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Me quedé sin el chivo y sin el mecate

Recuerdo con especial cariño —y algo de vergüenza— mi primer encuentro con la secundaria. Hasta entonces, había sido un estudiante destacado en la escuela, con altas calificaciones que llenaban de orgullo a Coromoto, mi madre. Pero al dejar la primaria atrás y adentrarme en la adolescencia, todo cambió. Para mí, aprobar un año escolar se convirtió en un deporte extremo: avanzar al filo, jugando con el límite, y apenas consiguiendo progresar con la nota justa, que era suficiente para mantenerme a flote, aunque precisamente ese primer año no lo logré. Estábamos en 1996 y tenía apenas 13 años cuando reprobé por primera vez. Los detalles de aquella época son vagos en mi memoria, pero lo que sí tengo muy claro es que, tras fracasar, tuve que cambiar de instituto para enfrentar mi desgracia con nuevos compañeros, al menos unos que no me hubieran visto naufragar académicamente.

En aquel nuevo centro, yo era el repitiente, una etiqueta que no solo me colocaba en un estatus peculiar, sino que también me daba ciertos poderes. Es decir, sabía más que los demás… o eso creía yo. El sistema era raro: solo debía concentrarme en las materias que había reprobado. Una de ellas era Ciencias Naturales y las otras dos mi memoria ha decidido borrarlas por afrenta, quizá, pero igual tenía que asistir a todas las clases. Esto me daba ventaja en las asignaturas que no me valían, porque ya las había visto un año antes. Me convertí en algo así como un experto, un pequeño dictador del aula.

Una profesora cuyo nombre no recuerdo tampoco, incluso, llegó a nombrarme su asistente. Sí, yo, el tipo que había repetido el año, ahora corregía los trabajos de mis compañeros. Lo veía como una especie de redención, pero ahora, desde mi punto de vista adulto, pienso que aquello era una aberración pedagógica.

Pronto me hice un grupo de amigos, cinco o seis en total. Entre ellos, estaban dos chicas que marcaron mi año: Mara y Silvia. Nombres bonitos, indudablemente. La primera de ellas, Mara, me encantaba. Hoy puedo decir que fue mi segundo gran amor platónico, aunque no se enteró jamás. Sí, yo era un chico muy enamoradizo. El año anterior, ese desgraciado año escolar, no hacía otra cosa que estar detrás de Rocío, mi primer amor platónico, quien, aunque se sentaba justo a mi derecha, no se enteró de mi existencia por andar detrás de Esteban. Pero esta es harina de otro costal.

Volviendo a Mara, todo lo que yo hacía, lo hacía por ella: intentaba destacar, ser gracioso, ser útil, todo en función de llamar su atención. Y funcionaba, pero solo para que me viera como el compañero listo, el repitiente que sabía más que los demás. Nada más. En cambio, Silvia, veía en mí algo más. Pero, claro, yo no podía darme cuenta porque estaba demasiado obsesionado con Mara.

Una mañana en el patio del colegio, durante el descanso, ocurrió algo que todavía recuerdo como si hubiera pasado ayer. Estábamos los cinco del grupo sentados en unas escaleras, hablando de tonterías y comiendo lo que nos habían empacado nuestras madres. Silvia, que estaba un escalón por debajo de mí, se recostó en mi pierna, y yo, con total naturalidad, la abracé desde atrás. Era algo común entre nosotros.

Mientras hablábamos, moví mi brazo para apretar su hombro, pero, en un fallo de cálculo digno de Newton explicando la gravedad, mi mano aterrizó directamente en una de sus tetas. No sé quién quedó más impactado, si ella o yo. Bueno, en realidad, ella no lo pareció tanto. Giró hacia mí con una sonrisa que hasta hoy no sé si era de complicidad o de burla.

Yo, rojo como un tomate en pleno verano, aparté la mano inmediatamente. No dije nada. ¿Qué podía decir? Que había sido un accidente, quizá, que mi cerebro había colapsado al mismo tiempo que mis reflejos, tal vez. Ella tampoco dijo nada, y el momento quedó ahí, suspendido, como un secreto silencioso entre los dos.

Horas más tarde, camino a casa, fui acompañado, como siempre, por Mara. Era mi rutina favorita: un trayecto largo que me regalaba minutos extras con ella. Pero esa tarde, la conversación tomó un giro inesperado.

—Me alegra que tengas algo con Silvia —soltó, como un disparo a quemarropa.

Su voz era casual, casi feliz.

—¿Qué? —respondí, como si me hubieran lanzado un balde de agua fría.

—Sí, que se gusten. Son geniales juntos. Ella es tan genial como tú —volvió a sonreír.

La cabeza me daba vueltas. ¿Cómo que algo con Silvia? ¡Yo no tenía nada con nadie! Así que tragué saliva y traté de explicarme.

—Yo… no entiendo de qué hablas —dije casi balbuceando.

—Silvia me lo dijo hoy. Me contó que ustedes están juntos desde esta mañana.

Fue como si me hubieran dado un puñetazo. Mis emociones estaban en caos: sorpresa, confusión, y una punzada de frustración porque Mara hablaba de esto con tanta naturalidad, como si no le importara.

Y claro, ahí entendí todo.

La teta.

Esa confusión universal entre un accidente y una declaración de amor había desencadenado un malentendido monumental.

Intenté arreglar las cosas con Mara.

—No es cierto. No tenemos nada. Yo no sé por qué dijo eso —solté como para no perder los puntos que creía que tenía con ella, sin buenos resultados.

—Entonces, habla con Silvia —me respondió, encogiéndose de hombros.

Me sentía hundido, tanto o más que cuando, unos meses atrás, me enteré de que tenía que repetir el año escolar. No podía creer que la chica que me encantaba estaba feliz por una supuesta relación que acababa de iniciar con nuestra compañera del cole, que aunque era guapa, no me gustaba.

Al día siguiente, en el receso, Silvia no tardó en abordar el tema. Pero no fue una conversación privada.

No.

Tuvo que ser delante de todos nuestros amigos.

—¿Cómo es eso de que no tenemos nada? —preguntó, con un leve tono de agresividad, mirándome directamente, con las manos en la cintura.

—Silvia… fue un accidente. Quería abrazarte, pero… erré el cálculo —apenas respondí.

—¿Un accidente? —repitió, cruzando los brazos—. Me agarraste una teta. ¡Eso no es cualquier cosa!

—¡Fue un error!

—Pues si fue un error, entonces terminamos.

¿Qué? ¿Cómo vamos a terminar algo que nunca empezó? ¿En serio? Giré hacia donde estaba Mara y su gesto lo único que me decía era que no le interesaba en lo más mínimo lo que estaba ocurriendo. Los demás miraban la escena con cara de que esto era mejor que la clase de matemáticas. Yo, por mi parte, quería que me tragara la tierra. Silvia, en cambio, estaba completamente segura de su lógica: si le había tocado una teta, eso significaba que éramos algo. Y si yo negaba ese algo, entonces debíamos terminarlo.

Intenté razonar con ella, pero no sirvió de nada. La situación se había salido de control. Silvia dejó de hablarme después de eso, y Mara… bueno, nunca me vio de otra forma que no fuera el repitiente inteligente.

Al final, me quedé, como decimos en Venezuela, sin el chivo y sin el mecate. Perdí la atención de Mara y la amistad cercana de Silvia. Lo único positivo que saqué de aquella experiencia fue haber tocado, sin querer, una de las tetas más perfectas que nunca vi. Y, aunque fue a través de la tela del uniforme escolar, puedo asegurar que no hay nostalgia más viva que la de un adolescente de 13 años recordando una anécdota que lo marcó para siempre.

Es increíble cómo una teta puede marcar un antes y un después en la vida de un niño.

Foto: Pexels

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