Estaba por expirar el domingo, eran las 11:11 de la noche y el día ya no daba para más. Había agotado toda la energía y mi cerebro estaba a punto de apagarse. Me disponía a dormir, tal y como lo hacían desde hace rato el resto de los habitantes de este piso; me refiero a Paulina y a mi pequeño Max.
Hago la rutina de todas las noches: termino de mirar mi timeline de Instagram y confirmo que la alarma está, como de costumbre, puesta para sonar a las 6:30 de la mañana. Dejo caer el móvil sobre la mesa de noche y me sumerjo debajo de la colcha justo después de cerrar los ojos. Estaba por completo a oscuras y, por la minúscula abertura que dejaba la ventana, comenzaba a colarse un penetrante aire fresco, muy parecido al que llega con el otoño.
Inhalaba oxígeno con una pasmosa tranquilidad y mi mente se comenzaba a quedar en blanco. Sentía que me perdía, la noción del tiempo se desvanecía, no existía nada en este mundo que pudiera mantenerme despierto durante los próximos dos minutos, al menos eso creía yo. Cuando estaba a solo un suspiro de desconectarme del mundo consciente, de manera sorpresiva comenzaron a sonar unos muy fuertes golpes provenientes de la pared que da hacia el piso de mi vecina María, una canaria poco sociable y maestra de escuela.
Me espabilé. Por un segundo pensé que se trataba de un martillo o algo por el estilo, pero mientras transcurrían los segundos, el sueño me abandonaba y de forma simultánea los sentidos se avivaron para informarme que lo que estaba escuchando era nada más y nada menos que unos violentos embates de algún macho alfa contra, supuse, mi lujuriosa y sumisa vecina.
No me lo podía creer. No es que mi vecina María no esté en edad de copular como una fiera. De hecho, con sus cincuenta y tantos años encima, está en plena facultad de vivir la vida tal y como se le venga en gana, de identificar con exactitud lo que le gusta y lo que no, lo que le pone y lo que le enfría, etc. Vamos, que a los cincuenta nadie va a venir a enseñarte o a explicarte lo que debes o tienes que hacer, eso es evidente.
Además, tratándose de una mujer soltera, este tipo de degustaciones pueden presentarse, de forma eventual, en cualquier situación y en cualquier momento. Eso es normal. No estaba enfadado, para nada. Ni tampoco me molestaba que me estuviesen arrebatando el sueño de una manera descerrajada.
Mi incredulidad se debía, con exactitud, a que no era el mejor lugar para estar protagonizando un espectáculo auditivo y salvaje de ese tipo, no porque yo sea pudoroso ni mucho menos, ya saben que no soy muy religioso en ese sentido, sino porque existen unas normas de convivencia establecidas en una comunidad que ha sido enfática en condenar espectáculos de este calibre, y de los cuales yo mismo he sido protagonista en el pasado.
Además de mi vecina María y nosotros, desde luego, otras tres familias viven en este bloque. Convivimos con una pareja joven, tres niños, un adolescente y un par de sexagenarias, de las cuales destaca la amargada doña Lucía, quien comparte su vivienda con un perro y una tortuga. Así las cosas, se supone que en este horario cualquier tipo de ruido animoso pudiera atentar contra la paz del lugar.
Habían pasado apenas 15 segundos desde que recuperé mi consciencia y el momento era protagonizado por un ruido estruendoso, ensordecedor, retumbante y escandaloso, un vaivén brutal, una estridencia al más puro estilo de una producción pornográfica escabrosa, de esas que solían protagonizar las populares Stoya, Sasha Grey y el mismísimo Nacho Vidal en sus épocas de gloria.
Era violencia en su máxima expresión. Toda una sesión de sexo envalentonado, fanfarrón, con mucha ira; incluso, me podía imaginar que el evento estaba dirigido por un amo castigador que empotraba a su sumisa tal y como le apetecía, con intensidad, con una serie de ejercicios y ataques que le producían aquellos gritos que ahogaban por completo cualquier intento de gemido espontáneo.
Es que cada segundo que se cumplía se convertía en un cuarto de hora para mí. Parpadeaba incrédulo por la magnitud de aquellos acordes desafinados que alteraban el ambiente en todo el edificio.
Y no me causaba placer. Ni siquiera mi mente creativa podría recrear lo que en realidad estaba pasando detrás de la pared, porque no era algo erótico. Era más una masacre que un acto de perversión. Parecía que el mundo se fuese a acabar y ellos estaban dándolo todo para morir felices y sin deudas con la vida.
Sentía que en cualquier momento doña Lucía, la dueña del bichón maltés y la tortuga mediterránea, saldría a irrumpir en esa función de sexo salvaje con unos tantos golpes a la puerta, pero, de un momento a otro y como por arte de magia, todo quedó en completo silencio, como si se tratara de un paréntesis, como si no hubiese ocurrido nada en lo absoluto, como cuando estás viendo una película a todo volumen y de pronto presionas el botón de pausa, así, tal cual.
De una manera asombrosa no se escuchaba más que el grillar de los insectos machos de la noche. También me sorprendía que Paulina no se haya despertado con el alboroto del momento y que Max no haya, ni siquiera, hecho uno de esos movimientos característicos que todo pequeño de muy temprana edad efectúa cuando se presenta algún estruendo mientras duerme.
El silencio era tal, que, incluso, se escuchaba el viento silbar y, con él, comenzaba a entrar más frío de lo habitual, con lo cual me tuve que levantar de la cama para cerrar la ventana. Estando ya de pie y aún atónito con lo que había escuchado, me fui a la cocina a buscar, como mínimo, un vaso de agua para intentar digerir lo que mis oídos habían consumido momentos antes.
Yo, ni en el momento de mayor clímax de mi vida, he follado de una manera tan animal como la que acababa de escuchar, como la forma en la cual ese Superman coronaba con mi vecina María. Enhorabuena por ella, por ellos, digo, porque más allá del show de medianoche, se lo han pasado a tope, con irresponsabilidad, como se tienen que vivir ciertos momentos de la vida.
Al final creo que lo que en realidad me consumió durante esos eternos minutos fue una suerte de envidia. Sí, envidia malsana, envidia rabiosa, envidia por no ser yo el intrépido semental que, por una noche, le haya importado poco, o nada, lo que puedan decir o pensar los miembros de la comunidad.
En fin, quiero pensar que mi vecina María ha quedado viva. Si es así –pensé– le daré los buenos días por la mañana cuando coincidamos de nuevo en el ascensor, como todos los días. Y con seguridad serán muy buenos, con certeza, para ella, el mejor día de todos estos años en los cuales no se le ha visto compañía ni al salir, ni al entrar a casa.
María, con seguridad, se la pasó tan bien que ni siquiera se detuvo a pensar en lo que pudiéramos haber escuchado los seres humanos corrientes, los mortales como nosotros. Pero, aunque solo habían pasado 12 minutos, ya era suficiente. En ese momento –me dije– ya veré qué ocurrirá al amanecer. De momento, tocaba aprovechar el tranquilo silencio de la joven noche para intentar recuperar el aturdido sueño, que se había marchado por un instante gracias a la indiscreción de mi vecina María.
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