Saraid, quien se mostraba muy feliz por haberse deshecho de su marido, organizó un gran guateque para un centenar de invitados, quienes bebieron hasta por los codos y bailaron al ritmo de un poco conocido grupo musical madrileño, en una bonita sala de espectáculos de la calle de Atocha.
Lolita ni siquiera estaba comprometida en ese momento; de hecho, no conocía a Miguelangel ni pensaba disfrutar de aquellas vacaciones en Miami, pero recuerda haber pensado en lo ridícula que se veía su amiga Saraid celebrando el final de su matrimonio.
Lolita siempre creyó que, cuando los matrimonios acababan, los dolidos exesposos optaban por deprimirse, por pasar semanas o meses despechados bajo las sábanas, a escondidas de todos, aislados del mundo, llorando sin parar. Ella estaba segura de que eso era lo que le esperaba, porque era justo lo que hacía cada vez que terminaban todas y cada una de las relaciones que tuvo en el pasado.
Pero esta vez, ella no se podía permitir repetir ese ritual de ruptura, y mucho menos después de que Miguelangel le había fallado al no haberse esforzado más por conseguir un empleo durante los tres años y medio que pasaron desde que aterrizó en Tenerife con su etiqueta de emigrante, proveniente de su Caracas natal. Ella no podía creer cómo un hombre de casi 35 años podía tomarse de manera tan deportiva esa situación.
Miguelangel, además, tres meses antes de iniciado el proceso de divorcio, se enrolló con Arianna, deportista de 22 años, ojos azules, delgada, medio rubia, hija de italianos y estudiante de psicología de la Universidad de La Laguna. Por eso, para Lolita, hacer una fiesta de divorcio tenía mucho sentido.
Fue así como, el pasado 14 de septiembre, Lolita celebró su fiesta de divorcio en la Pirámide de Arona, ahí, en pleno corazón de Playa Las Américas, al sur de Tenerife. Lolita escogió ese día porque era la fecha en la cual ella y Miguelangel habrían celebrado su tercer aniversario de bodas, con lo cual no existía una mejor fecha para oficiar el inicio de un nuevo capítulo en su vida.
Lolita no solo tuvo la fiesta de divorcio que quería, sino que, con alta probabilidad, organizó la mejor rumba de su vida. Festejó, brincó, saltó, bailó hasta el cansancio y se emborrachó hasta perder la consciencia. Pero antes de todo eso, ocurrieron muchas otras cosas, comenzando por haber llorado sin parar mientras se preparaba para la fiesta.
Lolita maquilló sus brillantes ojos café, pintó sus gruesos labios y enfundó con un ajustado vestido rojo su cuerpo de florero. Unos tacones le permitieron sumar cinco centímetros más a su habitual metro setenta.
Pero por muy atractiva, reluciente e, incluso, sexy que Lolita se mostraba, se sentía contrariada porque no podía contener el llanto. No era por tristeza, sino porque estaba emocionada. Las lágrimas eran independientes, resbalaban por sus mejillas de forma espontánea.
Lloró todo el tiempo; al llegar al lugar del evento, también cuando arribaron sus amigos y cuando rompía el envoltorio de cada uno de los obsequios, que iban desde cheques regalo para gastarlos en tiendas de ropa hasta juguetes sexuales y afines.
La fiesta de divorcio le sirvió a Lolita para entender que, incluso, las relaciones más estables pueden fallar, y eso no significa que se trate de un fracaso. Ese día, Lolita se dio cuenta de lo importante que era contar con sus personas más queridas, con sus amigos, aunque había cometido el error de apartarlos un poco de su día a día, porque puso su atención en Miguelangel casi con exclusividad.
Lolita entendió también que Miguelangel y ella, aunque estuvieron locamente enamorados en cierta etapa de su relación, eran dos personas que venían de mundos muy diferentes y, desde luego, eso les hacía ver la vida desde ópticas muy distintas.
También, ella comprendió que su matrimonio no fue un error. Haberse casado dos veces, en Caracas y en Santa Cruz de Tenerife, donde nació y creció, la había hecho asimilar que la vida está llena de experiencias, esas mismas que la han formado como mujer.
Más allá de ser la víctima, más allá de tener motivos para derrumbarse por lo mal que terminó su matrimonio, Lolita decidió ser la autora de su propia historia, cerrando ese capítulo con una celebración memorable.
El divorcio de Lolita le costó mucho dinero. Más, incluso, que el propio matrimonio. Pudo tratarse de la ruptura más cara de la historia, pero ella bien sabe que ha valido la pena cada euro invertido en ello.
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