Hay dos versiones de mi vida: la que existe cuando mi hijo está conmigo, y la que sobrevive cuando está con su madre. Una semana soy padre, chef de desayunos improvisados y experto en chaquetas olvidadas; la otra, una especie de náufrago con WiFi que intenta recordar qué coño hacía con tanto tiempo libre antes de ser papá. En la semana sin Max, desayuno lo que encuentro, hablo solo y duermo del lado equivocado de la cama. Pero nadie me interrumpe cuando pienso. Y eso también tiene su precio.
Vivo en ese vaivén constante, como un equilibrista sin red, acostumbrado a cambiar de personaje cada siete días, con la naturalidad de quien se cambia los calcetines. Ya lo tengo asumido. Cuando soy papá, soy papá, y después soy todo lo demás, porque cuando estoy con Max, mi vida gira en torno a sus necesidades y así ha sido desde que Paulina y yo decidimos ponerle punto final a nuestra relación.
Cada mañana, cuando le toca colegio, suena la alarma a las 7:25am. No sé si la odio o si ya la quiero como se quiere a las ex que no bloqueas porque, en el fondo, te recuerdan que alguna vez fuiste joven y te lo pasaste bien. Me levanto como quien se arrastra desde el infierno, me enfundo una camiseta sin mirar si combina con el pantalón, y preparo un desayuno que oscila entre «padre responsable» (panqueques de plátano con huevo) y «experimento social» (un pan de leche con salchicha porque «es práctico»). A las 7:52am salimos de casa rumbo a la parada de la guagua, mochila al hombro, prisa en los pies y la esperanza de que, milagrosamente, me dé tiempo para cumplir con el emprendimiento que me permite pagar las facturas.
El trayecto es siempre el mismo: ocho minutos exactos, según los cálculos del GPS mental que he desarrollado gracias a la rutina diaria. Ocho minutos en los que atravieso el mismo parque medio desierto, esquivo las mismas baldosas flojas que intentan mojarme los tenis con agua sucia, saludo al chico del quiosco de la esquina, y paso frente al mismo edificio blanco, cuyo diseño arquitectónico parece inspirado en un mega proyecto de bajo presupuesto.
Y en ese tramo, desde hace meses —quizá un año, quizá desde que el mundo era analógico y los dinosaurios iban en monopatín—, me cruzo con ella.
Nunca nos habíamos dicho nada.
Ni un «hola», ni un «buenos días», ni siquiera una sonrisita cómplice de esas que te dicen «te he visto todos los lunes de mi vida pero voy a fingir que no». Tal vez hubo algún minúsculo cruce de miradas, de esos que te calientan el pecho en una mañana fría pero que se deshacen tan rápido como el vapor en el café. En realidad, yo la miraba de reojo, ella miraba su teléfono, o fingía que lo hacía, pero siempre me ignoraba. O es lo que yo recuerdo. Yo nunca existí durante su trayecto.
Hasta hoy.
Hoy, el universo, el karma o el algoritmo celestial —que debe estar aburridísimo de verme en piloto automático— decidió que era momento. Cruzamos la mirada por más de un segundo y, como si el guionista de nuestras vidas estuviera aburrido y quisiera meterle acción a la trama, dijimos «hola» al mismo tiempo. Un «hola» torpe, sincero, casi adolescente, con ese temblorcito en la voz que no sientes ni cuando pides aumento al jefe.
Y seguimos caminando.
Sin más.
Pero basta un «hola» para que mi cabeza, que debería estar concentrada en que mi hijo no pierda la guagua, se haya lanzado a construir castillos en el aire con la eficiencia de un albañil novato un viernes a las tres. Ahora ella no era solo «la chica guapa del trayecto»: era un enigma envuelto en abrigo y bufanda, un misterio en zapatillas negras.
¿Quién será ella?
Imagino que es vecina de la zona. Algunas veces, cuando salgo tarde porque a mi hijo se le ocurre que quiere desayunar «panqueques en forma de dinosaurio», la veo entrar en aquel peculiar edificio blanco con cara de «hoy sí renuncio y me voy a vivir a Bali». Tal vez trabaja en una oficina de abogados, redactando demandas como quien hace crucigramas; o en una clínica, salvando vidas o, más probable, matando el tiempo entre citas. O, por qué no, tal vez sea espía, recolectando información ultrasecreta sobre la mafia de los bocadillos del barrio, donde un bocadillo mixto cuesta más que un riñón en el mercado negro. Y yo, a segundos de ella, a metros de encontrármela de nuevo, sigo construyendo teorías como un arqueólogo entusiasta.
Puede que tenga un nombre clásico, de esos que suenan a perfume caro y domingos de paseo: Valentina, Isabela, Sofía. O uno de esos nombres modernos, inventados un martes de resaca y desesperación: Yuliet, Maikolín, Krysthélle —con tres «h» mudas—. ¿Será soltera? ¿Casada? ¿Separada? ¿En relación abierta con un coleccionista de cactus? ¿Será de aquí o de allá? ¿Le gustará el café amargo o se habrá rendido a la vulgaridad del descafeinado? ¿Tendrá una risa escandalosa que incomoda en el ascensor? ¿O será de esas que se tapan la boca como si reír en voz alta fuera un delito? ¿Hará yoga? ¿Tendrá un gato que se llama Garfield?
No tengo ni puñetera idea. No sé nada sobre ella, ni siquiera pude detectar si es nativa o extranjera. Su saludo fue fugaz y al sonar simultáneamente con el mío, se me hizo imposible reconocer si se trataba de una voz suave y dulce, o por el contrario, grave y sexy.
De hecho, más de una vez me he preguntado cómo sería su voz más allá de un «hola». ¿Tendrá esa musicalidad que acaricia como una caricia tibia en el oído? ¿O sonará como quien arrastra piedras en una bolsa?
Spoiler:
Me enamoraría igual.
Y me imagino cómo sería una conversación real. También me imagino cómo sería tener el tiempo de coincidir con ella sin la responsabilidad de tener que llevar a Max al colegio. Me doy cuenta de que mañana y todos los días que vengan, quiero que llegue ese minuto mágico, ese cruce en el parque, esa micro-oportunidad de hacer algo más que caminar en paralelo como dos extraños destinados a ignorarse.
Quizá mañana me atreva. O quizá me quede mudo como siempre y solo me atreva en mi cabeza. Quizá un «hola» evolucione a «¿cómo te llamas?», y un «¿cómo te llamas?» a «¿quieres tomar un café?», y un café a una conversación sobre música, plantas carnosas, teorías conspirativas sobre bocadillos y cómo sobrevivir al lunes. O quizá solo terminemos compartiendo una sonrisa nerviosa, cada quien siga su camino, y yo acumule otro «y si» en mi colección de pequeños fracasos hermosos.
Pero, ¿qué importa?
Al final, la vida está hecha de pequeños «holas», de ocho minutos de caminata, de cruzar miradas sin saber el nombre ni la historia del otro. De vivir con la esperanza tonta y gloriosa de que, quizá un día, la distancia entre la imaginación y la realidad se acorte lo suficiente para saltarla de un solo brinco.
Mientras tanto, sigo aquí, a una pregunta de saber su nombre, a un par de suspiros de arriesgarme. Y si la vida no me da mañana otra oportunidad, siempre podré decir que una vez, una mañana cualquiera, una chica guapa y yo nos dijimos «hola» en perfecta sincronía. Y eso, en estos tiempos, ya es un pequeño milagro.
De todas maneras, mañana intentaré salir un minuto antes.
Por si acaso.
Foto: Freepik