Después de publicar mi último relato, La mujer que me enseñó a abrazar, hace un par de días, abrí mi WhatsApp y le compartí el enlace de mi blog a una muy buena amiga, venezolana, expatriada, que vive en Estados Unidos y que, desde hace algún tiempo, había mostrado interés en leerme, pero que, por alguna razón u otra, no había conseguido hacerlo.
Al cabo de tres horas, recibí una llamada suya. Al cuarto o quinto repique atendí y tuve que enfrentarme a una observación con interrogatorio incluido que, si no fuera porque me lo planteó ella, quizá nunca habría sido consciente de ello, o tal vez sí, no sé.
—¿Por qué escribes tanto sobre mujeres? —me preguntó, sin siquiera saludarme.
Sonreí.
—¡Vaya manera de iniciar una conversación! —respondí con una carcajada.
Yo acababa de prepararme un café y me lo estaba sirviendo en mi taza favorita, una de Back To The Future que me regaló, como cosa rara, una mujer que ya no está en mi vida. Tras responderle, me dirigí hacia mi escritorio, ese que tengo en mi balcón, porque tenía la sospecha de que la conversación sería larga y profunda.
Interesante por demás.
La verdad es que Daniela y yo casi nunca hablamos, pero, cuando lo hacemos, esa charla o debate puede ocupar unas cuantas horas.
—Honestamente, lo hago inconscientemente —añadí—. Pero, supongo que lo hago porque ustedes son interesantes.
Vaya cliché.
¿Interesantes? ¿En serio? ¿Fue eso lo que realmente quise decir? No, pero en ese momento no se me ocurrió nada más.
Me gusta escribir y lo hago con mucha frecuencia, casi a diario, y la verdad es que, en la mayoría de mis textos, aparece alguna mujer que ha tenido algo que ver conmigo o con alguien que conozco. Podría inventarme a todos y cada uno de mis protagonistas, ahí está gran parte de la magia de la escritura, pero tengo que decir que los personajes que aparecen en mis historias están basados en humanos que conozco en la vida real, como, por ejemplo, Cayetana, aquella prostituta que dibujé en Así me enamoré de Málaga, una ficción que colgué en mi blog hace algunas semanas.
De Cayetana podría escribir un libro entero. Y, si tengo que elegir, prefiero escribir sobre ella antes que sobre la pobreza en el mundo o acerca del cambio climático. La verdad es que el tema de las mujeres destaca por encima de cualquier otro, no tanto por mi propia experiencia, sino por todo lo que ocurre a mi alrededor.
Y menciono a Cayetana porque es una mujer bondadosa. Las prostitutas también lo son. Ella es de esas personas que te hacen creer en la humanidad. Aunque, bueno, en realidad, escribir sobre Cayetana siempre es un riesgo, porque su nombre trae consigo un huracán de emociones y una historia tan larga que involucra a mucha gente.
Quizá la siguiente confesión vaya a dañar el sentido de mis historias, pero debo admitir que no suelo utilizar los servicios de mariposas nocturnas. En realidad, las veces que he estado involucrado ha sido en compañía de amigos, o por pura casualidad, porque no funciono con el sexo comprado. Soy escéptico, la verdad. Prefiero ganármelo a pulso antes de hacer un intercambio de necesidades con enfoque comercial.
A Cayetana la conocí así, por pura coincidencia. También a Deborah, aquella jovencita que aparece en El pecado que me define y con la cual mantengo contacto hasta el día de hoy.
Pero, mejor, volvamos con mi amiga.
—¿Entonces tus neuronas no te dan como para escribir sobre algo que no involucre a mujeres? —insistió ella.
—Claro que sí —le respondí, quizá demasiado rápido.
—No parece —replicó.
Su tono era tranquilo, pero las palabras me golpearon como un balde de agua fría.
—Es como si necesitaras a una mujer para validar tus historias, para darles vida. ¿No te molesta depender tanto de eso? —cuestionó.
Daniela no solía ser tan directa, pero en esta ocasión había dado justo en el clavo.
Me quedé en silencio un segundo más de lo debido y ella aprovechó para seguir.
—¿Y por qué todas son prostitutas, o swingers, o divorciadas, o mentirosas, o infieles? —agregó.
Pero, quizá sin quererlo, en ese momento Daniela entró en un terreno que me encanta, en el de las imperfecciones, en el terreno de la complejidad de las mujeres y del ser humano en general.
—Porque son reales, mujer —riposté en menos de un segundo—. ¿O acaso tú eres extraterrestre?
Yo, cuando me siento a escribir, lo primero que me viene a la mente es la figura de una mujer. Por lo general, no suelo vaciar en un relato alguna experiencia reciente, sino todo lo contrario: después de un tiempo mi imaginación genera una idea y empiezo a trabajar sobre ella utilizando el recuerdo más importante que tengo de cada momento vivido.
Daniela, así como Cayetana, es una gran mujer. Y no, Daniela no es prostituta. De hecho, no tengo nada negativo que decir sobre ella. Y no porque sea mi amiga o porque, con seguridad, leerá esto, sino porque ha sido correcta consigo misma más que con cualquier otra persona.
—¿Me estás etiquetando? ¿Estás diciendo que podría ser alguna de ellas? —se defendió.
Y sabía que lo haría.
—No, Dani —le contesté con un tono suave, haciéndole ver que ondeaba mi bandera blanca—. Pero divorciada estás; podrías ser Lolita, por ejemplo.
El debate entraba en calor y, aunque yo no tengo la capacidad de hacer dos cosas al mismo tiempo, mientras la escuchaba argumentar, intentaba ser honesto conmigo mismo y encontrar la razón por la cual encuentro tan fascinante escribir sobre ellas.
La verdad es que se me hace muy divertido hacerlas protagonistas de mis historias, especialmente a aquellas que se salen del molde. Sería malsano para mí mismo y exageradamente aburrido hablar de lo socialmente correctas que podrían ser. Eso no tiene carne, no tiene sabor, no me inspira, no me interesa.
Hay mujeres inspiradoras. María Corina Machado es una de ellas; Isabel Allende, otra. Pero yo, al menos la versión actual de mí, prefiero rasgar aquellas personalidades que podrían considerarse impuras o vulgares. Para mí, definitivamente, no lo son. Es más, me parecen más humanas que las políticamente correctas.
Me fascina escribir cómo una mujer me ata a una cama en Málaga y se lleva mi billetera después de darme la mejor noche de mi vida. Me da risa, lo disfruto. Mientras lo estoy escribiendo, me divierto, y esas son el tipo de historias que termino. De hecho, si al tercer párrafo no se me ha escapado una sonrisa, descarto esa historia inmediatamente.
Aún conservo la primera historia que escribí sobre una mujer. Afortunadamente nunca la publiqué y nunca lo haré. Si algo he aprendido, es que las mejores historias no buscan resolver nada. Se trata del caos que dejamos a nuestro paso.
Daniela, que siguió hablando y argumentando su postura, o las razones por las cuales debería reenfocar mis historias, con seguridad seguirá leyendo mi blog para criticarme en el futuro, preguntándose si algún día escribiré sobre el talento de una deportista o acerca de la capacidad de gestión de una abogada.
Pero, mientras tanto, yo seguiré compartiendo, con quien sea que me lea, este pequeño trozo de mi vida. En los textos, le seguiré dando las gracias a las mujeres reales que andan por ahí, porque sin ellas, amigo mío, no habría nada interesante que contar.
También debo agradecerle a Daniela por sus reproches y su conducta ante mis ideas. Le agradezco sus preguntas capciosas y por no entender del todo por qué escribo lo que escribo. Al final, creo yo, es en las cosas que no entendemos donde se esconden las mejores historias.
Por cierto, Daniela, con tu llamada, entre otras cosas, me has dado una razón más para seguir escribiendo sobre ustedes. Esta vez, has sido tú la protagonista.
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