Cuando me diagnosticaron rectificación cervical, no fue una sorpresa. Mi cuerpo ya llevaba meses avisándome con crujidos sospechosos y dolores que no venían de ninguna borrachera. Pero igual jodía. Me sentí viejo. Roto. Oxidado. Así que, desesperado y en busca de ayuda profesional, pregunté en un grupo de WhatsApp si alguien conocía un buen fisio en Madrid.
La primera en contestar fue Elena, una excompañera de trabajo que ahora vive entre publicaciones de chakras y reels de yoga en la azotea. Me pasó el contacto de una fisioterapeuta milagrosa. Así lo dijo: milagrosa. Con esa fe que da el incienso y el fracaso amoroso.
—Te cambia la vida —insistió—. Después de verla, mi ex volvió a escribirme.
Me pareció una razón suficientemente absurda como para tomarla en serio.
Escribí.
Pedí cita.
Y así conocí a Clara.
Tenía manos firmes y me miraba poquito, pero sentía que era suficiente como para escanearme el alma. Su consultorio estaba decorado como si el feng shui hubiese tenido un romance con Pinterest: luces tenues, plantas falsas, cuencos tibetanos sonando de fondo y ese aroma raro que mezclaba eucalipto, vainilla y «quiero vivir aquí» aunque me diera alergia la mitad de los aceites esenciales.
Salí de la primera sesión caminando como nuevo.
No sin dolores, pero con una extraña sensación de haber reseteado algo más profundo. Y aunque no me lo permití pensar con claridad, supe que iba a volver. No solo por la espalda. Volver por ella.
Y volví.
Una vez por semana. Siempre los jueves a las seis en punto. Era nuestro momento. Ella me hacía preguntas simples con tono íntimo: ¿cómo dormiste esta semana? ¿Has tomado suficiente agua? ¿Te sigues despertando con dolor? Yo respondía con frases largas, de esas que buscan pretextos para que la conversación no acabe. A veces hablábamos de libros, otras de viajes. Incluso una vez me habló de su pareja, un odontólogo con pinta de aburrido y nombre genérico: Dani.
—Vivimos juntos, pero como que no —me dijo un día, mientras me estiraba el esternocleidomastoideo.
Yo asentí, sin saber si celebrarlo o fingir tristeza empática. Por dentro, saqué papel y lápiz emocional: «pareja distanciada: pista número uno».
La sesión del jueves se volvió ritual. Me duchaba con esmero, elegía ropa interior sin huecos y me ponía la colonia que X me regaló cuando cumplí 40. La buena. La de ocasiones especiales.
Clara me tocaba con profesionalismo, pero había algo más. Ese algo intangible que no está en el contrato. Cuando me masajeaba el cuello, me hablaba suave, muy cerca. Cuando me alineaba la espalda, a veces se reía bajito si mi cuerpo crujía de forma graciosa. Me decía: «ese fue tu karma saliendo por la escápula», y yo me enamoraba otro poquito.
Nunca pasó nada. Ni una insinuación. Pero yo ya estaba jodido. Me gustaba. No como un adolescente que se obsesiona con la chica de la barra. Me gustaba como a los hombres rotos les gusta quien los toca sin miedo. Como quien se aferra a la única persona que no pregunta por qué uno está cansado de todo.
Y entonces, un jueves cualquiera, mi ex —la oficial, la madre de mi hijo Max— me llama y me lanza una pregunta lapidaria.
—Oye, Jacinto, ¿a partir de ahora tú puedes recoger a Max los jueves? Es que se me complica con el trabajo y el curso de cerámica japonesa.
—¿A qué hora?
—A las seis.
El universo tiene un sentido del humor de mierda.
Le dije que sí. Por Max, por supuesto. ¿Qué clase de padre dice que no a recoger a su hijo por ir a que le soben los omóplatos?
Pero no tuve el valor de decírselo a Clara. Así que fingí. Le mandé un mensaje diciendo que ese jueves tenía una reunión ineludible. Ella fue amable. Me respondió con un emoji de carita comprensiva y un «tranqui, nos vemos la próxima».
La próxima no llegó.
Le mentí de nuevo. Y de nuevo. Hasta que, tras la quinta ausencia, le mandé un audio largo —uno de esos que ensayas tres veces— contándole que me habían derivado a otro centro más cerca de casa, que lo cubría mi seguro, que era temporal, y que la extrañaría. Ella respondió con elegancia, aunque un pelín distante. «Entiendo. Te deseo lo mejor. Ha sido un placer tratarte».
Y con eso, cerramos la historia.
Mentira. Yo cerré la historia.
Los jueves se convirtieron en otra cosa. Recogía a Max, le preparaba merienda, grabábamos vídeos para su naciente canal de YouTube, veíamos alguna serie animada con lecciones de vida al final. Y yo, por dentro, pensaba en Clara. No como quien se obsesiona, sino como quien no entiende por qué algo que se sentía bien tuvo que acabarse así. Por miedo. Por torpeza. Por no saber decir: «me gustas, pero tengo un hijo al que también quiero cuidar».
—Papá, ¿por qué ya no vas donde la doctora? —me preguntó Max un jueves mientras desbloqueaba un nuevo nivel de Lego World en su Nintendo Switch.
—Porque ya estoy mejor, hijo.
—¿Entonces por qué estás más triste?
Y ahí, sí, me derrumbé un poco.
Pasaron tres meses. Y un día, a media tarde, Clara me escribió.
—Estoy embarazada —decía el mensaje.
Lo leí cuatro veces.
Sí, cuatro.
Como si las letras fueran a cambiar por arte de no entender.
—Sé que no tiene nada que ver contigo, pero quería contártelo —añadió.
No supe qué decir, pero pensé que Dani por fin sirvió para algo más que blanquear dientes.
Redacté un mensaje empático y otro sarcástico. Borré ambos. Al final, apenas tuve valor de responder con vergüenza.
—Gracias por decírmelo. Me alegra por ti. Y… me da una tristeza rara.
Lo que escribí fue educado, pero lo que pensé fue que mi cervical jamás iba a enderezarse del todo después de ese mensaje.
Ella respondió con un corazón. El rojo.
Y ahí quedó todo.
Hasta que, una semana después, recogiendo a Max del colegio, lo vi hablando con una señora embarazada que me resultaba conocida desde la espalda. Se giró. Clara. Mis dos mundos colisionando en la puerta del cole como si el guion lo hubiese escrito uno de estos nuevos productores de películas turcas que se encuentran en Netflix.
—Papá, ella es la mamá de Luna —me dijo Max—. Está en mi clase. Y ella se llama Clara.
Clara me miró con una sonrisa dulce. Yo también. Nos dimos un beso en la mejilla como dos conocidos que alguna vez se tocaron el alma sin quitarse la ropa. Nadie dijo nada más.
—Papá, ¿tú alguna vez te enamoraste de alguien que no era mamá? —preguntó Max días después, mientras lavábamos los platos después de la cena.
Tragué saliva.
Me quedé mirando la espuma del jabón en el plato, alargando el momento como si el silencio pudiera salvarme.
Pensé en todas las formas de mentirle con poesía.
—Sí. Pero no siempre podemos quedarnos con quien queremos —apenas le respondí.
Él no entendió del todo. Pero me abrazó. Como si no hiciera falta entender para cuidar. Al final, lo único que me enderezó la cervical fue un niño con preguntas incómodas y no una fisioterapeuta que jamás supo lo que hizo conmigo.
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