Me subo al mismo autobús todos los días, a la misma hora. A veces pienso que, si un día me retraso o me despisto, los choferes se preguntarán qué habrá sido de mí. Porque sí, ya hasta soy amigo de ellos.
En ese horario suelen turnarse tres conductores: Jota, Nico y Tanausú. Cada uno tiene su estilo de manejo y su carácter, y yo los distingo de inmediato, no por la cara —que siempre llevan medio escondida tras el cansancio—, sino por los pequeños gestos. Jota es el que siempre lleva una gorra distinta, como si en vez de coleccionar sellos coleccionara viseras. Tiene un hijo mayor que juega de delantero en el equipo juvenil del barrio y no se cansa de repetir que «ese chaval va a llegar a primera división». Nico es el Teide en erupción: masculla palabrotas contra el tráfico, insulta semáforos, pero apenas menciona a su hija se le derrite la voz, porque quiere ser enfermera y él la imagina vestida de blanco, salvando vidas. Y luego está Tanausú, que parece calculadora humana: te da consejos sobre cómo ahorrar en la compra, te recita precios de supermercados como si fueran versículos bíblicos, y mientras tanto calcula mentalmente cuántos minutos lleva de retraso y cuántos frenazos necesitará para recuperarlos.
Alguna que otra vez me he quedado charlando con ellos en los semáforos. Son minutos que saben a confesionario: se quejan del sueldo, celebran algún triunfo doméstico, o me cuentan anécdotas absurdas de pasajeros. Yo los escucho, ellos me escuchan, y en ese cruce breve siento que pertenezco un poco al mundo de los que conducen la ciudad a diario.
Pero aunque mi amistad con los choferes hace más cálido el trayecto, mi verdadero entretenimiento está dentro, entre los pasajeros.
El autobús es un escenario ambulante. Una cápsula de humanidad con treinta actores improvisados que se suben y se bajan sin guion ni ensayo. Y yo, sentado al principio, a mitad del pasillo o junto a cualquier ventana, tengo la butaca perfecta para observar.
Hay un club de pasajeros habituales, casi tan permanentes como los asientos. El hombre del traje arrugado, que parece vivir en la oficina y madrugar solo para oler a estrés. La señora del mercado, que carga bolsas como si fuera a abastecer a un batallón, aunque seguro se trata de un par de nietos glotones. Y el chaval del trap, convencido de que sus auriculares son mágicos y lo aíslan del mundo, cuando en realidad todos compartimos su playlist barata, grave y repetitiva.
Ellos son mi fondo de pantalla. Están ahí, viajan conmigo todos los días, pero rara vez les dedico más de una mirada. Se me hacen familiares, pero no me detengo en ellos. Quizá porque me fascinan más los pasajeros eventuales, los que aparecen como cometas fugaces y tal vez no vuelvan nunca más.
Como aquella ejecutiva impecable que una mañana se subió al bus como si hubiera aterrizado en otro planeta. Llevaba un traje perfecto, tacones que chirriaban contra el suelo del pasillo, y una expresión de incredulidad, como si el autobús fuera un zoológico y ella hubiera quedado atrapada entre jaulas. No era su hábitat natural, eso estaba claro. Seguramente su coche se había estropeado o el chófer particular había amanecido enfermo. Yo ya le había armado una historia: mujer de éxito, capaz de negociar millones en una sala de juntas, pero incapaz de entender cómo diablos se timbra para bajar en la parada.
Otra vez apareció un guitarrista frustrado, con sombrero ridículo incluido, convencido de ser Sabina en rebajas. De esos, imagino, que nadie les pide música, pero siempre van por ahí con su guitarra. Estaba tarareando algunos acordes desafinados que, estoy seguro, no hacía falta escucharlos para intuir que dolían más que el traqueteo de un motor.
El bus tiene esa magia: pone a convivir a desconocidos que jamás se dirigirán la palabra, compartiendo aire viciado y miradas furtivas. Es un reality show gratuito, un zoológico humano sobre ruedas. Y yo, en vez de mirar notificaciones en el móvil, me dedico a elegir un personaje por viaje, alguien al azar, y me invento su vida hasta que se baja. Un pasatiempo tonto, sí, pero infinitamente más entretenido.
Lo curioso es que nunca me fijo en los habituales. Los ignoro como si fueran parte del mobiliario. Y así ha sido durante años: observando pasajeros fugaces, inventando guiones, dejando que mi imaginación rellenara huecos que jamás conocería en la realidad.
Hasta que ocurrió.
Hoy.
Un día como cualquier otro, idéntico al de ayer. El mismo autobús, el mismo asiento, la misma rutina. Y, sin embargo, todo cambió.
Ella estaba ahí.
Una chica de rostro familiar. No era pasajera nueva: llevaba meses, quizá años, compartiendo ese trayecto conmigo. Yo la había visto, claro, pero con esa mirada distraída que se posa y pasa de largo, como quien ve el mismo edificio todos los días sin reparar en sus detalles. Era parte del paisaje, invisible por costumbre.
Hoy la vi de verdad. No sé si fue la luz de la mañana que entraba distinta por la ventanilla, o si fue mi propio cansancio, que me obligó a dejar de inventar guiones ajenos para simplemente mirar alrededor. Pero por primera vez, la vi.
Tenía el cabello recogido a toda prisa, como si hubiera perdido la batalla contra el despertador. Llevaba auriculares colgando sin conectar y una libreta sobre las rodillas, que hojeaba sin prestar atención. Sus ojos parecían ausentes, fijos en un punto que no existía.
Y entonces ocurrió lo que no estaba en mi guion: levantó la mirada. Me miró. Y sonrió.
No fue una sonrisa teatral, ni coqueta, ni siquiera larga. Fue apenas un gesto leve, casi involuntario. Pero bastó. Me atravesó como un rayo. Me dejó sin aire. Esa sonrisa no pedía nada, pero me lo dio todo.
El timbre sonó. Jota arrimó el autobús a la parada y se detuvo. Ella se levantó y bajó, una parada antes que la mía. Así, sin más. Me dejó allí, clavado en el asiento, con el corazón alterado y la absurda sensación de haber desperdiciado decenas de viajes sin haberla visto nunca de verdad.
El resto de mi trayecto fue un simulacro. El del traje arrugado volvió a bostezar. La señora ajustó las bolsas. El chaval del trap siguió martillando nuestros oídos. Todo igual, pero nada igual. Porque yo ya no era el mismo.
Entonces, entendí que uno puede pasar años compartiendo espacio con alguien y nunca mirarlo de verdad. Que a veces la rutina nos vuelve ciegos, y que una sola sonrisa, fugaz, basta para romper esa ceguera.
Lo cierto es que ya quiero que llegue mañana. Solo para volver a coincidir. Para buscar esa sonrisa otra vez. Y, esta vez, atreverme a preguntarle cómo se llama.
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