Recuerdo la primera vez que mi abuelo Alberto me habló de música. Fue hace unos 22 años en la sala de la que era su casa, donde vivía mi madre cuando era una niña. El recuerdo lo tengo bastante fresco, aunque no puedo calcular con certeza la fecha exacta de ese momento, ni mucho menos la hora.
Lo cierto es que, aquel día, mi querido abuelo se acercó a mí y, sin ningún formalismo o protocolo, se sentó a mi lado.
—Tu voz es bonita, Marianna —rompió el silencio—, deberías aprender a cantar.
La verdad es que, en ese instante, me tomó por sorpresa su apreciación, pero no me pareció para nada descabellada. De hecho, si mi abuelo lo decía, no lo hacía para iniciar una conversación, o para piropearme, y mucho menos si lo que mencionaba tenía que ver con música.
A mi abuelo, la música le brindaba serenidad. Podría decir que la música era muy importante para él, que la vivía con intensidad. Era muy común oírle cantar, en especial aquellos boleros legendarios, eternos, míticos, con letras inmortales y perpetuas, que parecieran haber sido sacadas de las más profundas pasiones y de los desamores más crueles.
Para mi abuelo existía una acentuada solemnidad en escuchar música, tanto como cuando hablaba de ella. Lo que sentía por la música era una adoración respetuosa, noble y proporcionada. Ese sentimiento era tan acaudalado que es uno de los recuerdos más importantes que tengo de él.
Aquella charla fue el principio del amor que hoy en día siento por la música, por la buena música. Mi abuelo Alberto me enseñó a escuchar música, más que oírla.
De mi abuelo aprendí a diferenciar la buena música del resto. En ese orden, los boleros tienen una gran influencia en mí gracias a él. Recuerdo cómo me gustaba escuchar la fusión de tres guitarras en una misma canción. A él también le encantaba.
Después de aquella conversación, mi abuelito me hizo un cancionero con los boleros más sonados de todos los tiempos. Es un cancionero valioso, es un cancionero único. Es su cancionero. Un cancionero que aún conservo intacto y que se encuentra resguardado, a salvo, como si se tratase de un tesoro, porque lo es.
Ese cancionero incluye prodigiosos temas como “En mi viejo San Juan”, de Javier Solís; “Las Tres Cosas”, de Pedro Infante; “¿Cómo Fue?”, de Beny Moré; o “Aquellos Ojos Verdes”, de Nat King Cole. También el cancionero de mi abuelo, mi cancionero, contiene “La Barca”, de José José, y “Piel Canela”, de Bobby Capó con la Sonora Matancera, por mencionar dos temazos más.
“Dos Gardenias”, “Bésame Mucho” y “Sabor A Mí” son otras tres piezas que no envejecen con el tiempo y que están apuntadas en esa colección de canciones. Pero, aunque son melodías que me hacen viajar en el tiempo, ninguna tiene un efecto tan determinante en mí como “Historia De Un Amor”, en la voz de Leo Marini, su primer intérprete, aunque ha sido cantada por un puñado de artistas.
“Historia De Un Amor” es una canción diferente, una canción que sobresale muy por encima del resto. A esa canción le tengo un amor muy especial porque fue el primer bolero que me aprendí. El primer bolero que él me enseñó.
También, “Historia De Un Amor” posee una carga emocional muy fuerte. Fue escrita en 1955 por Carlos Eleta Almarán, hijo de emigrantes españoles, administrador, autor y compositor panameño, a raíz de la muerte de su cuñada. Almarán, conocido como Dartañán, le dedicó ese tema a su hermano, en medio del sufrimiento que significó perder a su esposa.
Era evidente que aprendería a cantar. Mi abuelo Alberto se encargó de todo. Fueron muchas las ocasiones en las cuales él me paraba frente al piano, en la misma sala donde tuvo lugar aquella conversación; ahí, ponía un cassette con la pista de “Historia De Un Amor” y me dirigía el compás. Me avisaba cuándo debía empezar a cantar, me marcaba el tiempo y los silencios.
Gracias a mi abuelo aprendí a entregarme por completo a la música. A absorberla íntegra y hacer de ella una experiencia única, una vivencia espiritual. De mi abuelo aprendí que la música tiene un poder distintivo para conmover el alma, para exorcizar emociones y recuerdos que siempre estarán vinculados a algo tan poderoso e imborrable como una melodía.
Esa gran experiencia con mi abuelo ha sido, por completo, enriquecedora para mí, una periodista venezolana apasionada del marketing que hoy en día vive la emigración suscrita a emociones profundas que solo puede entender quien ha tenido que dejar atrás su casa para comenzar de cero en otro país.
Hoy, 22 años después de aquella indeleble charla con mi abuelito Alberto, a mis 37 años, me encuentro haciendo vida en Panamá y, casi siempre, cuando estoy en la ducha, canto “Historia De Un Amor”. Es mi momento a solas con ese sentimiento. Es mi momento íntimo con ese recuerdo.
Aunque hoy mi abuelo Alberto está en el cielo, aún puedo escucharlo cantar. Ahora mismo, él podría estar entonando nuestra canción mientras celebra un año más de su natalicio. Si pudiera darte un regalo, me encantaría que fuese la posibilidad de escucharme cantar los boleros de nuestro cancionero.
Eso me haría demasiado feliz. Y aprovecharía para decirle que no se preocupe, que, de alguna u otra forma, este seguirá siendo nuestro secreto, esta seguirá siendo nuestra “Historia De Un Amor”.
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