Mi hijo acaba de cumplir seis años. Seis. Si lo pienso bien, para él debe ser como un siglo, porque, en su pequeña cabeza, el tiempo no se mide como para nosotros, los adultos. Para mí, seis años es solo un parpadeo, pero para él, es, tal vez, un universo de experiencias que apenas empieza a explorar.
Pero no pienso entrar en temas de relatividad, al menos no en este momento. Lo cierto es que, unos segundos antes de soplar las velitas, ha pedido un deseo que no quiso compartir conmigo. En ese instante, con evidente picardía, me contó que, si confesaba su deseo conmigo, luego no se haría realidad. Entonces, nos comimos la torta a mordiscos y todo quedó ahí.
Al otro día, mientras recogíamos los libros de la mesa después de hacer la tarea de la escuela, me miró con esa seriedad de niño que ya sabe lo que quiere, y me soltó una frase que me dejó helado.
—Papi —hizo una pausa legendaria, para luego dejarme petrificado con aquel latigazo—. Quiero ser youtuber.
A mí se me escapó una risa corta pero incrédula. No por la idea, sino por la sinceridad con la que lo decía. ¿Ser youtuber? ¿De verdad? No podía creer como una criatura de seis años recién cumplidos podía estar en condiciones de asegurar que su sueño es grabar vídeos. ¿Youtuber? ¿Para qué? ¿O por qué? ¿Youtuber de qué? Mientras me hacía ese puñado de preguntas, casi simultáneas, tantas como granos en un reloj de arena, descubrí que esto tenía que ver con aquel deseo que se reservó compartir la noche de su cumpleaños.
A los seis años, cuando yo tenía esa edad, mis aspiraciones eran mucho más… tradicionales, digámoslo así. Quería ser veterinario porque me gustaban los perros. Ya no. O jugador de fútbol, porque las tardes pasaban más rápido cuando le pegaba a la pelota sin camiseta y descalzo, justo en la calle frente a la casa de mi abuela. Después, a medida que fui creciendo, los sueños cambiaron de forma tan radical como la manera en la que reemplacé el ron por el vino, una vez que emigré. Aquellos sueños de vez en cuando eran más grandes, otras veces más pequeños, pero nunca pararon de aparecer y desaparecer. Quizá por una suerte de querer ser de todo y abarcar más, o tal vez por la ingrata inseguridad que muchas veces se apodera de nosotros.
En la primaria, mis amigos y yo soñábamos con ser astronautas. La idea de flotar en el espacio y hablar con extraterrestres parecía la promesa de una vida sin obligaciones ni tareas, solo aventura y cero matemáticas. Claro, al final, terminé siendo periodista, un trabajo que, en retrospectiva, tiene más de aterrizaje forzoso que de vuelo libre por el cosmos. Pero eso es lo que pasa con los sueños: van mutando como un software con actualizaciones diarias, y de repente te encuentras haciendo algo que nunca soñaste, pero que te mantiene ocupado… a veces más de lo que te gustaría.
Pero volviendo a mi hijo, ahí estaba él, con la tranquilidad del deber cumplido, una galleta de chocolate en mano y su mirada fija en el horizonte, como si estuviera viendo el futuro en alguna pantalla invisible.
—Quiero tener un canal de Youtube —añadió, como cuando pide su bebida después de comer.
Max, sin darse cuenta, en sus frases incluía una declaración de intenciones tan moderna que hasta me hizo sentir más viejo de lo que en realidad soy. A mí me cuesta entender este fenómeno. Yo vengo de una generación en la que, cuando alguien decía “ser famoso”, lo primero que pensábamos era en estar en televisión, no en un aparato pequeño que cabe en el bolsillo y te permite interactuar con miles de desconocidos. Pero, claro, en su mundo, ser youtuber es lo más cercano a un superhéroe.
En los segundos siguientes recordé aquellos momentos en los que usaba su tablet y me mostraba algún vídeo, algunas veces con curiosidades sobre Paw Patrol o los Superwings, otras acerca de trucos de magia y, más recientemente, sobre videojuegos.
Le sonreí, no porque no lo tomara en serio, sino porque lo tomaba demasiado en serio. En esa época, nosotros no teníamos la fabulosa oportunidad de vivir frente a una cámara 24/7, como ahora. Los niños de mi generación soñaban con ser famosos, pero esa fama se veía en la televisión o en los anuncios, no en la pantalla de un teléfono. Si alguien me hubiera dicho que mi hijo quería ser youtuber a los seis años, lo hubiera etiquetado por loco. Es más, me hubiera reído con esa risa irónica que siempre tengo cuando escucho algo que suena a ciencia ficción.
Yo, que en mi infancia pensaba que para ser alguien importante había que ser un héroe o un personaje de película, ahora veo a mi hijo creciendo en un mundo donde la fama es instantánea, fugaz, pero infinita. Y lo peor es que ni siquiera se necesitan años de trabajo en un set de filmación o 500 horas de ensayo en un escenario para alcanzar el estatus de estrella. Solo basta con tener una cámara, un teléfono con buena resolución y algo que decir.
Entonces, le pedí que me explicara sus grandes planes para el canal de YouTube.
—Quiero hacer vídeos jugando con el PS —continuó, como si supiera cómo se produce este tipo de contenidos, o mucho peor, hablaba como si tuviera una PlayStation.
—Para hacer eso necesitas, ante todo, una consola de videojuegos —argumenté, mientras ignoraba que estaba cavando mi propia tumba.
—De hecho, si no tienes todo el dinero para que me compres la PS puedes decirle a mami y así los dos gastan menos dinero —replicó, dejándome claro que estaba esperando este momento desde, incluso, antes de su nacimiento.
A los seis años, a mí me decían que los niños se compraban en la farmacia y lo creía. Pero, ahora, nuestros argumentos no pueden tener puntos débiles porque estos carajitos de ahora tienen la capacidad de detectar cualquier falla en la lógica, por minúscula que sea.
Mientras lo escuchaba, me preguntaba qué le diría yo, siendo el adulto en la conversación. ¿Debería decirle que ser youtuber no es un trabajo de niños? ¿O debería simplemente hacer como si no lo escuchara, y dejar que la tecnología, con su poder casi mágico, se encargue de educarlo en este nuevo oficio?
—Pues, a ver cuándo lo hacemos —le dije lo único que se me ocurrió, esperando cambiar el tema.
Mientras él calculaba la magnitud de mi respuesta, o su significado, sonreía. En ese instante, entendí que mi rol de padre en este tema no era más que un espectador, un espectador que, sin saberlo, también sería parte del show. Porque, después de todo, estamos aquí para apoyar los sueños de ellos, por muy raros, locos u originales que sean.
Yo, alguna vez, cuando era niño, pensé en estudiar paleontología, pero creo que nunca se lo dije a nadie. No me acuerdo. Quizá, de haberlo confesado, hoy estaría excavando huesos de dinosaurios en la Patagonia y no aquí, intentando inventar excusas para evitar lo inevitable.
Max no tiene ni idea de cómo hacer vídeos ni tampoco cuál es el proceso de publicación, pero tampoco tiene porqué saberlo. Cuando somos niños y se nos ocurre ser astronautas, en lo último que podríamos pensar es en todo el estudio y toda la preparación que se requiere. Da igual si somos unas mentes brillantes o no, porque un sueño es eso, un sueño.
Entonces, cuando creí que él se había distraído con las migas de sus galletas y había pasado página, aunque sea de manera temporal, soltó la que hasta ahora es, y seguro seguirá siendo, la frase más importante que ha dicho en sus seis años de vida.
—Papi, estoy feliz porque voy a ser youtuber.
Después de eso, y en menos de media hora, le he creado su canal de Youtube, he diseñado un bonito logo con sus colores favoritos y ya he pedido una PS en Amazon. Si mi hijo quiere ser youtuber, será youtuber. O, al menos, haré lo que esté a mi alcance para que cumpla su sueño, para que se haga realidad aquel deseo de cumpleaños.