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La vez que conocí al ahora Papa peruano

Al ahora querido Papa peruano lo sigo desde antes que fuera mainstream. No me gusta presumir —aunque si hubiera un sacramento para el orgullo bien contado, ya tendría mi beatificación aprobada—, pero voy a decirlo igual: yo conocí al Papa peruano antes de que fuera famoso. Mucho antes de que se asomara al balcón del Vaticano para su primer «urbi et orbi» o de que los community managers de Dios decidieran que era buena idea abrirle cuenta en todas las redes sociales. Lo conocí cuando era solo padre, un religioso, un gringo bonachón con sandalias y una risa que parecía traída directamente del cielo… o del Perú profundo, que a veces es lo mismo.

Y no es que yo fuera a buscarlo.

Fue más bien una casualidad, de esas que solo ocurren cuando estás desorientado emocional, geográfica y espiritualmente. Yo estaba en Chiclayo, no por devoción, sino por error. Me había subido al bus equivocado en Trujillo —larga historia que involucra una resaca, un cartel mal escrito y una confusión con los nombres de dos ciudades que suenan parecido pero no lo son—, y terminé en ese rincón soleado del norte peruano con una mochila ajena, sin batería en el móvil y con más preguntas existenciales que soles en el cielo.

Fue entonces cuando conocí a Gimena, una mochilera argentina que usaba las palabras «energía» y «universo» más veces que «hola» o «gracias». Ella estaba participando en un retiro espiritual organizado por una comunidad católica que, según decía, no era «muy ortodoxa». Yo, en ese momento de vulnerabilidad turística y con el ego golpeado por el reciente abandono de otra chica que prefería la estabilidad emocional de un contador público, decidí seguirla. Fue así como terminé en una pequeña parroquia de barrio, donde los ventiladores colgaban como mártires de un verano eterno, y donde la hostia se servía con sonrisa y repelente.

Ahí apareció él.

Apareció el ahora Papa peruano. Su presencia no imponía, pero tampoco pasaba desapercibida. De buena altura, de complexión fuerte, cabello entrecano y una mirada amable, como si supiera cosas que tú todavía estabas aprendiendo. Llevaba la sotana a medias, siempre con una camisa de manga corta debajo, y un rosario en la muñeca como quien lleva un reloj que marca la fe en lugar de la hora. Le decían «el cura gringo», pero no en tono despectivo, sino con esa mezcla de respeto y cariño que uno reserva para los extranjeros que se quedan más tiempo del previsto y no preguntan dónde está el Starbucks.

Lo vi por primera vez dando una charla sobre San Agustín. Yo me senté en la última fila, más por el ventilador que por interés. Estaba leyendo Ensayo sobre la ceguera de Saramago, cuando él se me acercó y me dijo:


—Ese autor no es muy popular en los círculos católicos.


Le respondí que a veces, los que no creen también tienen cosas que decir.


Él sonrió y me dijo:


—Dudar también es una forma de fe. Sólo que más honesta.

Y así comenzó todo.

Nuestra primera conversación duró más de una hora, aunque parecía que solo habían pasado diez minutos. Hablamos de deportes, de la falta de sentido del humor en los púlpitos, de las contradicciones de la Biblia, de las redes sociales y de cómo él no entendía por qué la gente subía fotos de sus desayunos, pero igual le ponía «me gusta» por cortesía cristiana. Me confesó que tenía una cuenta de Facebook solo para seguir a los jóvenes de su parroquia, pero que no posteaba nada desde 2013. Yo le dije que eso lo hacía más papable que el 90% de los cardenales.

En los días que siguieron, lo vi participar en juegos con los niños, dar misa en sandalias, cocinar arroz con leche para una reunión comunitaria y perder un partido de vóley sin que se le cayera el alma ni la dignidad. Lo vi dar abrazos largos, escuchar sin interrumpir, llorar en silencio durante una homilía cuando mencionó a su madre. Vi a un hombre de fe, pero también a un tipo normal, de esos que hacen que la religión parezca algo posible, terrenal, digerible.

Una noche, tomando una cerveza sin alcohol en el patio de la parroquia —por respeto a los votos de sobriedad, me dijo—, le comenté en tono de broma:


—Padre, usted tiene pinta de papa millennial. Si le mete un poquito de carisma más, le dan el Vaticano con todo y acceso al WiFi celestial.


Él se rió fuerte, tanto que un gato se despertó sobresaltado.


—Dios nos libre —me dijo—. No sabría qué hacer con tanto oro y tanta reverencia. Yo con que no se me caiga el sermón del domingo, estoy feliz.

Yo, años más tarde, estando en Madrid por asuntos que no vienen al caso, en una mañana de mayo, me encontré con la noticia en mi móvil: aquel padre gringo es ahora el Papa peruano.

Me atraganté con el café.

Fui corriendo a buscar la foto y sí, era él. Con ese rostro sereno de siempre, esa sonrisa entre tímida y traviesa, y esos ojos de quien sabe que la vida es una broma que uno tiene que aprender a contar bien.

Ahora todos lo siguen.

Dicen que es moderno, que es el papa del pueblo, que habla español mejor que varios curas latinos, que fue obispo en Perú, que entiende el mundo digital, que no le teme a los temas difíciles. Pero yo, yo estuve ahí primero. Yo fui el pecador simpático que conversó con él en una parroquia con olor a incienso y sudor. Yo lo vi sin trono, sin guardaespaldas, sin protocolo. Yo lo escuché reír antes de que los medios lo convirtieran en ícono.

Por eso, querido Papa peruano, si algún día te llega esta carta —porque sé que tienes gente que googlea tu nombre en varios idiomas—, solo quiero que sepas que te sigo desde antes que fueras mainstream. Soy yo, tu agnóstico favorito, el de Chiclayo, el de Saramago, el de la última fila.

Y sí, me debes una chela.

Aunque sea sin alcohol.

Foto: Freepik

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