Mi hija, Naty, tiene cinco años. Es adorable, curiosa y, a veces, sus preguntas me dejan en situaciones en las que no sé si reír o esconderme en el baño hasta que termine el día. Desde que Juancho, mi esposo, se fue de viaje por trabajo, las cosas en casa han sido un poco más caóticas de lo habitual. Tres meses fuera, en otro continente, y yo aquí, sobreviviendo a las dudas existenciales de una niña pequeña que parece tener el don de convertir cada conversación en una trampa emocional.
Hace un par de días, estábamos en la sala cuando me soltó, como quien pide una galleta, la frase que había estado diciendo de vez en cuando durante los últimos meses:
—Mamá, quiero una hermanita.
Solté el control remoto y la miré.
Otra vez lo mismo.
Llevaba semanas con esa idea fija en la cabeza, como si estuviera en una campaña intensiva para aumentar la población familiar. La primera vez que lo mencionó, me pareció gracioso, pero ahora empezaba a inquietarme. ¿Cómo le explicas a una niña de cinco años que tener hijos no es algo que se pueda hacer con un chasquido de dedos? No es hacer un huevo frito o un bocadillo mixto.
—Naty, ya te lo he dicho, cariño —respondí, intentando sonar paciente—. Papá está lejos, y sin él no puedo tener un bebé.
Ella me miró con esos ojitos grandes, de esos que te hacen sentir que no importa lo que digas, siempre vas a quedar como la mala del cuento. Pero no dijo nada. Y eso, en sí mismo, ya era preocupante.
Cuando Naty no responde inmediatamente, es porque está pensando algo, y ese “algo” nunca trae nada bueno.
Después de unos segundos de silencio, soltó la bomba:
—¿Por qué no puedes tener un bebé sin papá?
Oh, mierda.
Ahí estaba.
La temida pregunta.
La puerta que da entrada a ese oscuro mundo de explicaciones que no quieres dar. Intenté mantener la calma. ¿Cómo iba a explicarle esto a esta pequeña sin traumatizarla ni convertirme en una madre que da respuestas evasivas? Decidí ir por la opción más segura: la biología básica.
—Bueno, porque las mujeres no pueden tener bebés solas. Necesitan a un hombre.
Naty frunció el ceño, pero no del modo habitual. No era un gesto de frustración ni de incomprensión, sino más bien uno que indicaba que algo se estaba cocinando en su cabecita. Me preparé para lo peor.
—Entonces, llamemos al tío Rubén.
Casi me atraganto con mi propia saliva.
¿Cómo?
—¿Qué dijiste? —pregunté, aunque no estaba segura de querer escuchar su respuesta de nuevo.
—Que llamemos al tío Rubén. Si tú no puedes sola, y papá no está, podemos pedirle ayuda al tío.
Me quedé mirándola, intentando procesar lo que acababa de decir. Naty estaba ahí, tranquila, como si hubiera dado la solución más lógica del mundo. ¿Problema de bebés? ¡El tío Rubén! Claro, tenía sentido.
Para ella, Rubén es especial y muy familiar. Él siempre aparece con regalos, juega con ella y le enseña a hacer sonidos extraños con la boca. En su mente, si papá no podía estar, pues llamemos a la segunda opción más obvia: el tío Rubén.
—Naty… cariño… las cosas no funcionan así.
—¿Y por qué no? —me respondió, con la seguridad de alguien que sabe que tiene la razón.
Me sentí atrapada. ¿Cómo le explicaba ahora que “tener un bebé” no era como llamar a un fontanero para que arregle el plato de ducha? Intenté pensar rápido, pero lo único que se me venía a la mente era la imagen Rubén recibiendo una nueva llamada mía, esta vez para pedirle… otro tipo de ayuda.
No.
No podía permitir que esta conversación tomara ese rumbo.
—Porque…—intenté ganar tiempo—, porque los bebés solo se pueden hacer entre mamá y papá. Es algo especial, ¿entiendes?
Naty me miró sin pestañear, claramente sin entender ni una palabra de lo que acababa de decir.
—Pero si papá está muy lejos, entonces… ¿por qué no el tío Rubén? —insistió, con una lógica aplastante. En su mente, era una cuestión de logística, no de biología.
Intenté ponerme seria. Este era uno de esos momentos en los que las palabras debían ser cuidadosamente seleccionadas, porque de lo contrario podría terminar explicando cosas que no estaba preparada para explicar.
—Mira, Naty, tener un bebé es una cosa de mamá y papá. Nadie más puede participar, ¿vale? Es un poco complicado, pero ya cuando seas mayor lo entenderás mejor.
Ella mostró cara de frustración, volvió a fruncir el ceño, pero esta vez no fue porque estuviera pensando en una nueva solución. Claramente no estaba satisfecha con mi respuesta, pero sabía que había llegado a una especie de barrera invisible en la que, por alguna razón que ella desconocía, no podía insistir más.
Suspiré aliviada.
Al menos no estaba hablando del tío Rubén otra vez.
Me levanté para ir a la cocina a prepararle algo de comer cuando Naty, con la voz más inocente del mundo, me lanzó una pregunta que me congeló en seco:
—Mamá… ¡Quiero que el tío Rubén sea mi papá!
Mi cerebro hizo corto circuito.
—¡¿Qué?! —solté, girándome tan rápido que casi me caigo.
—Es que la abuela me dijo que antes de que naciera, el tío Rubén vivía con nosotros y siempre estaba contigo. Entonces pensé que, tal vez…
Mi mente se nubló. ¡Maldita sea, mamá! ¡Siempre metiendo la pata! Naty me miraba, esperando una respuesta. En mi cabeza, miles de imágenes y posibilidades absurdas. Esto no podía estar pasando. ¿Cómo una simple conversación sobre tener una hermanita acababa en este desastre?
—Cariño… —empecé, tragando saliva—, el tío Rubén no puede ser tu papá. Tu papá es tu papá. Rubén solo es… bueno, un amigo cercano.
Naty me miró fijamente, procesando mis palabras, y luego, con toda la tranquilidad del mundo, dijo:
—Ah, bueno. Pero si papá tarda mucho más en volver, ¿puedo llamarle papá al tío Rubén mientras tanto?
Me quedé en silencio.
Pero la verdad es que tiene mucha lógica que ella sienta esa conexión con Rubén, porque en realidad Rubén es mucho más de lo que ella cree que es. De hecho, este momento incómodo que Naty me acaba de hacer pasar, me está obligando a sacar cuentas y recordar la fecha exacta de mi despedida de soltera…
¡Mierda!
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