El característico bullicio nocturno proveniente del Passeig Marítim de la Barceloneta se colaba por la ventana de nuestra habitación. El reloj marcaba poco más de las dos de la madrugada del lunes 23 de abril de 2018 y nos preparábamos para pasar juntos la Diada de Sant Jordi por quinto año consecutivo.
Después de hacer el amor, Elisa y yo nos levantamos del grand king y exhibimos nuestros exhaustos y desnudos cuerpos por el balcón de la habitación, nuestra habitación, la número 506, en el mismo hotel de siempre, el de costumbre, aquel búnker con increíble vista panorámica de la platja del Somorrostro y del mar Mediterráneo, gracias a su espectacular ubicación, en la Carrer de la Marina, muy cerca del Port Olímpic.
Elisa me abrazó desde atrás, intentando cubrirse de la tímida brisa que se colaba entre nosotros, y apoyó su rostro en mi espalda, mientras comenzaba a contar las pocas estrellas que esa noche eran visibles en el firmamento.
Pero no quería dejar de mirarla, de detallarla, no me quería perder sus gestos ni por un segundo. Adoraba detallar su rostro, así que me giré, la sujeté por las caderas y le estampé un beso en la frente, antes de que dos gordas lágrimas se deslizaran por mis mejillas.
El momento era tan idílico que no podía creer que ese sería nuestro último Sant Jordi. Siempre pensé que era más probable que se iniciara la terraformación de Marte en alguna década de este siglo, antes de no volver a verla nunca más.
Ocho años antes, Elisa y yo nos conocimos durante un vuelo hacia Barcelona desde Barajas. Ella iba de regreso a casa, luego de pasar una semana con su hermana Florencia, quien estaba enferma por esos días, mientras que yo, ciegamente hincha del FC Barcelona, iba camino a presenciar una de las victorias azulgranas más memorables de toda su historia, ante el Real Madrid, a quien batió por 5-0 con doblete de David Villa.
Coincidimos en la fila tres. Elisa ya estaba sentada en la butaca B cuando llegué. Ella tuvo que ponerse de pie para permitirme sentarme en la ventanilla. Esa fue nuestra primera interacción.
El vuelo estuvo de lo más tranquilo. Elisa y yo, en realidad, no hablamos durante la primera media hora, pero me interrumpió cuando leía la página 28 de La mujer del viajero en el tiempo, una novela de Audrey Niffenegger.
—A mí me gustó mucho —rompió el silencio Elisa, mientras señalaba la novela con su dedo índice derecho—. Pero si me tocara vivir la vida de Clare, terminaría en un manicomio.
Esas primeras palabras, adobadas por una tierna sonrisa, desencadenaron una extensa conversación que se mantuvo, incluso, hasta después de aterrizar en la capital catalana. En el Prat, le invité a tomar algo y pudimos charlar durante una hora más, hasta que su marido pasó a recogerla.
Antes de abandonar el aeropuerto, Elisa apuntó mi número telefónico, pero no me dejó el suyo. Yo estaría en Barcelona por tres o cuatro días, con lo cual, me daba tiempo para volver a verla; sin embargo, al no tener cómo contactarla, dependía por completo de una comunicación de su parte.
Sin noticias de ella, regresé a Madrid, donde tenía mi residencia por aquellos años. Pasaron los días y no podía dejar de pensar en Elisa, quien me había cautivado por completo. Sin embargo, cuando me estaba acostumbrando a no saber de ella, recibí un mensaje de un número desconocido, con exactitud, un mes después de haber cogido aquel vuelo.
—Hola, soy Elisa. ¿Cómo estás? Estoy en Madrid y pensé que podríamos repetir aquel café que nos tomamos en Barcelona —leí a través de WhatsApp.
La llamé enseguida y quedamos para vernos esa noche. Elisa había vuelto a Madrid porque Florencia, quien vivía sola, volvió a enfermar y tenía que recibir cuidados inmediatos. Florencia, mayor que Elisa por nueve años, tiene un sistema inmune muy frágil, por lo que es muy propensa a indisponerse.
Diez días exactos estuvo Elisa en Madrid. Nos conocimos muy bien. Salimos casi a diario durante ese tiempo. El vínculo que inició un mes atrás en Barcelona se hizo más fuerte y comenzamos a sentir deseo el uno por el otro.
Elisa no solo estaba casada, sino que tenía dos niñas, una de siete años y otra pequeña de cuatro, pero eso parecía no importarle. Nuestras ganas y la necesidad de estar juntos eran tan fuertes que parecíamos marido y mujer durante nuestros encuentros. Al final de esos diez días ella volvió a Barcelona, pero esta vez sí estuvimos en contacto permanente.
Elisa siempre buscó la manera de quedarse sola para charlar conmigo, aunque fuese solo durante unos minutos. Cuando no se podía hablar, chateábamos por WhatsApp. Por aquellos primeros meses, yo también tenía una relación, o a decir verdad, tenía varias, pero cuando Elisa aparecía, las demás quedaban a un lado y Elisa estaba al tanto de esa situación.
La mayoría de nuestros encuentros fueron posibles gracias a mi fanatismo por el Barça. O, al menos, esa era una excusa. Lo que sí es cierto es que antes de conocer a Elisa, viajaba a Barcelona dos o tres veces al año, pero después de iniciar nuestro romance, iba una vez al mes aproximadamente.
Fue en ese momento, seis meses después de conocernos, que el hotel de la Carrer de la Marina se convirtió en nuestro escondite. La conexión que existía entre ambos y la capacidad de estar juntos fue lo que más nos cautivó de esta relación. Aprovechamos el tiempo al máximo. Aprendimos a amar las vistas que nos regalaba la habitación 506 y los sonidos que provenían de la calle.
Aunque Elisa tenía una vida de madre y esposa, nuestra relación nunca perdió fuerza. De hecho, lo nuestro superó una dura prueba de fuego cuando, tres años y medio después de conocernos, tuve que mudarme a Tenerife para enfrentar un proyecto profesional.
Eso hizo que estar con Elisa fuese más difícil. Sin embargo, seguía viajando a Barcelona, no con la misma frecuencia de antes, pero lo seguía haciendo. Viajé a verla para celebrar nuestro cuarto aniversario. Aprovecharíamos la entrada de la primavera y disfrutaríamos de nuestra primera Diada de Sant Jordi.
Al día siguiente tenía que volar de regreso a Tenerife. Elisa me acompañó al aeropuerto, donde, de manera sorpresiva, se encontraba su esposo, Martín, esperándonos… y me saludó con simpatía.
Nos dimos cuenta de que Martín tenía conocimiento absoluto de nuestra relación. En algún momento se dio cuenta. Cometimos algún fallo, alguna distracción, desde luego. Sin embargo, por alguna razón que al día de hoy aún desconozco, nunca hubo reclamos ni nada por el estilo.
La llama entre nosotros se intensificaba con el paso de los años, hasta que Elisa enfermó durante el invierno de 2018. Después de una serie de evaluaciones médicas, le fue diagnosticado cáncer, un maldito cáncer de ovario, un carcinoma muy avanzado. La noticia no solo la golpeó a ella, sino también a su esposo, sus dos niñas, a su hermana y, desde luego, a mí.
Sin embargo, Elisa decidió no derrumbarse. Por el contrario, se hizo fuerte y eligió vivir a plenitud durante el poco tiempo que le quedaba con vida. Fue así como, con el apoyo de su esposo Martín, Elisa y yo nos volvimos a encontrar en nuestro búnker, el hotel cerca de la Barceloneta, en la víspera del 23 de abril de 2018.
Pasaríamos una semana juntos. Nos amaríamos como siempre, seríamos amantes y confidentes. Pero esta vez, todo lo que haríamos lo llevaríamos a cabo a sabiendas de que no habría tiempo para un encuentro más. Tendríamos una semana completa para despedirnos.
Esa semana parecía demasiado corta, pero la vivimos al máximo. De hecho, nunca disfrutamos tanto como lo hicimos durante esa semana. Fue una especie de luna de miel. Nuestros días se resumieron en caminar por toda Barcelona cogidos de la mano.
No todo lo hacíamos en nuestro búnker. Esta vez visitamos tiendas y cafeterías. Caminamos por la Font Màgica de Montjuïc, tomamos café y cenamos en la Caseta del Migdia y hasta admiramos el parque del Laberint d’Horta.
Por las noches, caminábamos hacia nuestro búnker asegurándonos de ver brillar las luces de Barcelona, atravesando el Barri Gòtic, buscando más motivos para inspirarnos y llegar haciendo el amor. Pero, aunque descubrimos lugares muy bonitos, el balcón de nuestra habitación era el sitio ideal para hablar, conversar, intercambiar opiniones o, de manera simple, pasar tiempo como una pareja enamorada.
Sabíamos que había una vida a la cual tendríamos que enfrentarnos pronto, pero también éramos conscientes de que todo lo que estaba ocurriendo entre nosotros no volvería a suceder nunca más.
En nuestro balcón hablamos sobre nuestros recuerdos, sobre todo el tiempo que pasamos juntos. De hecho, su enfermedad y mi futuro nunca surgieron como temas de conversación, lo que hizo que ese tiempo se sintiera muy especial. Teníamos claro que la habitación 506 de ese hotel era el lugar en el cual nuestros sueños se hicieron realidad y nuestro amor se consolidó.
En nuestra última noche ahí, sacamos los puffs al balcón y subimos música a todo volumen. Bailamos y disfrutamos de esas maravillosas vistas y los sonidos de la Barceloneta, una vez más. Nuestra cena fue la mejor que tuvimos en todos nuestros encuentros. Esta vez, preferimos comer en la habitación, sin ropa. Degustamos unos calamares a la romana y una paella, de las mejores que probé en mi vida.
Elisa y yo nos metimos a la cama cerca de la medianoche. Enterré mi nariz en su cuello para aspirar su dulce olor. Estuve ahí durante algunos minutos antes de besarla. Nuestros labios se rozaban con suavidad, mientras la arropaba con mis brazos.
Cuando abrí los ojos, vi la felicidad en el rostro de Elisa, aunque tenía una lágrima como adorno. Al verla llorar, no me pude contener y la acompañé. Hicimos el amor por última vez. Mientras ocurría, solo pensaba en lo maravilloso que había sido nuestro amor. Nunca antes había hecho el amor llorando.
Elisa y yo tuvimos suerte de encontrarnos. Fuimos afortunados porque coincidimos en aquel avión camino a Barcelona, la ciudad de nuestras vidas. También tuvimos suerte de contar con Martín, quien sabía lo nuestro pero, antes de fastidiar la relación, siempre colaboró en ver feliz a Elisa.
La noche avanzó y nos quedamos dormidos. Por la mañana siguiente, empacamos nuestras cosas y pedí un taxi que la llevó hasta su casa, para luego llevarme al aeropuerto. No hubo despedidas. La despedida comenzó en la víspera de Sant Jordi y terminó una semana después, con la noche más romántica de mi historia. Tampoco nos volvimos a comunicar. Elisa y yo sabíamos que nuestra historia acabó en aquella habitación 506.
Un mes después, Martín me llamó al móvil. Me dijo que Elisa había ingresado al hospital la noche anterior y que había fallecido al amanecer. Me expresó su gratitud por haberla hecho muy feliz, una labor que él no supo desempeñar. Aunque ya había llorado lo suficiente durante todos esos días, una vez más no me pude contener.
Desde entonces, cada vez que voy a ver al FC Barcelona intento visitar los mismos sitios en los cuales estuve con Elisa, excepto nuestro búnker. Nunca más me hospedé ahí. Ahora soy huésped frecuente de otro hotel, uno que está al otro lado de la ciudad.
El recuerdo de Elisa me acompaña a diario a dondequiera que voy, en especial todo aquello que vivimos en aquella mágica semana, que comenzó en la víspera de nuestro último Sant Jordi.
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