Me hice un test de ADN y ahora resulta que soy mexicano. No un poquito, no un «tienes un tío lejano que comía tacos al pastor». No. Un rotundo 38,8%. Casi un 40% de mi código genético gritando «¡órale, güey!», y yo sin haber pisado nunca el Zócalo, sin entender del todo la diferencia entre un mariachi y un charro, y sin haber probado un mole que no viniera de sobrecito Maggi.
Lo peor no es enterarte de que eres mexicano a los 42. Lo peor es que, al parecer, soy más mexicano que venezolano, al menos según MyHeritage, que con su vocecita robótica me ha venido a decir que todo lo que creí sobre mi identidad nacional se resume a una bonita mentira tricolor con ocho estrellas y una arepa.
Ahora bien, uno puede lidiar con la sorpresa, claro que sí. Uno puede incluso bromear con eso en la sobremesa: «Mira, mi sangre grita tequila, no ron». Pero cuando lo piensas bien, cuando rascas un poquito debajo de la superficie y ves que también tengo un 36,1% de ADN africano, ahí empieza lo sabroso. Porque uno puede tolerar la mexicanidad inesperada, pero cuando tu genoma parece haber hecho escala en Nigeria, Congo, Senegal, Tanzania y hasta Egipto, uno se pregunta si en realidad no es más africano que cualquier otra cosa.
Y yo, que siempre me consideré un producto típico de Barquisimeto —mestizo, criollo, moreno bajo ciertas luces, trigueño en otras, con nariz dudosa y apellido común—, resulta que llevo por dentro la ONU. Un poco de todo. Como si mis ancestros hubieran jugado al bingo con el mapa del mundo y hubieran decidido que lo mejor era mezclarlo todo por si acaso. Una especie de licuado genético global con sabor a empanada y olor a palo de mango.
Pero vamos a poner orden en el desorden.
Para empezar, Según MyHeritage, soy 38,8% México. A lo que yo respondo: ¿de dónde, mi amor? ¿En qué momento se cruzaron los caminos? ¿Acaso uno de mis tatarabuelos se cayó de una caravana que venía bajando desde Chiapas y terminó sembrando maíz en Acarigua? ¿O fue un jaguar espiritual que se reencarnó en un bisabuelo que comía picante sin sufrir?
No tengo ningún pariente que diga «ándale» con naturalidad. No hay rancheras en los casetes familiares. Y sin embargo, ahí está: mi ADN empapado de tortillas, chile y herencia maya-azteca. Mi mejor hipótesis es que lo que MyHeritage llama «México» en realidad es una gran zona de referencia indígena americana, porque a falta de una base de datos más específica, ellos ven una secuencia de genes y dicen: «esto se parece a los tarascos, échalo pa’l saco de México».
O sea, mi linaje indígena venezolano de toda la vida —de esos que bajaban por los Andes o peleaban con los españoles en sabanas larenses— fue a parar, por un error de etiqueta o por pereza de geolocalización genética, al mismísimo Distrito Federal. Y aquí estoy yo, preguntándome si debo empezar a celebrar el Día de los Muertos.
Ahora, vamos con lo jugoso: 36,1% africano. Y no cualquier África, no. Mi árbol genealógico parece una ruta colonial: 10,4% África Occidental, 9% Nigeria, 8,3% Centroafricana, 4,1% África Oriental y 4,3% Egipto.
Y ahí sí me paro firme, con el pecho hinchado y los pies descalzos. Porque si de verdad tengo que abrazar una identidad heredada, que sea esta. No sé si mis ancestros llegaron encadenados en un barco negrero, si fueron libertos, cimarrones o bailarines, pero de que se quedaron, se quedaron.
Y lo agradezco.
Porque eso explica muchas cosas: mi gusto por los tambores, mis hombros que se mueven solos cuando suena algo sabroso, y mi manera de ver el mundo con una risa fuerte, de esas que nacen en el estómago.
Me siento más africano que mexicano, y no por desprecio al tequila, sino porque cuando reviso mis costumbres, mis gestos, mi manía de usar refranes con ritmo, mi manera de llorar con rabia y de reírme en voz alta, todo me suena a África. Es una herencia viva. Está en mi manera de contar historias, de mirar a los ojos, de no rendirme aunque me pateen el alma.
Si de verdad somos lo que llevamos por dentro, entonces yo soy un africano disfrazado de venezolano que se enteró que es mexicano por un algoritmo europeo. Un cóctel, un sinsentido, una belleza.
Por si fuera poco, el ADN también me soltó un 12,3% portugués y un 8,5% español (vasco y catalán incluidos, para que no digan que la genética no es inclusiva). Y ahí sí que no hay sorpresa. Porque en toda familia venezolana hay una abuela que hacía hallacas con acento ibérico, o un tío que tenía nombre de cura gallego.
Mi teoría es que por algún lado hubo un portugués que emigró a Venezuela en los años 50, abrió una panadería, conoció a una criolla con piernas de palmera y se olvidó del bacalao. También, más cercano a la realidad, pudo ser un español de bigote fino que se escondió en las montañas de Lara, por allá en Buena Vista, donde sé que estuvo uno de mis tatarabuelos, a finales de mil ochocientos, y terminó comiendo chivo en coco o arepa con suero. El punto es que esos genes europeos llegaron, se instalaron, se mezclaron con mis ancestros africanos e indígenas, y el resultado soy yo: una mezcla bendita con alma de guarapo y espíritu de fado.
Pero, pongamos todo esto junto.
Imaginemos que en el siglo XVII, un esclavo africano llegó al puerto de Coro y escapó con una joven indígena caquetía. Tuvieron un hijo que creció oyendo tambores y cuentos de jaguares. Años más tarde, un comerciante portugués pasó por ahí y, entre un trueque de cacao y una borrachera, dejó embarazada a una nieta de ese hijo. Esa descendencia creció, vivió Buena Vista, trabajó en el mercado de Río Claro o de El Tocuyo y, dos siglos después, dio a luz a un hombre que hoy escribe relatos y toma vino sin saber si es de uva o de cartón.
Y en algún punto de esa historia —porque todo relato necesita su giro narrativo— apareció una línea indígena que MyHeritage, en su infinita sabiduría, confundió con genética mexicana.
Y así, sin quererlo, nací yo.
Ahora, cada vez que alguien me pregunta de dónde soy, siento que debo responder con una presentación de Google Docs: «Bueno, nací en Barquisimeto, pero mi sangre es más internacional que el pasaporte diplomático del Papa».
Pero ¿sabes qué? No me quejo. Porque lo bonito de todo esto es que somos mezcla, somos historia, somos error y acierto, y en mi caso particular, un chiste cósmico con tacos, tambores y toques de bacalao.
Así que sí, querido lector, ahora resulta que soy mexicano. Y africano. Y portugués. Y español. Y seguramente algo más que aún no han identificado. Y eso, lejos de confundirme, me define.
Soy el hijo de todos y de nadie.
El nieto de un tambor, un fogón y una misa.
Y mientras más lo pienso, más me gusta.
Porque en un mundo donde todos buscan pureza, yo me celebro impuro, revuelto, y orgullosamente mestizo.
Con razón me gusta tanto Ricardo Arjona.
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Annerys
La historia de lo que recibimos en Venezuela durante muchos años, resumido en un test de ADN.