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Todos los hombres que he sido

Estoy vivo desde el siglo XIX. Me llamaba José de Jesús y nací en 1835. Me casé con Francisca, mujer de trenzas gruesas y manos de maíz. Tuvimos a Juana, nuestra hija de mirada fija, y también a Rosa María, José y Epifanio. Vivíamos en Guacabra, un minúsculo pueblo del estado Lara, en Venezuela, muy cerquita de la frontera con el estado Yaracuy. En aquel entonces, el mundo era tierra caliente y caminos de barro. Fui pobre, pero no lo sabía. Creía que vivir era eso: cargar leña, callar, dar gracias. Mis días eran una secuencia de soles y mi vida un rastro de pasos descalzos entre los matorrales. Murmuraban que yo era serio, pero en realidad estaba cansado. La vida en esa época era una negociación constante con la escasez, con el clima, con la esperanza de que alguno de los hijos creciera para aliviar el peso de los años. Nadie hablaba de futuro. Apenas se hablaba de llegar vivo al final del día.

En 1864 nací otra vez, en Buena Vista, tierra de café y cicatrices, esta vez como Alejo. Fui hijo de un tiempo reciente, marcado por la esclavitud apenas abolida y la tierra que aún no tenía dueño ni justicia. Mi piel era oscura, mi cabello rizado, mis labios anchos y mi nariz vasta. Me miraban como se mira lo desconocido: con recelo y con una pizca de culpa. Me casé con Tereza, una mujer que parecía venir de otro siglo, con su falda hasta los tobillos, ojos azules y costumbres de Europa. Nadie entendía esa unión. Pero lo hicimos igual. Porque el amor no necesita traducción, ni permiso. De esa mezcla nació un linaje que luego se haría mujer fuerte, costurera, partera, rebelde. Yo viví lo suficiente como para hacer todo lo que no estaba permitido y morí en 1921, sin saber que, algún día, una de mis tantas reencarnaciones me pondría nombre otra vez.

Como Pedro María, nací en 1888, en El Tocuyo. Fui agricultor en tierra reseca, sembraba más de lo que comía, y a veces comía menos de lo que merecía. Mis hermanos Jesús María y Nemecio también trabajaban la tierra. Nuestra hermana, María Ascensión, se ocupaba del hogar. Me casé con Paula María, una mujer que se desvivía por mantener el orden en medio del caos. Nunca tuvimos lujos, pero nos sobraba dignidad. A mí me tocó sostener, no destacar. Fui uno de esos hombres que no quedan en los libros, pero sí en los recuerdos de quienes aún repiten nuestras costumbres sin saber de dónde vienen.

Un año antes, en 1887, había nacido como Martín. Esta vez no tenía pasado ni explicación. Nadie sabía de dónde venía, pero ahí estaba: piel morena, cabello liso que me caía hasta los cachetes, mirada firme. Tenía alma de guajiro y manos de machete. Me uní a Margarita, mujer de mirada callada y temple de montaña. Juntos tuvimos a María Teotiste, que más adelante se convertiría en madre de muchos, y que viviría sus últimos años con artritis, sin quejarse. También nacieron Dominga, Anacleta y Gertrudis, pilares invisibles de una familia que creció en torno al trabajo silencioso de las mujeres. Cada una de ellas me parió de nuevo, sin saberlo.

Nací una vez más en 1890, y me empezaron a conocer como Francisco. En esta versión era blanco, pero tan simpático como misterioso. Me decían «el extranjero», aunque yo nunca crucé una frontera. Tenía los ojos claros, la piel clara, y una actitud que desentonaba entre tanta tierra morena. Nadie sabía muy bien de dónde venía mi apellido ni por qué mi acento sonaba a otra parte. No era el mejor ejemplo, decían. Me gustaba el ron, los silencios prolongados y desaparecer por días. Pero también sabía trabajar: descargaba sacos, arreglaba techos, vendía lo que hiciera falta. Nunca fui constante, pero nunca falté cuando de verdad me necesitaban. Me uní a Felicita, mujer firme, de pocas palabras y mirada aguda. Con ella tuve a José Marcial, y aunque nunca fui padre ejemplar, sí fui el primero en dejarle una mezcla de sombra y carácter. Él nació en 1910, y con él volví a empezar.

Volví a nacer en 1901, esta vez con el nombre de Pedro José. Ya no era un tiempo de rumores: ahora los nombres quedaban en papeles, las fechas se anotaban, y los oficios empezaban a tener apellidos. Vivía en El Cercado, un pueblo que cabía entero en una mirada. Tenía una mula, una carga de leña sobre el lomo y una misión heredada: caminar hasta Barquisimeto para venderla. Mi vida era el trayecto, no el destino. Me casé con María Teotiste, una mujer que hablaba poco y resistía mucho. Ella era silencio hecho hogar. Juntos formamos una familia de muchas bocas y pocas excusas. Tenía hermanas: Carlina, Dolores, Esmeralda, todas entregadas al hogar. Mi hermano Leonardo era agricultor, el más fuerte de todos. El último recuerdo que tengo es que yo estaba moribundo cuando él vino a visitarme un domingo por la tarde, y que justo después me fui. Como si la muerte hubiese estado esperando esa despedida para dar el paso. Como si en ese encuentro sigiloso, todo lo que tenía que decir ya estuviera dicho.

Junto a María Teotiste, que sostenía la casa con el silencio y los ojos, tuvimos muchos hijos. Honorio, obrero puntual y de pocas palabras; Catalino, que se fue a Carora a montar una compañía de algo que ni él mismo terminaba de entender, pero que lo mantenía ocupado y lejos; José Floirán, albañil en El Ujano, hombre de manos agrietadas y corazón escondido. También estaban Margarita, Edita, Irene, Natividad, Francisca y María Cleotilde. Todas invisibles en los papeles, pero inmensas en la memoria. Fueron hijas que cocinaban sin hacer ruido, que sabían leer el rostro de su madre sin hacer preguntas. Mujeres que crecieron sin pedir libertades y que cuidaron sin ser nombradas. Nuestra casa era un núcleo de fuerza femenina, de ollas humeantes y voces contenidas. Los varones salían al mundo con una caja de herramientas, una muda de ropa y una promesa de obediencia. La pobreza no nos daba margen para el drama: nos organizaba como podía.

También fui Raimundo, el que nunca firmó papeles ni dejó huellas en registros oficiales. Fui agricultor, como tantos antes y después de mí, pero también cantor. Por las noches, después de remover la tierra, me quedaba solo con mi guitarra y un silencio espeso. Fue en una de esas noches largas cuando conocí a Delia. Ella era todo lo que yo no sabía nombrar: blanca, de ojos azules, con el cabello rojo que le llegaba a la cintura y una dignidad heredada de otro mundo. Hija de inmigrantes, criada entre cafetales y costuras, creció sabiendo que el trabajo era su única garantía. Me acerqué a ella sin permiso del tiempo, y sin que nadie lo planeara, nació una historia que la vida luego se encargaría de borrar. Perdimos la hacienda familiar, la que sus padres construyeron antes de que ella tuviera uso de razón, y migramos a Río Claro con más rabia que equipaje. Ella fue partera, costurera, madre. Parió a Juana Bautista, quien luego tendría once hijos y los criaría con el lomo doblado y el alma intacta. Delia nunca volvió a hablar del amor. Pero yo sé que fui el único que la hizo cantar.

En 1922 volví a nacer, esta vez como José Sebastián, y fui quizá la primera versión moderna del hombre contradictorio que soy hoy. Fui albañil, como tantos otros, levantando casas ajenas mientras la mía se desmoronaba en lo invisible. Tenía las manos duras y el corazón callado. Me casé con María Cleotilde, mujer de temple firme y fe silenciosa, y juntos tuvimos doce hijos. La casa era un hervidero de voces, de carencias, de pequeñas risas y grandes ausencias. Yo amaba a los míos, pero el alcohol me robaba el gesto justo. El cigarro me llenaba de humo el pecho, y el silencio era mi idioma cuando no sabía cómo pedir perdón. Fui proveedor y a veces castigo. Fui padre, pero no siempre ejemplo. Morí en el año 2000, consumido por una cirrosis que llevaba décadas gestándose, pero me fui con la certeza —ingenua o sincera— de que, al menos, nadie tuvo que enseñarme a trabajar. Lo demás, me quedó por aprender.

En 1955 reencarné en Río Claro. Nací con los pies descalzos y la mirada viva, como si ya supiera que la vida no me iba a regalar nada. Desde niño trabajé en lo que pude, sin títulos pero con oficios: fui zapatero en las mañanas, vendedor de libros en las tardes, y en los ratos libres cantaba boleros como si los hubiera escrito yo. Nunca fui cantante, pero canté. Nunca fui poeta, pero recitaba letras de otros como si fueran pedazos de mi propia historia. Tenía el alma cansada, pero el humor intacto. A veces llegaba con los bolsillos vacíos y el corazón revuelto, pero llegaba con lo que tenía. Fui padre imperfecto, hecho a golpes y aprendizajes. Pero también fui el primer hombre que me enseñó a mí mismo, sin decirlo, muchas de las cosas que hago hoy, pero también las que nunca haré.

Era joven cuando me encontré con Coromoto, la mujer con la que me tuve a mí mismo y a otros cuatro descendientes más. Tenía la voz alzada, excepto cuando estaba molesta. Me enseñó que coser y planchar también puede ser un acto de amor que se entiende con los años. Que uno puede estar triste y aun así atender la casa. Que la vida no siempre da tregua, pero a veces da canelones rellenos. Nunca dijo la palabra «resiliencia», pero la aplicaba cada vez que la vida se le torcía y ella igual se levantaba temprano a preparar el desayuno. Fue madre en tiempos difíciles, con recursos escasos y mucha intuición. A ella le debo cosas que no están en los papeles: mi terquedad, mi ironía, y mi forma de cuidar sin hacer escándalo.

Entonces, volví a nacer en 1983, en Barquisimeto, entre cuentos a medias, apagones y meriendas de mango con sal. Crecí escuchando lo que no se decía, intuyendo verdades detrás del ruido blanco. Me hice hombre entre dictados escolares, mudanzas apresuradas y contradicciones heredadas. Me fui para sobrevivir, pero también para encontrarme. Viajé ligero, con una mochila y todas mis reencarnaciones a cuestas. No heredé tierras ni apellidos ilustres, pero heredé todas las historias. Y eso, aunque suene insuficiente, es más que suficiente para tener raíces. No fui zapatero ni vendedor de libros, pero edité páginas y almas. No canté en la plaza, pero convertí mis pensamientos en relatos. A veces me presento como escritor, otras como publicista, otras como padre, otras como nadie. Pero siempre soy el mismo. El mismo que fue leñador, sembrador, cantor, comerciante. El mismo que ahora escribe desde un teclado en algún rincón del mundo. El mismo que se ríe cuando el algoritmo lo llama mexicano, el mismo que aún no entiende cómo su país no aparece en la lista de etnias. Soy mezcla, soy memoria, soy grieta y eco.

Y en 2018, renací por última vez. Me llaman Max. Soy el primero que ha nacido fuera de Venezuela, pero no el primero que ha llevado dentro toda su historia. Apenas abrí los ojos, entendí que no hace falta ser hijo de nadie para parirse a uno mismo. Que no siempre hay que esperar otra generación para continuar la historia: basta con decidir escribirla distinto. Porque Max no solo soy yo: es mi bisabuelo aún vivo, es mi hijo mirándome, es mi linaje gritándome que hoy soy quien soy gracias a todo lo que ocurrió antes, que soy producto de casi dos siglos de errores, decisiones y consecuencias.

Porque este cuerpo no es mi primero, pero quizá sea el último que tiene la osadía de hablar sobre todos los hombres que he sido.

Porque todos los hombres que he sido, los llevo todavía puestos.

Y no pienso quitármelos nunca.

Foto: Pexels

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