Skip to content Skip to sidebar Skip to footer

El planeta de los hombres

Hubo una época en la que los miércoles por la noche eran sagrados. A las ocho en punto, los cinco nos reuníamos en el mismo bar de siempre. Estaba muy cerca de Lavapiés, en el centro de Madrid. No era un sitio espectacular, pero servían una muy buena cerveza y, más importante aún, tenía ese aire nostálgico de bar de barrio donde todo el mundo se conocía, o fingía conocerse.

Estábamos ahí para quejarnos de nuestras vidas, como si ese bar fuera una embajada diplomática en un planeta hostil llamado “el mundo exterior”. Nosotros, cinco buenos amigos que hemos logrado coincidir en esta vida por pura casualidad, nos refugiábamos en ese lugar. Era una especie de búnker en el cual podíamos despotricar a quien nos viniera en gana.

Pero lo que en realidad nos encantaba, cada vez que nos encontrábamos, era convertir la mesa 14 en nuestro rincón intocable, en nuestro propio planeta, donde las reglas eran claras, pero también en el cual las expectativas del universo femenino a veces nos dejaban perdidos en la estratosfera.

—¿Otra vez discutiste con Lara? —preguntó Andrés, dando el primer sorbo a su birra.

Kalel, el más domesticado del grupo, soltó un suspiro y asintió.

—Me pidió que fuera más “emocionalmente disponible”. Ni siquiera sé lo que eso significa. Le pregunté si quería que llorara, y me miró como si hubiera dicho la cosa más estúpida del mundo.

Kalel es el más joven de todos, pero también el más directo y sincero.

Todos reímos.

—Es que “emocionalmente disponible” es la versión moderna de “quiero que leas mi mente”, hermano —dijo Miguelangel, el único de nosotros se había divorciado y vuelto a casar. Claro, esa seguridad solo era posible porque su actual esposa, Arianna, estaba de viaje en el sur de Italia, visitando a su familia.

Yo me eché hacia atrás en la silla, disfrutando el espectáculo. De alguna manera, nuestras noches de quejas habían evolucionado hacia una especie de terapia de grupo, pero con cerveza fría y sin conclusiones claras. Digamos que era una especie de reality show, pero sin cámaras que pudieran grabar lo que ahí se discutía.

—El otro día —empecé, buscando mi propio desahogo—, le dije a Marta que estaba cansado. Solo eso: cansado. Y me miró como si hubiera confesado un crimen. Me soltó un “¿cansado de qué?” y ahí supe que me había metido en un terreno pantanoso.

Todos se inclinaron un poco más, sabiendo que el desastre estaba por venir.

—Tenía 15 minutos de haber llegado de aquel horrible viaje a Australia, le quise contar algo que me pasó apenas llegando al aeropuerto y entonces vino el sermón: “¡Ah, claro! El trabajo. Pero si yo me paso el día cuidando a Naty, limpiando la casa, cocinando, y ni siquiera me quejo”. Y yo solo estaba pensando en tirarme al sofá para descansar un rato, ¿sabes? Ni me dio tiempo a decir nada.

—Eso es porque, en este planeta, las mujeres tienen otra gravedad, Juancho —dijo Henry con aires de sabio. Claro, era fácil decirlo cuando él no tenía pareja. Siempre veía todo con una claridad que nosotros, los atrapados, no podíamos permitirnos.

En realidad, Henry ha sido y sigue siendo el más experimentado de todos. Es el único del grupo que parecía tener una especie de maestría en relaciones con chicas, pero desde que terminó la loca temporada que tuvo con X, no se ha vuelto a enseriar con nadie.

—Es como si cada cosa que hacemos fuera insuficiente —añadió Andrés—. Yo cocino, limpio, llevo las cuentas, pero si olvido comprar el pan un día, ya está: soy un desastre. O peor, si llego tarde a casa porque me quedé trabajando, la excusa del trabajo ya no funciona. Es como si fuera invisible todo lo que hago bien.

—Sí —dije, dándole una vuelta al vaso de cerveza vacío entre mis manos—, y luego está el tema del dinero. Si no ganas lo suficiente, eres un fracaso. Pero si trabajas demasiado, también eres el malo por no pasar tiempo en casa. Es justo lo que me pasó después de ese puto viaje de casi cuatro meses por aquel puto cliente… ya saben cómo están las cosas con Marta ahora.

—Es como una ecuación que no tiene solución —señaló Miguelangel, encendiéndose un cigarro—. Estás jodido de cualquier forma.

Las quejas seguían fluyendo, cada uno añadiendo su granito de arena al montón de frustraciones que todos llevábamos acumuladas. A medida que las cervezas caían, nos sumergíamos más en nuestro propio planeta, donde parecía no existir una compatibilidad con las expectativas de ser el proveedor, el fuerte, el comprensivo, el romántico… todo al mismo tiempo.

—¿Sabes lo que realmente me revienta? —dijo Kalel, tras un largo trago de cerveza—. Que se supone que ahora tenemos que ser “modernos”, “abiertos de mente”. Pero cuando intentas ser sensible, te dicen que eres “demasiado blando”. Y cuando intentas ser directo, te tachan de insensible. ¡No hay un maldito punto medio!

—Es como si viviéramos en un permanente examen —añadí—. Y siempre nos suspenden.

En ese momento, el silencio cayó sobre la mesa. Sabíamos que teníamos razón, pero también sabíamos que no podíamos hacer nada al respecto. Estábamos atrapados en ese juego de roles que ni siquiera entendíamos del todo.

Andrés, el más filosófico del grupo, se echó hacia atrás en su silla, como si fuera a soltar una verdad universal.

—Tal vez el problema no es que no nos entienden —dijo—. Tal vez el problema es que nosotros tampoco entendemos nada.

—¿De qué hablas, pajuo? —preguntó Henry, mientras se recogía el cabello y hacía un gesto de inconformidad.

—Mira, estamos aquí quejándonos de que nuestras parejas quieren que seamos de cierta forma, pero nosotros también tenemos expectativas, ¿no? Queremos que ellas hagan ciertas cosas, que sean de tal manera, que respondan como creemos que deberían. Pero al final, ¿no estamos todos jugando el mismo maldito juego, tratando de encajar en el planeta de los otros sin saber cómo hacerlo?

Todos nos quedamos en silencio por un par de segundos.

—Bueno, yo no tengo ese problema ahora, pero te entiendo. Es como si viviéramos en planetas e incluso universos diferentes, pero ninguno entiende las reglas del otro —dijo Henry, asintiendo lentamente.

Esta vez, el silencio volvió, pero se hizo mayor. Nos miramos entre nosotros, intentando procesar lo que Andrés acababa de decir.

—Bueno, es verdad —dije, rompiendo la tensión—. Pero igual sigo sin entender qué coño es “emocionalmente disponible”.

En ese instante, me di cuenta que a un costado de nosotros estaba una desconocida rubia escuchándolo todo. Parecía española, de la zona. Estaba sola y tenía un cigarro sin encender en su delicada mano izquierda y su móvil en la derecha, pero, dos o tres segundos más tarde, se levantó y se marchó, sin mirar hacia los costados.

Mientras tanto, todos nos reíamos de lo que yo acaba de decir. Al final, aunque sabíamos que había una gran verdad detrás de nuestras quejas, también sabíamos que no íbamos a encontrar la solución en ese bar, ni en ninguna parte. Quizás eso era lo que significaba vivir en el planeta de los hombres: sabías que siempre ibas a perder, pero te quedabas para seguir jugando.

Justo cuando la conversación se iba apagando, las puertas del bar se abrieron de golpe. El sonido de los tacones sobre el suelo llamó nuestra atención de inmediato. Giramos la cabeza al unísono, y ahí estaban: cinco mujeres, una más guapa que la otra, tan coordinadas como si formaran parte de una coreografía. Todas parecían la mismísima Sandra Bullock en Miss Congeniality después de aquella famosa transformación. Entraron con seguridad, riéndose entre ellas, y avanzaban directo a nosotros.

—¿Qué coño…? —susurró Henry, mirando con los ojos entrecerrados.

Era habitual que alguna mujer estuviese ahí, pero definitivamente no era nada común ver un grupo de mujeres entrar a ese lugar. Era casi territorio masculino por excelencia, como si hubiera un acuerdo tácito de que este era nuestro refugio.

—Esto parece una invasión —bromeó Kalel, pero había una tensión en su voz.

Nos quedamos observándolas desde nuestra mesa, en silencio, como si estuviéramos en algún tipo de duelo de miradas. Fue entonces cuando una de ellas, precisamente la misteriosa mujer que había abandonado su mesa minutos antes, nos lanzó una sonrisa. Era de esas sonrisas que te hacen sentir que sabes menos de lo que creías.

Henry se puso de pie.

—Chicos, ¿os importa si nos unimos? —preguntó la rubia con una naturalidad desconcertante, al aterrizar frente a nosotros, y con un tono de voz suave.

Nos quedamos en silencio, mirándonos unos a otros. No era lo que esperábamos. ¿Unirse? Esta era nuestra guarida, nuestro rincón de quejas… nuestra trinchera. Pero antes de que pudiéramos articular una respuesta coherente, Henry, el más rápido en situaciones incómodas, respondió sin atenuantes:

—Claro, adelante.

Se sentaron entre nosotros, como si fueran parte del grupo desde siempre. Todos se levantaron, excepto yo. Kalel y Andrés se mostraron nerviosos, Miguelangel acabó su cigarro y yo me quedé en shock, mirando cómo acomodaban sus sillas junto a las nuestras mientras apoyaban sus bebidas en la mesa. ¿Qué coño estaba pasando?

Después, la mujer que nos había sonreído levantó su vaso y, con un brillo en los ojos, al mejor estilo de Photoshop, preguntó:

—A ver, chicos… ¿queréis que os expliquemos qué es eso de “emocionalmente disponible”?

Nos congelamos.

Al menos yo.

Y así es como nos han colonizado. Es así como hacen con nosotros lo que les viene en gana y no hay antídoto contra eso. A estas alturas de la vida ya no hay marcha atrás.

Foto: Freepik

5/5 - (4 votos)

Dejar un comentario