Nunca he creído en la terapia tradicional. No porque no la respete —seguro ayuda a muchos—, sino porque yo no tengo paciencia para pagarle a alguien por escucharme sin interrumpirme. Además, los terapeutas no sirven vino, ni te preguntan cómo te fue en Tinder. Mi versión de la terapia es más barata y, sinceramente, más entretenida. Se llamaba Raquel. Y tenía lugar los domingos.
A ver, aclaremos algo desde el principio: no era mi novia, ni mi amante oficial, ni mi crush de emergencia. Era mi terapia. Así, sin metáforas. Nos veíamos casi siempre después del mediodía, cuando la culpa todavía está digiriendo la resaca del sábado. Raquel llegaba con el cabello húmedo, con esa cara de «me dormí tres minutos más de la cuenta», y yo fingía que no la esperaba revisando el móvil, aunque llevaba veinte minutos mirando la puerta.
Nuestra rutina era simple: brunch, risas, sexo y siesta. En ese orden o en el inverso, dependiendo del ánimo. No había promesas, ni reproches, ni preguntas incómodas. Solo una complicidad que parecía sacada de un contrato tácito: yo no hablaba de amor y ella no hablaba de futuro.
Le llamaba «la terapia de los domingos» porque con Raquel, por unas horas, todo parecía menos grave. Me contaba sus dramas laborales y yo los míos emocionales. Raquel decía que odiaba a su jefe, yo que todavía soñaba con mi ex. Raquel se reía. Yo también. Y después, entre risas, me hacía entender que nos estábamos curando mutuamente.
Y sí, lo estábamos haciendo.
A nuestra manera.
Lo curioso de estas pseudo-terapias es que empiezan como un juego y terminan pareciendo una religión. Uno se acostumbra a confesar sin que lo juzguen, a que te escuchen sin querer corregirte. Raquel tenía esa habilidad: la de no intentar arreglarme. Y eso, paradójicamente, era lo más sanador de todo.
Nunca me preguntó si la quería. Tampoco intentó definir lo nuestro. Decía que las etiquetas son para los frascos, no para las personas. Y yo asentía, porque sonaba lo suficientemente inteligente como para no contradecirlo. A veces llegaba con pan recién hecho, otras con un vino blanco barato que me obligaba a beber con resignación. Pero daba igual: era domingo, y cualquier líquido que ayudara a disolver la semana servía.
—El vino cura el alma —decía Raquel.
—Y también la reputación, si se bebe con elegancia —le respondía.
No sé exactamente en qué momento empecé a esperarla más de lo que admitía. Quizá el día que llegó llorando por un tipo que la había dejado en «visto» durante tres días. Se desahogó conmigo, yo le preparé café y, sin darme cuenta, terminé dándole consejos sobre dignidad mientras pensaba que yo habría hecho lo mismo si me dejaban en «visto» tres minutos.
Esa es la contradicción de la terapia emocional: uno cree estar ayudando, pero lo que hace es exponerse. Y yo me expuse. Mucho. Raquel solía decir que el domingo era su día favorito porque todo el mundo descansaba, menos los sentimientos. Y tenía razón. En esos días de calma aparente, todo lo que no resolviste en la semana se sienta a desayunar contigo. Por eso, supongo, necesitábamos nuestras sesiones.
A veces hablábamos de cosas profundas, como el miedo a envejecer solos o las ganas de desaparecer un rato sin dar explicaciones. Otras, simplemente veíamos series y nos reíamos de los personajes que creían tener su vida bajo control. En el fondo, sabíamos que reírnos de ellos era una forma de no reírnos de nosotros.
Una vez me preguntó si alguna vez había estado enamorado de verdad.
—Sí —le dije—. Pero no me acuerdo de si fue bonito o solo intenso.
—Tal vez es lo mismo —respondió.
Y nos quedamos callados. Un silencio breve, pero honesto.
El sexo también tenía su propio lenguaje terapéutico. No era pasional ni rutinario; era humano. De esos encuentros que no buscan redención, sino consuelo. Raquel decía que mis manos parecían más seguras cuando no tenía nada que decir. Y tenía razón: a veces el cuerpo entiende lo que la mente no puede explicar.
Después dormíamos. O fingíamos dormir. Y en algún momento, mientras ella respiraba enredada en mis sábanas, pensaba que esa escena era lo más parecido a la paz que había sentido en meses.
Pero un domingo no vino.
Le escribí a mediodía, con un tono casual, casi inocente: «¿Café o vino hoy?»
Nada.
A las cuatro de la tarde: «Oye, no me digas que madrugaste un domingo».
Silencio.
A las ocho: «Si esta es parte de la terapia, estás pasándote de realismo».
Ni visto.
Ese domingo se sintió como una habitación vacía. La casa olía igual, pero todo sonaba más fuerte: el reloj, la nevera, el eco de mis pensamientos. Hice café, puse la misma playlist de siempre y me senté en el sofá con una taza en la mano, esperando que el aroma compensara la ausencia. No lo hizo.
Fue entonces cuando entendí que mi terapia tenía efectos secundarios: la dependencia emocional de alguien que nunca prometió quedarse. Y no la culpo. Raquel era demasiado libre como para hacer de los domingos una obligación.
Durante las semanas siguientes, traté de sustituirla. Lo intenté con otras «terapias»: una chica del gimnasio, una amiga de una amiga, incluso una ex que reapareció por aburrimiento. Pero ninguna funcionó. No porque fueran diferentes, sino porque ninguna tenía su forma de reírse en medio de una confesión o de servirse vino mientras me decía: «No te tomes tan en serio, que la vida no da reembolsos».
A veces pienso que la gente llega a tu vida como medicamentos: algunos alivian, otros adormecen, y algunos simplemente te hacen creer que estás curado. Raquel fue eso: un placebo emocional que funcionó de maravilla hasta que el cuerpo se acostumbró a la dosis.
Un par de meses después, la vi en la calle. Iba con alguien. Sonreía. Y me dio un pequeño ataque de lucidez: entendí que había sido su terapia tanto como ella la mía. Nos miramos un segundo. No hizo falta decir nada. Sonrió. Yo también. Y seguí caminando.
Esa noche abrí una botella de vino. No el blanco barato que traía Raquel, sino uno de esos que los esnobs describen como «elegante, con notas de nostalgia y un final prolongado en la garganta». Me serví una copa, brindé en silencio y pensé que quizá la verdadera terapia no era ella, sino el simple hecho de tener a alguien que me recordara que todavía sé reírme de mí mismo.
Desde entonces, sigo haciendo mi terapia de los domingos.
A veces solo, a veces acompañado.
He descubierto que no hace falta una persona en el sofá para sanar un poco, basta con la voluntad de mirarse sin juicio, de aceptar que la vida, a los cuarenta y tantos, es una comedia de errores con subtítulos de esperanza.
No volví a escribirle.
Tampoco borré su contacto.
Supongo que todos necesitamos dejar abiertas algunas puertas, aunque sepamos que ya nadie va a cruzarlas. Y sí, todavía escucho las canciones que poníamos, aunque ahora me den más risa que nostalgia. He aprendido que el humor también es una forma de curación. Que hay que reírse de las ausencias antes de que ellas se rían de uno.
El domingo pasado, mientras me preparaba otro café, recordé su frase favorita: «Nadie se salva solo, pero hay domingos en los que vale la pena intentarlo».
Y lo hice.
Me salvé un poco.
Solo, pero con dignidad.
Y con vino, claro. Que toda terapia necesita su lubricante emocional.
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