Él no lo sabe. No puede darse cuenta de lo que en realidad está ocurriendo. Ni siquiera sospecha que algo anda mal. No es capaz de percatarse de que el mundo en el cual vive solo existe en su cabeza y que su destino es un tema sin importancia para el resto de la humanidad, que es todo aquello que se encuentra a su alrededor.
Él representa algún tipo de amenaza para todos, excepto para él. Sus pasos no son coherentes. Sus pisadas son espontáneas y ligeras, pero van sin una ruta definida, sin dirección. Él no tiene un rumbo lógico, pero, cuando está presente, todos atienden a cada una de sus acciones, sin importar el lugar.
Él genera lástima, produce pena ajena, origina aversión y provoca repugnancia. Pero también es objeto de burlas y risas sigilosas. No asimila que aquellas extrañas miradas rechazan su presencia y tampoco divisa esa forma en la cual una anciana, en plena vía pública, golpea con su codo el brazo de su marido, también octogenario, para que no pierda detalle de la forma en que él anda vestido.
La memoria de sus músculos es lo que, con seguridad, le permite caminar. Es la inercia de su cuerpo la que lo empuja a buscar cualquier cosa para comer. Porque vive hambriento, come mal, no se alimenta. Por puro instinto, reconoce que el agua quita la sed, pero no distingue olores ni sabores. Es un hecho que no puede recordar nada. Es un ser sin planes, sin motivos; es una persona desmemoriada por completo, sin uso de razón, sin nada.
Él desconoce que el próximo sábado será su cumpleaños número 42 y que apenas unos meses más tarde se completarán 10 años desde que no sabe quién es. Alguna vez tuvo nombre, apellido, documento de identidad y número de seguridad social. Incluso, en su pasaporte exhibió sellos, que no eran pocos.
Estamos hablando de un tipo importante. Un individuo con un doctorado en la Universidad Complutense de Madrid, un profesional que tuvo un muy buen trabajo. También tuvo novia, familia y amigos, un montón de buenos amigos… Pero eso a nadie le importa, excepto a mí.
Yo sí sé todo lo que él no, y también recuerdo cada detalle de su vida. En mi memoria aún viven todos aquellos momentos que fueron importantes. Los triunfos y, desde luego, las experiencias que no fueron tan buenas. Maldita sea la hora en la cual me perdí y caí en este siniestro lugar, en este desdichado espacio, en este sitio oscuro, infortunado y terrorífico.
Todos creen que él habla solo. Nadie se imagina que es conmigo con quien lo hace. Soy yo su interlocutor. Conmigo es con quien pelea cuando intento aparecer, cuando intento recuperar el cuerpo que habité hasta hace una década, luego de perder aquella silenciosa batalla que comenzó cinco años antes.
Mientras él duerme, es cuando más oportunidad tengo de despertar de este infierno, pero mi mente está tan dañada que no consigo llegar a ella de ninguna manera. De todas formas, ya estoy cansado de intentarlo; es más, si existiese un milagro, renunciaría a él. Me rehúso a la posibilidad de que un acto divino me devuelva a la vida porque estoy seguro de que mi oportunidad ha caducado.
Estoy muy arrepentido. No saben cuánto. Repudio el día en el cual me hice socio de aquella empresa, porque ese día fue el principio de mi fin. Es que no tenía límites. El dinero me permitía hacer, de forma literal, lo que me venía en gana.
Llegué a tenerlo todo. Tenía tanto que me desorienté. Perdí el enfoque, perdí la brújula que me había hecho llegar hasta ahí. No me pude controlar, nadie tampoco podía hacerlo. Estaba ciego, desbocado, enloquecido. Sin darme cuenta acabé, en un ratico, con todo lo que me llevó años alcanzar. Lo había perdido todo. Toqué fondo y desaparecí sumergido en los excesos, en las drogas y, desde luego, en el alcohol, en mucho alcohol.
Tiré a la basura una vida soñada. Eché a perder la gran oportunidad de hacer familia, de celebrar mis logros y de compartirlos con mis seres queridos. Pero fui egoísta y muy ambicioso. Pensé en mí, solo en mí, y lo he pagado muy caro.
Hoy estoy resignado a vivir en el limbo. O, dicho de otra manera, a morir en cualquier momento. Me resigno a verme comer basura y esos restos de comida que encontramos por la calle, que lejos de alimentarnos, lo que está haciendo es acabar poco a poco con este cuerpo, porque ya el alcohol y las drogas no son parte del menú.
Estoy resignado. Resignado a ser testigo de un triste y doloroso desenlace. Resignado a que él no sea más que un estorbo para esta ciudad. Resignado a ser un loco indigente. Pero, sobre todo, resignado a que ninguna de esas tantas personas que conocí, con quienes crecí y compartí tantas cosas, se vista de héroe e intente salvar a este sujeto malviviente en el que me he convertido, aunque sepan quién soy y me conozcan de toda la vida.
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