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Tenemos que hablar

Nunca he entendido del todo lo que pasa cuando Lara dice esa temida frase. Es como si esas tres palabras cargaran una especie de maldición que transforma cualquier situación ordinaria en un campo minado. Lo peor de todo es que lo dice cuando menos lo espero. Como hace un par de horas, justo cuando estaba a punto de encender la tele para ver el partido del Barsa ante el Villarreal. No me dio tiempo ni de sujetar bien el control remoto antes de escucharla.

—Tenemos que hablar —dijo, y el mando se me resbaló de las manos como si fuera jabón mojado.

Hablar, pensé. ¿De qué? Si hemos estado hablando todo la mañana, todo el domingo, ¿no? Pero claro, ese es el problema. Para mí, hablar es algo sencillo, directo. Para ella, siempre parece haber un trasfondo, algo que no capto ni usando el GPS del móvil.

—¿Qué pasa? —le pregunté, aunque sabía que esa pregunta solo iba a alargar mi sufrimiento.

—Nada —contestó, con una seriedad que ya me empezaba a descolocar.

Ahora bien, en mi mundo, cuando digo “nada”, es eso: nada. Significa que todo está bien, que no hay nada de qué preocuparse. Pero en su mundo… en su mundo, el “nada” es el principio de todo. Es como abrir la puerta de un sótano oscuro donde sabes que algo te va a saltar encima, pero no tienes idea de cuándo.

Yo, en mi infinita ingenuidad, decidí hacer lo que mejor sabía hacer: ignorar las señales de peligro. Cogí el mando, intentando retomar lo que quedaba de mi tarde, pero ella me miraba con esos ojos que podrían derretir un cubo de hielo. Si de verdad yo creía que iba a poder ver el partido después de eso, entonces era un tonto.

—Ah, bueno… —dije, con el tono más neutral posible. Mal movimiento.

—Ah, bueno… —repitió, imitando mi tono, pero con una precisión quirúrgica que casi dolía.

Cuando la escuché, supe que ya estaba metido hasta el cuello en algún lío, pero no sabía en cuál. Me quedé ahí, congelado, control en mano, sin atreverme a encender la tele. Al final, era inútil. Ella me tenía exactamente donde quería.

—¿Qué hice? —pregunté, resignado a enfrentar lo que viniera.

Suspiró. Ese suspiro. Largo, profundo, como si estuviera cargando el peso de todas las injusticias del mundo. Yo ya lo conocía, y sabía que nada bueno venía después.

—Es que siempre es lo mismo —dijo, cruzando los brazos.

Siempre es lo mismo. La frase mágica que, de alguna forma, convertía el problema del momento en una colección de todos mis errores acumulados. No solo estaba en problemas por lo que fuera que hubiera hecho ahora, sino por todo lo que había hecho desde que la conocí. Era como una lista interminable de fallos, y me estaba ahogando en ella.

—¿Qué es lo mismo? —pregunté, ya sintiendo cómo el abismo se abría bajo mis pies.

—Que no me escuchas —contestó, mirándome como si fuera el tipo más despistado del planeta. Y, bueno, tal vez lo era.

¿No la escuchaba? ¿Cómo no iba a escucharla si siempre le respondía cuando hablaba? Hasta había perfeccionado ese sonido neutro entre un “mmm” y un “sí”, que según yo era suficiente para demostrar que estaba prestando atención. Pero al parecer, no era suficiente.

—Claro que te escucho —repliqué, como si de verdad creyera que eso iba a arreglar las cosas—. Si me has estado contando de… tu jefe, ¿no?

Error. Lara frunció el ceño.

—Eso fue hace dos semanas, Kalel.

Dos semanas. ¿Quién llevaba la cuenta? Para mí, todas las conversaciones que teníamos se mezclaban en una especie de neblina donde el tiempo no existía. Pasado, presente… ¿quién podía saber qué día fue qué? Pero, evidentemente, para ella, las cosas no funcionaban así.

El silencio que siguió fue incómodo, como esos momentos en que sabes que todo está mal pero no tienes ni idea de cómo arreglarlo. Yo sabía que debía decir algo, pero cada palabra que salía de mi boca parecía agrandar el agujero en el que me encontraba.

—No es que no te escuche, Lara —intenté, por fin, con algo que sonara a disculpa, aunque ni yo mismo sabía qué estaba disculpando—, es que… no sé qué es lo que realmente quieres que entienda.

Ella me miró en silencio. ¿Me había pasado de sincero? Tal vez sí, pero la verdad era esa: no entendía qué quería. Y lo peor es que, aunque le preguntara, las respuestas siempre venían cargadas de jeroglíficos, dobles sentidos y un montón de emociones que no sabía cómo procesar.

—Es que no sé cómo explicártelo —dijo, finalmente, con un tono que parecía rendirse. La batalla no estaba ganada, pero al menos no iba a explotar en mi cara.

El desconcierto era mutuo. Yo no entendía lo que ella quería decir, y ella no sabía cómo decirlo. Era como si fuéramos dos extraterrestres tratando de comunicarnos a través de una línea de teléfono averiada.

Nos miramos. Ella frustrada, yo… bueno, yo solo estaba tratando de evitar que se me derrumbara el mundo encima.

—Bueno… —dije, soltando el mando en la mesa—, tal vez no necesitamos explicarlo, ¿no?

Ese fue un tiro en la oscuridad. No sabía si iba a funcionar, pero al menos sentía que estaba haciendo algo, cualquier cosa, para que todo volviera a la normalidad.

Para mi sorpresa, Lara me miró y sonrió ligeramente. Fue una sonrisa pequeña, pero sincera. Un pequeño alivio en medio del caos que siempre nos envolvía cuando intentábamos “hablar”. Quizás, y solo quizás, había algo de razón en lo que dije. Tal vez no era necesario desmenuzar cada palabra o gesto. Quizá el problema no era tanto la falta de comunicación, sino el exceso de intentos por explicarlo todo.

Nos quedamos en silencio un rato. Esta vez, no era el silencio incómodo de antes, sino uno que, de alguna manera, nos daba una tregua. Ella volvió a sonreír y me di cuenta de que, aunque no hubiéramos resuelto nada, al menos habíamos llegado a un pequeño acuerdo tácito: a veces no hay que entenderlo todo para estar bien.

Y sin que ninguno de los dos lo notara, encendí la tele. Cuando lo hice, ya el Barsa ganaba 0-1 en 20 minutos de partido, con gol de Robert Lewandowski.

Foto: Freepik

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