Mi hijo tiene seis años, pronto cumplirá siete, y ya manda correos electrónicos. Sí, correos electrónicos: esa cosa que los adultos usamos para trabajar, recibir facturas, discutir con el ente recaudador y confirmar vuelos que nunca salen tan baratos como aparecían en esa promoción que previamente había aterrizado en la carpeta de mensajes no deseados. Correos, lo más aburrido del mundo adulto, convertidos por él en el parque de juegos más divertido que ha descubierto en su tablet. Esa misma tablet que, en teoría, era para hacer las tareas de matemáticas del colegio y que terminó siendo su pasaporte secreto hacia el Gmail.
Hace un tiempo mi bandeja de entrada —normalmente saturada de spam, notificaciones absurdas, clientes impacientes y newsletters a los cuales nunca me suscribí— me mostró algo distinto: un correo sin asunto cuyo remitente no era otro que Max, mi hijo. El corazón me dio un salto, como si me hubiera llegado una carta desde otra dimensión. Lo abrí con la mezcla de miedo y curiosidad que da cuando no sabes si lo que está detrás es un virus o un milagro.
El milagro fue él, con su primer mensaje: «Hola, papá». En realidad escribió “Hola Papa”, sin coma ni tilde, seguido de una avalancha de iconitos que resumiré así: cervezas, banderas de Venezuela, balones de fútbol, trofeos y porterías. Decenas de ellos, alineados como si fuera un desfile militar de símbolos digitales. Yo los miraba y me preguntaba qué carajo significaba ese jeroglífico. No era una frase, ni un párrafo, ni nada parecido a un texto, sino un mural contemporáneo que mezclaba mis gustos, nuestra identidad y, creo, sus obsesiones infantiles.
La cerveza, evidentemente, me la estaba dedicando a mí. Porque aunque no beba todos los días, sí me ha visto disfrutar de una caña con amigos o de una copa de vino en casa, y en su cabeza de niño de seis años ha concluido que ese es el elixir de la felicidad adulta. Al menos de la mía. Las banderas son un recordatorio de lo que somos, aunque él solo tenga recuerdos de parques españoles más que de plazas venezolanas. Los balones son su presente absoluto: todo su mundo cabe dentro de una pelota de fútbol. Los trofeos, su futuro, porque Max celebra antes de jugar y reparte victorias imaginarias como quien reparte caramelos. Y las porterías son las metas, tan simples y tan claras como el arco que él siempre quiere llenar de goles en el patio.
Al menos esa es la conclusión a la que, a priori, me da la gana llegar.
Me quedé un rato largo mirando ese mensaje, como quien observa un cuadro abstracto y empieza a encontrar significados ocultos. Y lo único que atiné a responder fue algo sobrio, aburrido y adulto: «Hola, hijo. Te amo. Saludos». Luego añadí mi firma, sí, con nombre y apellido, como si le estuviera contestando a un notario o a la Dirección General de Tráfico. Porque uno ya viene configurado así: en el mundo adulto no se mandan correos sin firma; no vaya a ser que el receptor no sepa quién eres. Como si mi hijo de seis años necesitara que le recordara que soy yo, su padre.
Desde entonces me escribe con cierta frecuencia. Siempre correos sin asunto, siempre con pocas palabras y con una lluvia de símbolos digitales que ya se han convertido en nuestro código secreto. Yo, que llevo veinte años enviando correos de trabajo que nadie quiere leer, me encuentro ahora recibiendo el único correo que realmente importa.
Y es curioso el contraste.
Él me manda un mensaje lleno de dibujos; yo le respondo como si fuera una reunión de negocios. Él me saluda con una fila interminable de trofeos; yo le contesto con la seriedad de quien aprueba un presupuesto. Él me envía el equivalente a un carnaval digital y yo le devuelvo un comunicado oficial. Creo que, en el fondo, me divierte mantener ese papel: él pone los dibujos, yo pongo las palabras. Él me da el juego, yo le doy la certeza. Es un equilibrio extraño, pero funciona.
Lo que más me sorprende es su capacidad de asombro. Descubrió que podía escribirme por correo y que yo podría responderle, como si hubiera encontrado un pasadizo secreto para llegar a mí por otra vía. Esa puerta, lejos de intimidarlo, lo entusiasma. A veces me imagino la escena: él sentado con la tablet en las piernas, las cejas fruncidas como cuando llega la hora de hacer las sumas y restas, escribiendo con la seriedad de un oficinista que acaba de recibir su primer ascenso. Y en lugar de cifras o excusas, me manda cervezas, banderas, balones y copas.
No sé si él es consciente del peso que tienen esos correos para mí. Para él, seguramente, es solo un juego. Para mí, en cambio, es un recordatorio brutal de lo que significa la paternidad en estos tiempos. Yo crecí en una época en la que comunicarse con el padre era hablar cara a cara, en la mesa o en la calle, y, con suerte, con un balón real entre los pies. Él, en cambio, me manda emails, como si desde ya estuviéramos ensayando para cuando sea adulto y me escriba desde su oficina pidiéndome un consejo o una transferencia de unos pocos euros.
Pero lo maravilloso es que, por ahora, la inocencia le gana a la rutina. En lugar de adjuntos en PDF, me adjunta sueños. En lugar de facturas, me manda banderas. En lugar de notificaciones de pagos, me llega un «Hola Papa» que lo vale todo. Y yo, que he pasado media vida peleando con bandejas de entrada llenas de correos inútiles, descubro que el único que realmente me cambia el día no tiene asunto.
Lo pienso y me da cierta nostalgia anticipada. Porque sé que dentro de poco, cuando crezca un poco más, abandonará esa costumbre. Cambiará los correos por WhatsApp, los balones por auriculares, las banderas por memes y los trofeos por corazones rotos. Y yo voy a echar de menos estos mensajes incomprensibles que me obligan a descifrar significados ocultos.
De hecho, ya se notan señales del cambio. Hace poco me envió un correo sin cervezas. Solo banderas, balones, hamburguesas y helados. Me asusté. ¿Dónde estaba mi cerveza? ¿Por qué me la había quitado? Tal vez estaba ensayando una versión más seria, o quizás, sin darse cuenta, me estaba diciendo que ya había comprendido que la cerveza es de adultos y que a él, por ahora, le toca la parte divertida: el juego, la bandera, los dulces.
Y ahí me entró el vértigo.
Porque si a los seis años ya manda correos, ¿qué va a estar haciendo a los doce? ¿Y a los dieciséis? ¿Me escribirá correos de disculpa? ¿De rebeldía? ¿De distancia? Ojalá que no. Ojalá que siempre quede algo de este código secreto, este idioma absurdo de emojis que, en realidad, dice más que cualquier párrafo bien escrito.
Yo me hago el serio, sí; le respondo con mi nombre y mis apellidos como si estuviera en un juzgado. Pero en el fondo, cuando veo llegar un correo de Max con asunto vacío, se me ilumina el día. Sé que no hay cliente, factura ni notificación que pueda competir con eso.
Y cuando llegue el momento en que él empiece a redactar correos serios, con frases como «quedo pendiente de su respuesta» o «adjunto encontrará el documento solicitado», yo voy a vengarme. Me convertiré en él cuando tenía seis años. Voy a mandarle de vuelta un correo sin asunto, con cien cervezas, cincuenta balones, treinta trofeos y un par de porterías gigantes. Sí, con toda la intención, para que no se le olvide que su primera etapa como usuario de Gmail fue gloriosa.
Y para recordarle, además, que el correo más importante que he recibido en mi vida no tenía asunto, ni firma digital, ni adjuntos en PDF, pero tenía todo lo que importaba: un «Hola Papa», con errores ortográficos, y un idioma secreto que solo nosotros dos entendemos.
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