Hace cuatro meses conseguí un nuevo trabajo. En cualquier otro momento de mi vida, habría sido motivo para abrir una botella de vino y brindar conmigo misma. Pero no esta vez. No cuando el trabajo en cuestión estaba a hora y media de distancia. Y no hablo de una hora y media de esas en las cuales te pones tu podcast favorito y, para cuando te das cuenta, ya llegaste. No. Estoy hablando de una hora y media de trayecto infernal, 30 kilómetros que parecían 80 por el caos que significa hacer ese recorrido a diario. Así que haz las cuentas: una película de Netflix menos cada día. Tres horas diarias entre ir y venir, cada bendito día.
Vivía en La Guaira, lo que en teoría no es tan lejos de Caracas, si no fuera porque las vías de acceso parecen haber sido diseñadas por alguien que odiaba profundamente el concepto de llegar a tiempo. La montaña, las colas, la espera eterna por la infinita cantidad de carros movilizándose… Todo en contra de mi pobre paciencia. Y en medio de ese caos, me dije a mí misma:
—Saraid, esto no es sostenible. Te estás volviendo loca.
¿Lo peor? Era verdad.
Entonces, como toda mujer decidida que soy, o que finge ser, le di aviso al dueño del apartamento en La Guaira que me iría de ahí. Y lo hice con un mes de anticipación, porque no quería problemas. Pero lo que no sabía yo era que el verdadero problema estaba por venir.
—Hay polvo en las esquinas —me soltó el muy cretino cuando fue a revisar el apartamento.
—¿Perdón? —respondí, intentando entender si me estaba hablando en serio o si solo estaba buscando la excusa más ridícula posible para joderme.
—Sí, polvo. Y eso implica trabajo extra para limpiarlo. Así que, lo siento, pero me quedo con tu depósito.
¿Te imaginas lo que sentí? Me vi a mí misma, con las manos en su cuello, apretando. Pero, claro, en lugar de eso, sonreí de manera forzada, recogí lo poco que me quedaba de dignidad y me largué. Maldito miserable.
Lo bueno es que ya tenía un nuevo apartamento en Caracas. Bueno, “apartamento” es un decir. Era más bien una caja de zapatos con una cama y una cocina en un solo espacio. Cuatro veces más pequeño que el de La Guaira, pero ¡hey!, estaba a solo cinco minutos del trabajo. El lujo de poder dormir un poco más y no tener que recorrer media área metropolitana para llegar a la oficina me hizo sentir que todo valía la pena. Ya me veía en mi nueva vida: mañanas tranquilas, cafés en la terraza —si mi balcón de un metro cuadrado podía llamarse así— y cero estrés.
Ayer hice la mudanza.
Ayer, apenas ayer.
Pagué el mes por adelantado, firmé contrato y negocié con el de la camioneta para que no me cobrara más de lo que costaba el alquiler. Todo parecía ir sobre ruedas, pero el dueño del nuevo apartamento me miraba con cara de haber encontrado a una presa fácil mientras yo, en un ataque de confianza, firmaba sin leer la letra pequeña: no podía irme de ahí en menos de 12 meses, y si lo hacía, tenía que pagar como si aún viviera ahí.
Lo cierto es que fue un día muy largo, un desastre. Cajas por todos lados, yo sudando como si estuviera corriendo un maratón, y los vecinos mirándome como si hubiera invadido su precioso ecosistema. Pero lo hice. Me instalé. Sobreviví al caos.
Pero hoy, exactamente hoy, me llega un correo electrónico desde el departamento de recursos humanos de la empresa: “A partir de mañana, te pasamos a teletrabajo. Ya no necesitas venir a la oficina”.
Silencio.
No sabía si reír, llorar o romper el móvil.
¿Cómo es que justo cuando me mudo para estar cerca del trabajo, me mandan a trabajar desde casa? ¿Es en serio? Después de todo el drama, de los trámites, de la mudanza en medio del tráfico de Caracas… ahora tengo que hacer teletrabajo.
Me tiré en la cama —bueno, no es que tuviera mucho otro sitio donde tirarme en ese apartamento en miniatura— y me quedé mirando el techo.
Esto no puede estar pasándome a mí, me dije. Y mientras contemplaba las manchas de humedad —que, por cierto, no estaban en la visita inicial—, reí. Una risa nerviosa, histérica, esa que te sale cuando ya no te queda otra opción más que reírte de tu propia mala suerte.
Pero ¿sabes qué? No me quejo tanto. Sí, el estrés de la mudanza fue horrible, y sí, ahora no tiene sentido vivir cerca de la oficina, pero al menos, soy dueña de mi vida. Eso es algo que me gusta recordar cada vez que siento que el mundo se me viene encima. Después de mi divorcio, aprendí a disfrutar de mi soledad y de las ventajas de hacer lo que me da la gana, cuando me da la gana.
Desde entonces, cada vez que siento el estrés amenazando con aplastarme, recuerdo que no tengo que rendir cuentas a nadie. Ni un esposo, ni una suegra, ni nadie. Me gusta pensar que me gané este derecho a disfrutar de mi propio tiempo, y aunque el teletrabajo no era parte de mi plan, al menos ahora no tengo que sufrir las interminables colas de Caracas ni el trayecto infernal desde La Guaira.
Ahora que lo pienso, teletrabajo significa que puedo trabajar desde cualquier parte.
Sí, cualquier parte.
Y, por supuesto, la primera ciudad que me ha venido a la mente es Madrid. ¿Por qué no? Madrid siempre fue una especie de refugio para mí. Fue allí donde comencé a sentir que mi vida podía tener otro rumbo. Fue donde pasé esos años dorados de mi juventud. A veces, me pregunto si volver a Madrid no sería cerrar un maravilloso ciclo en mi vida que se vio interrumpido algunos años atrás.
Podría alquilar un Airbnb bonito, cerca de Chueca, donde siempre hay movimiento, donde la ciudad está viva a cualquier hora del día o de la noche. Trabajar por la mañana, salir a tomar cañas por la tarde, y reencontrarme con algunos viejos amigos. ¿Teletrabajo? No suena mal hacerlo desde una terraza en Madrid, viendo a la gente pasar. Un mes, dos meses… quién sabe. Incluso podría aprovechar para darle una llamada a Lolita y recordarle lo mucho que echamos de menos esas noches de fiesta.
Pero, siendo honesta, en este momento, no me apetece inventar nada. Tal vez más adelante, cuando ya haya digerido todo esto, me anime. Pero por ahora, me quedaré tranquila. Tranquila, aquí en mi nueva cuevita de Caracas, sin necesidad de moverme de lunes a viernes, trabajando desde mi cama y con una bonita vista… hacia el edificio de enfrente.
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