Skip to content Skip to sidebar Skip to footer

La mujer que me enseñó a abrazar

Nos habíamos visto antes, muchas veces, pero nunca así. K siempre había sido la mujer con la que, en otra vida, quizá habría cruzado caminos de una manera distinta. Pero no fue así. Ella fue la novia de mi hermano mayor durante años. Una relación intensa y complicada que se desvaneció, como suelen hacerlo las cosas que se sostienen con más pasión que razón.

Pero anoche, después de siete años de no verla, algo en ella seguía resonando en mi memoria como un acorde disonante, del tipo Bdim7. La fiesta de divorcio de Lolita estaba en su punto más alto cuando la vi cruzar por la puerta, con la misma elegancia despreocupada que recordaba. La multitud la saludó con un entusiasmo que no compartí.

Siempre pensé que K era la única persona que lograba arrancarle un poco de humanidad a mi hermano. Erick siempre fue el fuerte, el que no se quebraba por nada, pero con ella era diferente. Recuerdo una noche en casa, incluso, poco antes de terminar la relación, lo vi mirarla mientras ella leía en el sofá. Esa mirada no era de mi hermano, era de alguien que sabía lo que era necesitar a alguien de verdad. Tal vez por eso me perturbó tanto verla entrar anoche: ella era la única que logró hacer sangrar a Erick.

Me quedé en un rincón, fingiendo estudiar el contenido de mi vaso de ron, mientras ella avanzaba por la sala, saludando con la familiaridad de quien vuelve a un lugar donde alguna vez fue querida. Cuando finalmente nuestras miradas se encontraron, sentí que el tiempo hacía un esfuerzo por doblarse sobre sí mismo.

—¡Eddie! —expresó, acercándose con una sonrisa que no supe si calificar de burla o ternura.
—¡K! Han pasado… ¿siete años? —respondí intentando sonar casual, como si no hubiera contado cada uno de esos años.
—Algo así. Y aún te ves igual —respondió, con un tono divertido y una evidente alegría.
—La genética me ha tratado bien, supongo. A algunos nos toca —susurré.

Se rió, y el sonido fue tan genuino que me desarmó. Era la misma risa que escuchaba desde la habitación contigua cuando ella y mi hermano aún compartían la vida, antes de que todo terminara en silencios y adioses secos. La risa que yo, en secreto, había envidiado por tener la capacidad de llenar cualquier espacio.

Hablamos un rato de cosas banales: viajes, trabajos, las aventuras de la vida adulta que nunca se sienten tan heroicas como uno las imagina. Pero cuando las risas se apagaron y la conversación quedó suspendida en el aire, K me miró fijamente, mientras su sonrisa se desvanecía en una seriedad que me puso nervioso de inmediato.

—Siempre fuiste malo abrazando, Eddie —soltó de pronto, con un tono tan seguro que me dejó paralizado.

Me reí.

Sí, reí, aunque el sonido salió más tenso de lo que pretendía.

—¿Abrazar? ¿De qué hablas, K?
—Sabes a lo que me refiero. Siempre tenías esa distancia. Incluso con tu familia. Siempre fuiste el que se quedaba de pie en las despedidas, con las manos en los bolsillos, como si temieras que un abrazo pudiera hacerte pedazos.

El comentario me cayó como una losa. No porque fuera falso, sino porque era peligrosamente cierto. Era cierto entonces y lo seguía siendo ahora, años después, cuando la gente seguía girando alrededor de mí sin llegar nunca a tocarme de verdad.

—Eso es porque siempre supe que los abrazos son traicioneros. Dejas que alguien te abrace, y de repente estás expuesto —dije, sin siquiera intentar convertirlo en una broma.
—Aún piensas así, entiendo —replicó, sin apartar la vista.

La terraza se sentía más pequeña de lo que era, el aire más denso. No estábamos solos, pero en ese momento, podría haber jurado que el resto del mundo había desaparecido. Su mirada tenía un peso que me obligaba a enfrentarme a mí mismo, a todas las cosas que había guardado en la habitación trasera de mi mente, justo adonde los pensamientos incómodos se mudan poco antes de morir.

—Y tú sigues sabiendo cómo ver más allá de lo que muestro —dije, sorprendido por la honestidad que dejé escapar.

K se acercó un poco más. Sus dedos rozaron la manga de mi camisa, y sentí que el espacio entre nosotros se llenaba de preguntas sin respuesta, de un deseo antiguo que nunca se atrevió a salir a la superficie.

—Siempre me pregunté qué hubiera pasado si… —dejó la frase incompleta, pero no hacía falta que la terminara.

Ambos sabíamos lo que implicaba.

La noche intentaba continuar, pero el tiempo parecía ir más despacio, malintencionadamente. Lo que empezó como una conversación casual se transformó en algo más. Luego, nos alejamos de la terraza, buscando un rincón más tranquilo. La casa estaba llena de risas y música. Todos celebraban la nueva etapa que Lolita estaba iniciando, pero a nuestro alrededor todo era silencio.

—K, si sigues jugando con esto, es posible que no haya marcha atrás —le advertí, consciente de lo que estaba poniendo en juego.

También era consciente de que ella era la única mujer que alguna vez había traspasado las defensas que construí con tanto esmero.

—¿Y si nunca debió haber marcha atrás, Eddie? —contraatacó, esta vez, con palabras suaves, pero cargadas de algo que me hizo estremecer.

Sus dedos se cerraron alrededor de mi muñeca, y el contacto fue muy simple, pero devastador al mismo tiempo.

No sé quién se movió primero, si fui yo o fue ella. Solo recuerdo el sabor de su vino en mis labios, la calidez que me invadió al besarla, y la certeza de que no había nada metafórico en lo que K había venido a enseñarme.

Sus manos se deslizaron por mi espalda. Sentí algo que nunca antes había percibido en un abrazo. No era solo calidez; era un peso, pero no uno que aplasta, sino el tipo de peso que te ancla a algo real. El aroma tenue de su perfume se mezclaba con el sabor de sus labios. Por un momento, todo se detuvo. Era como si el mundo estuviera fuera de foco y el único punto nítido fuera este: el roce de su mejilla contra la mía, el ritmo lento de su respiración, el latido de su corazón que sentí contra mi pecho.

Anoche, por primera vez, entendí lo que K quiso decir. Abrazar no era solo un acto físico. Era dejar que alguien se adentrara en las ruinas que uno intenta ocultar, sin miedo a que descubran lo que hay dentro. Era exponerse a la posibilidad de reconstruir o, quizá, simplemente de aceptar que hay ciertas cosas que no necesitan ser reparadas.

Cuando la noche terminó, y las luces de la ciudad empezaron a apagarse, supe que algo en mí había cambiado. No era solo K la que había regresado a mi vida, sino la parte de mí que, durante años, se había negado a dejarse abrazar.

Por otro lado, y de manera inesperada, había desbloqueado una fantasía. He vuelto a ver a la que una vez fue mujer de mi hermano, pero esta vez, por vez primera, la he detallado tal y como la imaginé tantas veces. Me tocará ahora pensar si contárselo a Erick es siquiera una opción, aunque, como tantas cosas en esta vida, hay secretos que simplemente deben guardarse bajo llave.

Foto: Freepik

5/5 - (3 votos)

Dejar un comentario