Skip to content Skip to sidebar Skip to footer

No sé si abrazarla o arder con ella

Fue fácil reconocer que ella no era de aquí. Y no lo digo solo por ese español suave, casi tímido, que se le escapa con cada palabra, ni por un acento que no termina de pertenecer a ningún sitio. Lo digo por la manera en que mira los nombres de las calles como si buscara algo más que una dirección. Como si detrás de cada letrero pudiera aparecer una pista, una señal, una coincidencia.

No es de aquí. Ni de allá.

Es hija de una mezcla que no aparece en los mapas ni en los cuentos: un padre portugués con manos de panadero y la mente inquieta de un Saramago sin barba; y una madre árabe de voz templada, tal y como esas canciones que se cantan al atardecer en los patios de Damasco, y una espalda firme como la de quienes han cruzado más fronteras de las que quisieran recordar.

Pero ella nace lejos de ambos mundos. En un rincón improbable del mapa, un país que sólo los errores del destino podrían haber elegido y que no hace falta mencionar. Y aun así —o por eso—, parece haber heredado lo mejor de cada raíz y haberse inventado lo que le faltaba.

Su piel es clara, pero no pálida.

Es ese tono que toma la leche cuando coquetea con el caramelo, con la calidez suficiente para parecer siempre recién tocada por el sol, incluso en invierno. No usa base ni lo necesita. Tiene el tipo de piel que habla en voz baja, con pecas repartidas como constelaciones mínimas que sólo alguien muy cercano podría descifrar.

Y yo estaba tan cerca que podía verlas.

¿Y sus ojos? Bueno, sus ojos son de otro universo.

De un verde que no se encuentra en la naturaleza, pero que, de algún modo, parece orgánico. Un verde de musgo mojado, con destellos dorados que solo aparecen cuando sonríe de verdad. Son grandes, tiernos, pero siempre con algo escondido detrás. Como puertas entreabiertas a una habitación a la cual aún no me han invitado a pasar. Mirarla es sentirse observado por algo más profundo que la razón.

Como si adivinara intenciones.

Como si me escuchara incluso antes de hablar.

Los labios, por su parte, son su propia biografía. Llenos, suaves, de un rosa casi indecente para alguien con cara de ángel. No necesitan palabras para contar historias. Se bastan con un gesto, una curvatura, una pausa. Y cuando habla, lo hace como quien se besa con las vocales.

Tiene una nariz pequeña, armoniosa, con un aro discreto en el lado izquierdo. Ese detalle, casi rebelde, parece una firma en medio de tanta armonía. Un aviso. Un «sí, soy dulce… pero no te fíes». Porque esa es ella: una contradicción deliciosamente viva.

Su cuerpo es otro mapa, uno que no pide ser explorado, pero que inevitablemente lo es. No es alta, pero camina como si cada paso tuviera un destino claro. Tiene curvas suaves, naturales, con la proporción exacta entre dulzura y fuego. Sus hombros redondeados, su cintura definida sin esfuerzo, sus piernas firmes y ágiles como las de quien ha subido colinas, corrido trenes, cruzado aeropuertos. Todo en ella dice movimiento, decisión, libertad.

Y sin embargo, al mirarla quieta uno siente que está frente a una criatura doméstica, de esas que huelen a refugio y a café caliente. Tiene esa dualidad: parece lista para desaparecer al siguiente viaje, pero al mismo tiempo, uno quiere pedirle que se quede.

Es emprendedora.

Se lo ha montado sola. Tiene más ideas que tiempo, más proyectos que excusas. Hace malabares con sus días, vende, crea, factura, organiza, resuelve. No necesita a nadie… pero sabe acompañar. Trabaja duro, con la disciplina silenciosa de quien no espera premios. Es independiente, sí, pero no inalcanzable. Es de las que prefieren invitarte a caminar a su lado antes que esperarte sentada.

Y a pesar de todo eso —o justo por eso—, es tierna. No cursi. No débil.

Tierna.

De esas personas que recuerdan si te gustaba el café con canela o con unas gotas de brandy, que escriben «avísame cuando llegues», que acarician con los ojos. Una ternura madura, sin azúcar innecesaria. La ternura de quien ha llorado sola y ha aprendido a cuidarse, pero todavía cree en abrazos que curan.

Su cara, ya lo he dicho, parece la de un ángel despistado. Un ángel que no se dio cuenta de que cayó del cielo y terminó en esta tierra de horarios, impuestos y corazones rotos. Pero bajo esa fachada de calma, de sonrisa educada y mirada serena, sé que se esconde otra historia. No lo sé por lo que dice —que suele ser prudente—, sino por lo que no dice, por esa pausa mínima entre sus frases, por esa manera de bajar la vista justo antes de lanzar una verdad que tal vez no estás listo para oír. Hay en ella una tensión contenida, como si su alma llevara años bailando al borde de un acantilado. No tiene un mapa, ni lo quiere. Y eso la hace aún más fascinante: camina con la determinación de quien no teme perderse, porque en el fondo sabe que, donde sea que termine, el lugar también se volverá suyo.

Hay algo salvaje en su forma de ser, una electricidad sutil que vibra justo debajo de su piel. No es de las que se desbocan fácilmente, pero intuyo que, si alguien logra tocar la cuerda adecuada, puede estallar como una tormenta sin aviso. Su carisma es apenas la antesala de un fuego más denso, más oscuro. Tiene un temperamento que no se deja domesticar, que juega a esconderse detrás de su carita angelical, mientras en el fondo ya está preparando una revolución.

Y yo… yo no sé si quiero calmarla o provocarla. Si quiero abrazarla o arder con ella. Pero sé que, si alguna vez decide entregarse por completo, no será con medias tintas. Será en risas o en rabias, en besos o en huidas. En todas sus formas posibles, al mismo tiempo.

Y eso es lo que más me fascina.

Porque no hay nada más erótico que el misterio de una mujer que se construyó a sí misma, que me mira sin pedir permiso, que camina como si supiera adónde va —aunque no lo sepa—, que me acaricia con una sonrisa y que guarda, bajo esa carita angelical, una tormenta que yo… yo quiero provocar.

Bueno, este monumento de mujer es mi cita de hoy.

Aún ando incrédulo.

Aún no sé cómo lo conseguí. No tengo una teoría, ni una estrategia que repetir. Solo sé que ha sido una jugada inesperada de la vida, un hermoso accidente, un milagro terrenal que me ha hecho volver a creer en Dios. Ojalá que lo que ocurra hoy no sea solo tomar un café. Y si lo es… ojalá que mañana se repita.

Foto: DALL-E

5/5 - (1 voto)

Leave a Comment

ESCRIBO PORQUE ME GUSTA Y PORQUE PUEDO

FREDDY BLAAN © 2025. Todos los derechos reservados.

Este sitio web es desarrollado por: