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Les debo el epílogo

Nunca fui bueno con los finales. De hecho, si has leído alguna de mis historias, sabrás que en algún momento te he dejado con la incógnita más grande de todas: ¿qué fue lo que realmente pasó? Ah, pero no me malinterpretes, no es que no lo sepa… es que no quiero decirlo. O mejor dicho, no puedo.

Así que aquí estoy, con un capítulo más entre manos, cuando debería estar escribiendo el desenlace de esta trama que comenzó hace ya… ¿cuánto tiempo? Ni yo mismo lo sé con certeza. Pero la cosa es que lo importante no es cómo termina, sino lo que ocurrió en el camino. Bueno, eso es lo que me repito cuando la holgazanería de cerrar ciclos me invade.

Tal vez lo que más disfruto es ese momento en que todo está a punto de terminar, pero no, no es así. Es como si una fuerza invisible me obligara a detenerme justo antes de que las cosas se cierren por completo. ¿Y por qué cerrarlas? ¿No es más interesante dejarlas abiertas? Que el lector siga preguntándose, que se frustre un poco, que me odie un ratito. Yo me divierto.

Vamos, Freddy… ¿y el epílogo? Me preguntas, como si yo realmente te debiera algo.

Y en cierto modo, sí, te lo debo. Pero te advierto que no será lo que esperas. Porque el epílogo es una trampa. Nos han hecho creer que las historias necesitan un final perfecto, algo que cierre todo con un lazo bonito. Pero la vida no es así. A veces, las cosas simplemente… no se resuelven. Como eso que te ocurrió hace unos días, o aquello que viviste la semana pasada.

Mira, ¿te has dado cuenta de que en los bares, especialmente esos que parecen sacados de una película mala, siempre hay un tipo en la barra que nunca se va? Ese tipo soy yo, metafóricamente hablando, claro. Estoy aquí, en Valladolid, en este bar que ya he descrito antes, donde parece que todo debería tener un desenlace, pero no lo tiene.

Kalel está aquí, sentado en su rincón habitual, probablemente intentando descifrar algún misterio que ni él mismo entiende. Andrés, fiel a su estilo, juguetea con una botella vacía, evitando a toda costa cualquier conversación que implique introspección. Juancho, ignorando lo que Marta hace a sus espaldas, siempre está listo para contar una historia; mientras que Henry sigue esperando un mensaje que no llega. ¿Miguelangel? Bueno, más adelante hablaré un poco de su desastre.

Te preguntarás, ¿por qué estamos todos aquí de nuevo? Y más importante aún, ¿por qué sigo postergando ese laberíntico final? La respuesta es sencilla: porque no quiero dártelo. No todavía.

De repente, la puerta del bar se abre. Y sí, ya sé lo que estás pensando: «¿En serio? ¿Otra vez?» Pues sí, otra vez. Porque la repetición es la esencia del caos. O algo así. No me cites en esto. Entra un grupo de chicas. Y no, no es una coincidencia. Si has leído antes lo que escribí sobre un lugar parecido a este, ya sabes lo que viene. Pero esta vez, quizá te sorprenda… ¿O no?

Ahí están. Irrumpen en el bar con esa energía que solo las personas que tienen todas las respuestas pueden traer consigo. Se mueven como si el mundo entero fuera suyo, y en cierto modo, lo es. Porque, ¿quién tiene el poder en una historia sino los que hacen las preguntas difíciles?

—A ver, chicos… ¿queréis que os expliquemos qué es eso de “emocionalmente disponible”? —pregunta la líder del grupo, con una sonrisa que no tiene nada de inocente.

Lo sé. Lo sé. Esa misma pregunta. Esa que lancé en El planeta de los hombres y que, por razones que ni yo comprendo del todo, nunca tuvo respuesta. Porque a veces no se trata de tener respuestas. A veces, se trata de dejar que las preguntas incomoden lo suficiente como para que no puedas ignorarlas.

Kalel se revuelve en su asiento. Andrés sigue concentrado en su botella, Juancho se queda en silencio, lo cual ya es raro de por sí, y Henry le envía un texto a otra chica. Olvidémonos de Miguelangel.

Y ahora que lo menciono… Henry. Sí, Henry es de aquellos tipos que se han vuelto incendiarios por culpa de sus fracasos. Él ya no busca, sino que disfruta de lo trivial, como aquello que ocurrió en un bar de Tenerife con La videógrafa francesa que lo dejó con más ganas que un mal estudiante esperando el fin de semestre en la primera semana de clases.

Te cuento esto porque esa historia merece ser recordada, aunque Henry preferiría que no lo hiciera. Años atrás, en Tenerife, Henry se topó con una videógrafa francesa en un bar. No era cualquier encuentro, claro. Fue el tipo de encuentro que se queda contigo. Ella era rubia, alta, y tenía esos ojos que desarmaban a cualquiera. Y Henry, claro, fue desarmado. Luego, se fue a Madrid y quiso protagonizar un juego de rol con X, que terminó de una manera muy abrupta. Sí, volvemos a los finales inconclusos.

Me gusta exponer a mis personajes, pero los respeto un poco. Me encanta desnudarlos pero no desvestirlos del todo. Henry, por ejemplo, podría ser tu alter ego. Pareciera que se las sabe todas, pero él es un simple recordatorio de que en la vida no siempre las cosas salen como uno quiere. A él, sin embargo, eso parece no importarle mucho. Sigue con su sonrisa de siempre.

Pero volvamos al presente. Las chicas ya se han acomodado en sus asientos. Ellas también parecen saber lo que está ocurriendo, como si estuvieran al tanto de que el final de esta historia no está en sus manos, ni en las mías. Kalel las mira de reojo, Andrés sigue atrapado en su botella, y Miguelangel… bueno, él es el que peor me cae de todos.

¿Y yo? Yo te sigo debiendo un epílogo. Porque, ¿qué es un epílogo sino una manera de ponerle fin a algo que no quiere terminar? Las chicas parecen listas para retomar la conversación que dejamos en suspenso. Pero yo ya no quiero escribir más. Esta historia, como tantas otras, puede seguir indefinidamente.

Les debo el epílogo, en serio. Ninguno de mis personajes me escucha, pero tú sí.

Y así te dejo. Con esta historia que nunca termina, con personajes que siguen viviendo en ese bar, preguntándose por cosas que quizá nunca comprendan del todo. Porque, al final del día, los finales son sobrevalorados. Lo que importa es el caos que dejamos en el camino. Quizá, mientras sigues leyendo, estas chicas ya han terminado de explicar lo que es estar emocionalmente disponible, pero tú nunca lo sabrás. Eso, querido lector, es parte del caos.

Foto: Freepik

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