Yo no creo en el amor a primera vista. Ni en las almas gemelas. Ni en la compatibilidad de signos. Soy de los que, cuando el horóscopo dice «hoy conocerás a alguien especial», lo único especial que conozco es el saldo negativo en mi cuenta del banco. Pero esa noche… esa noche pasó algo.
Estaba haciendo zapping virtual, como hago cuando procrastino en modo ninja, y YouTube —ese algoritmo entrometido que me conoce mejor que mi madre— me sugirió una entrevista antigua de Jaime Bayly. Y yo, que soy devoto de ese irreverente confesor tropical, le di clic. Así, sin saber que estaba a punto de perder mi fe en la soltería voluntaria.
Aparece ella.
Stephanie Cayo.
No la conocía. O quizá sí, no lo sé, quizá de algún póster, de alguna serie que vi con una ex que hablaba más que los diálogos. Pero esa noche, no. Esa noche la vi. Como si el HD tuviera un botón oculto que dijera «Activar deseo irreprimible».
Veintipocos años. Camiseta gris. Piernas largas como la carretera Panamericana. Sonrisa de exportación. Lunar en su mejilla derecha. Ojos entre verde, gris y miel, como si la genética hubiera hecho un experimento de laboratorio. Y entonces Bayly, fiel a su estilo de poeta lascivo, lanzó una perla.
—Yo daría todo mi dinero por casarme contigo.
Y ella se ríe.
No de cortesía. Se ríe como si no le molestara la idea. Como si, en el fondo, supiera que todos los hombres del planeta en ese momento habrían dicho lo mismo.
Yo pausé el video. Literalmente. Tuve que tomar aire. Esa risa me hizo sentir como si me hubieran cacheteado con una flor. Desde entonces, Stephanie Cayo se convirtió en mi vicio personal. Vi su filmografía casi entera: desde sus inicios en telenovelas, pasando por La Marca del Deseo (donde ya empezaba a desearla) hasta esa joya escondida llamada El Comandante, donde interpreta a una periodista peruana que visita Venezuela durante el intento de golpe de estado de Hugo Chávez. Yo, periodista en otra vida, casi me pongo de pie y aplaudo. No solo por el personaje, sino por lo bien que le quedaba el blazer ajustado y esa mirada inquisidora de «te descubro hasta el subconsciente».
Me enamoré de su voz. De sus entrevistas. De su acento peruano. De sus bailes en Instagram, donde se mueve con una mezcla de gracia y pecado que ni Shakira en sus mejores años. Hay algo en cómo se le escapan las caderas. En cómo no intenta ser sexy, pero lo es con una contundencia que debería venir con advertencia para cardíacos.
Flaca. Elegante. Desenfadada. Divertida. Una de esas mujeres que pueden comer tacos en la calle o posar en Cannes sin cambiar de actitud. Y yo, mientras tanto, solo… desde mi sofá. Viéndola bailar en bucle. Aprendiendo pasos de salsa mental que nunca podría ejecutar sin terminar en urgencias.
Mis amigos no entienden.
—¿Stephanie Cayo? ¿En serio?
Y yo sí. Yo muy en serio.
Porque no es solo por su belleza, que ya de por sí es una declaración de guerra al autoestima ajeno. Es por esa energía. Esa luz. Ese no sé qué que te hace pensar que si ella te abrazara una vez, tú podrías empezar a dormir sin pastillas.
Un día, en un arranque de optimismo, le escribí un mensaje privado en Instagram. No decía nada explícito. Era algo así como: «Si algún día te cansas del glamour, de los premios, de los sets de grabación, y quieres una vida simple con alguien que le gusten los viajes con mochila… aquí estoy».
Nunca lo leyó.
O sí, pero no respondió. Y lo entiendo. Hay mil hombres más guapos, más exitosos, más cercanos. Yo solo tengo buen sentido del humor, algo de talento con las palabras… y una leve obsesión con su perfil derecho.
Pasaron los años. Y yo seguí viendo sus historias. Sus viajes. Sus series y películas nuevas. Algunas mejores que otras. Y siempre decía lo mismo.
—Esa podría ser la mujer de mi vida.
Hasta que un día, sucedió.
Estaba en Madrid, por trabajo. Entré a un bar hipster, uno de esos que sirven el café como si fuera vino y tienen más plantas que sillas. Me senté en una esquina, saqué el portátil, y pedí un americano con sacarina.
Y entonces la vi.
A ella.
Stephanie.
Cayo.
Sentada a tres mesas. Sola. Con un libro en la mano. Leía Siddhartha, una novela que ya había leído yo un par de años atrás. Sin maquillaje. Sin luces. Sin cámaras. Con una gorra. Mi corazón hizo un triple mortal.
Primero pensé: no puede ser.
Después: ¿qué hago?
Y al final: no pienses, actúa.
Me acerqué.
Temblando como quinceañero en su primer beso, e improvisé una frase con voz de adulto funcional.
—Perdona… ¿eres Stephanie Cayo?
Ella levantó la vista.
Sonrió.
—Sí. ¿Nos conocemos?
—No… pero casi. Llevo años viéndote… actuar. Y bailar. Y… bueno, creo que podrías ser la mujer de mi vida, pero eso es algo que no se dice en la primera frase.
Rió.
¡Rió!
Como en la entrevista con Jaime Bayly.
—¿Quieres sentarte? —me preguntó aún con esa perfecta sonrisa en su rostro.
Nos quedamos hablando más de media hora. De libros. De Perú. De Venezuela. De por qué el arroz con mango no tiene mango. Era todo lo que imaginé. Y más. Hasta que sonó su teléfono. Lo atendió. Asintió. Se disculpó.
—Tengo que irme —dijo—. Fue un gusto conocerte.
Se levantó. Me dio un beso en la mejilla. Y antes de irse, me dejó una servilleta con algo escrito.
La abrí cuando ya no estaba.
La servilleta, doblada con precisión de origami sentimental, tenía algo escrito con letra de actriz que ha firmado demasiados autógrafos: «Gracias por hacerme reír. Nunca pierdas eso. Y sí… podrías haber sido el hombre de mi vida. Quizá en otra vida. O en esta, si te atreves. —S».
Me quedé congelado.
Me sudaban las manos.
¿Ella? ¿Stephanie? ¿S de Stephanie? ¿Era posible? ¿Había dicho eso? ¿Era una invitación? ¿Una trampa emocional? ¿Un guiño del universo… o del café con hongos?
Miré hacia la puerta.
Nada.
Ni rastro de su perfume, ni de su silueta, ni de sus piernas Panamericanas. Y justo cuando estaba a punto de leerla otra vez —por si había código oculto, firma secreta o declaración en clave morse— sonó mi despertador.
El jodido despertador.
Abrí los ojos. Mi techo. Mis paredes. Mi almohada babeada. No había café hipster. No había Madrid. Y, por supuesto, no había Stephanie Cayo. Solo yo, en calzoncillos, con el portátil aún encendido en la entrevista con Bayly pausada en el minuto 40:25. La sonrisa de ella congelada en pantalla. La mirada traviesa. La risa que me sigue pareciendo el mejor ringtone posible para una vida que nunca viví.
Me levanté en silencio. Caminé hasta la cocina. Me serví, con sabor a derrota, lo que quedaba de una botella de vino barata. Porque, en el fondo, no me sentía tan mal. No todos los sueños te dejan un beso en la mejilla. Algunos te dejan la certeza de que, aunque sea en tu subconsciente, ella te eligió. Y eso, para alguien como yo, que vive escribiendo historias que tal vez nunca pasaron, es más que suficiente. Aunque, lo confieso, aún sigo revisando Instagram por si algún día el algoritmo también se enamora de mí.
Foto: @unlunar