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Tendré que aprender italiano

Desde que terminó mi relación con X, la Navidad se ha convertido en un experimento sociológico personal, una mezcla entre independencia absoluta y un leve síndrome de Grinch. Al no tener compromisos con nadie, el universo me otorga una libertad inusual: puedo tomar decisiones que solo afectan a mi orgullo y a mi cuenta bancaria. Sin embargo, esta temporada de luces parpadeantes y villancicos que parecen salidos de una conspiración para torturar solteros, siempre logra tambalear mi solidez emocional. Mi árbol de plástico, ese héroe que se alza como un símbolo de resistencia en mi sala, se convierte en un reflejo de mi estado civil: fijo, eterno y adornado con la melancolía de los recuerdos navideños que nunca fueron.

Las luces, las risas ajenas, los brindis… todo me recuerda que suelo estar solo en estas fechas. Este año, sin embargo, mi amiga italiana Valeria insistió en que la acompañara a un almuerzo con sus amigos. Dudé, pero al final acepté. Llevé conmigo algo típico venezolano para compartir: patacones. Me dije a mí mismo que, si iba a estar rodeado de extraños, al menos podría hablarles de mi tierra a través de la comida. La comida nunca falla, pensé. Si no conquistas corazones, al menos conquistas estómagos, que a veces es más útil.

Llegué temprano a casa de Valeria con los ingredientes frescos y mi plan de conquista culinaria bajo el brazo. Sé que los patacones no son un típico plato navideño, pero era lo más fácil que podía hacer para un grupo de entre 15 y 20 personas. Yo, mientras intentaba no quemar la cocina, Valeria preparaba su mejor playlist de Spotify para comenzar a crear ambiente.

—Conque así conquistan los venezolanos, ¿eh? Con comida —reía Valeria, quien me hacía compañía con un trago de gin tonic en su mano derecha.

—Claro, ¿o tú crees que Simón Bolívar ganó batallas con discursos? No, con arepas —respondí, al mismo tiempo que escuché el timbre sonar.

Valeria abrió la puerta desde el intercomunicador de la cocina y, 16 segundos más tarde entró Clarisa. Era imposible no notarla. Aunque era más bien baja de estatura, su cabello azabache caía en ondas suaves sobre sus hombros como si acabara de protagonizar un comercial de champú, y unos ojos color caramelo tan profundos que me hicieron dudar si eran de verdad o un truco de iluminación. Y, por supuesto, estaba esa bufanda roja con un estampado tan estridente que parecía robada de un carnaval. En cualquier otra persona habría sido un desastre, pero en ella funcionaba. Sin duda, su aspecto hablaba por ella: «Soy hermosa, y además puedo usar esto sin que te atrevas a criticarme».

—Hola, soy Clarisa —se dirigió a mí, con un marcado acento italiano en su muy fluido inglés.

El mío, americanizado por culpa de las películas de Hollywood, se volvió torpe de repente, pero logré responderle sin tartamudear demasiado. Mi acento venezolano, ese que lucha por pronunciar correctamente las vocales, salió a flote, y ella sonrió.

—Nice to meet you, Henry —y algo en esa frase sencilla me desarmó por completo.

Clarisa había venido a Madrid por una semana para visitar a Valeria. Al igual que mi amiga, era italiana, pero su español era limitado. Nuestra conversación se deslizó naturalmente hacia el inglés, aunque a veces su acento era tan melodioso que me perdía en cómo sonaban las palabras, no en lo que decía. Durante el almuerzo, Clarisa me lanzó una sonrisa cuando probó los patacones.

—¡Está muy bueno esto! ¿De verdad es banana? —preguntó sorprendida.

Intenté, desempolvando palabras en idioma extranjero, explicarle la diferencia entre plátano y banana, lo que resultó ser una tarea más difícil que resolver un cubo Rubik. Valeria, que disfrutaba de mi lucha, intervino.

—No te esfuerces, la diferencia entre plátano y banana es como cuando me explicaste que en Venezuela decís “pana” y no “amigo”, no tiene sentido —bromeó.

A partir de ese momento, por razones que no puedo explicar, Clarisa y yo no hacíamos otra cosa más que buscarnos con la mirada. Parecía mentira que, coincidíamos en una infinidad de puntos de vista y siempre, siempre, nos movíamos en función de la ubicación del otro. Todo esto, dentro de una sala de 20 metros cuadrados.

No recuerdo quiénes estuvieron en aquel almuerzo. Honestamente no me interesa. El tiempo pasó volando y, después de unas cuantas copas de vino, me despedí de Clarisa con un beso que intenté ubicar con precisión quirúrgica, a dos milímetros de sus labios, no sin antes intercambiar nuestros números de teléfono.

La semana que siguió fue como vivir una fantasía. Clarisa decidió cambiar todos sus planes para estar conmigo. Paseamos por las calles iluminadas de Madrid, comimos churros con chocolate en San Ginés, visitamos el Reina Sofía y nos perdimos en la belleza del Guernica. Cada momento con ella era como una pequeña eternidad. En un par de días, su presencia se había convertido en mi hogar temporal. Cuando hablábamos, a veces ella usaba expresiones en italiano, y yo intentaba imitarla, lo que siempre terminaba en risas.

—Suenas como un cantante de ópera español —dijo en algún momento… y no entendí si se trataba de un halago o una burla, pero decidí tomarlo como lo primero.

Evidentemente no los conté, pero nos dimos unos 10.000 besos y nos regalamos otros 8.000 abrazos. No hubo discusiones. Siempre estuve de acuerdo en todo lo que ella opinaba: que el mejor café espresso estaba en Italia, que los semáforos en Madrid duraban una eternidad, que lo mejor de España era el jamón y que una pizza con piña es una aberración, entre otras cosas.

En la intimidad de nuestras charlas, me contó sobre su vida en Roma, donde vivía con su esposo y su pequeña hija de cinco años. No intenté juzgar ni cuestionar. Simplemente acepté el momento por lo que era: un milagro breve. En su último día en Madrid, andando por el Parque del Retiro, me miró y dijo: «Sabes, this feels unreal». Tenía razón. Estaba viviendo una luna de miel sin matrimonio y sin siquiera un anillo de compromiso. Más tarde, mientras tomábamos vino en una terraza, me miró fijamente y dijo: «Si nos hubiéramos conocido en otra vida, tal vez…» y no terminó la frase, pero no hizo falta. Ambos sabíamos lo que quería decir.

La hora de su partida llegó demasiado pronto. La llevé al aeropuerto, con el corazón encogido.

—Ti amo, Clarisa —le susurré al oído.

Ella sonrió.

—Ti amo anche io —respondió, mientras una lágrima temblorosa se desplazaba por una de sus mejillas.

Su acento italiano hizo que esas palabras se sintieran como un regalo y una puñalada al mismo tiempo. La vi desaparecer entre la multitud del aeropuerto, llevándose consigo algo que nunca podré recuperar. Durante el camino de regreso a casa, pensé en lo que habíamos vivido. Fue breve, pero también fue inmenso. Clarisa era un sueño que había aterrizado en mi realidad solo para recordarme que aún era capaz de sentir, o de amar. ¿Era amor verdadero? ¿O simplemente una ilusión creada por la magia de las luces navideñas y el vino español? Nunca lo sabré, pero sí sé que fue real para mí.

Ahora, he decidido que aprenderé italiano. Quizá por Clarisa, claro, pero en general creo que las italianas me llenan de vida y, francamente, no quiero que la próxima termine burlándose de mi acento en dos idiomas diferentes. Aprenderé italiano porque, si la vida sigue este patrón, algún día quizá termine diciendo “ti amo” por mucho más tiempo y sin subtítulos. No porque quiera encontrarla de nuevo –eso sería demasiado pretencioso de mi parte–, sino porque algo en mí ha cambiado. Además, parece que las italianas tienen una facilidad impresionante para romper mis esquemas. ¿Qué tienen? ¿Una especie de manual de instrucciones universal para desarmar corazones extranjeros? Quizá aprender italiano sea mi manera de prepararme para la próxima vez que una italiana decida poner mi vida patas arriba.

Clarisa fue mi amor fugaz, mi tragedia navideña y el catalizador que me enseñó que algunos amores no necesitan durar para cambiarnos para siempre. Porque hay amores que no están destinados a durar y si algo aprendí esta Navidad, es que algunas despedidas saben a un “arrivederci” que nunca llega, aunque el eco de esas palabras siga resonando en nuestra cabeza mucho después de que el avión despegue.

Foto: Freepik

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