Nunca pensé que mi historia de amor más intensa sería con un bocado de hojaldre. Sí, hablo de los pastizzi, esa joya de la gastronomía maltesa que me ha hecho replantearme mis prioridades en la vida. He conocido mujeres hermosas, he leído libros que han cambiado mi perspectiva, he contemplado amaneceres en lugares que nunca pensé visitar… pero nada, absolutamente nada, se compara con la felicidad pura y grasienta de un pastizz tal-irkotta desmoronándose en mi boca.
Todo empezó inocentemente. El otro día, al mediodía, caminando por La Valeta, hambriento y sin ganas de gastar una fortuna en un restaurante, vi un pequeño local con un letrero que decía «Pastizzi tal-irkotta u piżelli – L-irħas u l-aħjar!», que, según Google, podríamos traducir como lo más barato y lo mejor. Mi curiosidad y mi necesidad de ahorrar unos euros me empujaron a entrar.
—Un pastizz, por favor —dije con la inocencia de quien no sabe que está a punto de cruzar un punto de no retorno.
El hombre detrás del mostrador, un maltés regordete con bigote espeso y mirada de conspirador, me entregó un pastizz envuelto en una servilleta de papel grasienta. Lo sostuve con la reverencia con la que uno sostiene un billete ganador de lotería. El primer bocado fue una revelación. La masa crujiente, el queso ricotta cremoso… cada textura, cada sabor, era una sinfonía que solo los dioses podrían haber compuesto en un momento de pura inspiración culinaria.
Así empezó mi caída en el abismo. Pensé que podía controlar mi deseo. Solo uno más, me decía cada vez que pasaba frente a una pastizzerija. Es barato, no cuenta, racionalizaba mientras devoraba el tercero del día. Hoy caminé mucho, lo quemaré rápido, me decía, me engañaba con la autocomplacencia de un adicto que niega su problema. En cuatro días, había consumido alrededor de 20 pastizzi. Mi cuerpo, un templo hasta hace poco, se estaba convirtiendo en una ruinosa catedral de grasa y gluten.
Lo peor es que empecé a notar los efectos. Al tercer día, me desperté sudando hojaldre. Mi aliento olía a mantequilla fermentada. Mis dedos tenían un permanente brillo aceitoso, como si fueran velas encendidas. Intenté engañarme a mí mismo diciendo que era el clima de Malta, pero sabía la verdad. Los pastizzi me estaban poseyendo.
Decidí ponerme firme y parar.
Mañana no como ninguno, me prometí con la convicción de un político en campaña. Pero al día siguiente, apenas vi una pastizzerija abierta a las siete de la mañana, mi resolución se fue a la mierda. Solo uno, y después desayuno normal, dije, ignorando por completo que el pastizz ya era mi desayuno normal.
A mitad de la semana, me di cuenta de que algo iba mal. Sentía que me vigilaban. Cada vez que entraba en una pastizzerija, el dueño me miraba con esa expresión de saber que podía acabar con su stock en poco tiempo. Mi cara me delataba. En otra pastizzerija, un anciano maltés me vio comiendo mi séptimo pastizz del día y murmuró algo en maltés, santiguándose como si estuviera presenciando una posesión demoníaca.
Pero lo peor vino al cuarto día.
Decidí dar un paseo por Mdina, buscando despejarme, alejarme de la tentación. Caminé por sus calles de piedra, admiré sus edificios medievales, respiré profundo. Sí, esto era lo que necesitaba, pensé. Y entonces, sin planearlo, mis pasos me llevaron a una pequeña panadería en la esquina de una calle estrecha. Como en trance, entré y pedí dos pastizzi. Pero al primer bocado, supe que algo estaba mal. No era el mismo sabor celestial de los días anteriores. La masa no tenía la misma textura crujiente. El relleno estaba insípido. ¿Qué clase de aberración es esta?, pensé.
Miré al vendedor con sospecha. Era un hombre alto, con una sonrisa demasiado amplia. Algo en su expresión me puso nervioso.
—No es el original, ¿verdad? —le pregunté.
Su sonrisa se ensanchó aún más.
—Lo sabías —respondió en voz baja.
—¿Qué me diste? —mi voz temblaba.
—Un pastizz vegano.
Mi estómago se retorció.
Dejé caer el pastizz al suelo, como si hubiera tocado fuego. El hombre me miró con lástima.
—Ya es tarde —susurró—. Ahora sabes demasiado.
Me di la vuelta y salí corriendo. Sentí que algo oscuro había entrado en mi vida. Tal vez nunca volvería a confiar en un pastizz de la misma manera. Tal vez mi amor por ellos había sido una ilusión. Pero en el fondo, sabía la verdad: volvería a caer. Y de hecho lo hice. Entré a otro lugar y me comí tres de pollo, para que todo volviera a la normalidad.
Porque los pastizzi son como el amor: hermosos, adictivos y, tarde o temprano, te destrozan por dentro.
Para acompañar este banquete de contrabando, decidí abrir una Cisk 9%, la versión más intensa y contundente de la icónica cerveza maltesa. Con un contenido alcohólico del 9%, esta strong lager no es para los débiles de corazón ni para los que buscan algo ligero para acompañar la comida. Es para desquiciados como yo que atesoran aquellos que otros ven como una simple experiencia viajera. Porque, así como los pastizzi, esta cerveza también se ha robado mi corazón.
Ahora ya estoy de vuelta en Madrid. Antes de ir al aeropuerto, pasé a comprar una docena de pastizzi para llevar. Y aquí estoy, escribiendo esta confesión con un pastizz en la mano, llenando el teclado de grasa pero con la felicidad a flor de piel.
Y no los pienso compartir con nadie.
Foto: Descube Malta