He pasado las últimas dieciséis horas escuchando en bucle Nirvana, una de las nuevas canciones de Ricardo Arjona. Podría sonar exagerado, incluso algo masoquista, pero hay canciones que te atrapan, que te hacen sentir como si estuvieras frente a un espejo cantándote verdades que nadie más se atreve a decir. Esta es una de esas canciones. Es casi como un mantra, una especie de exorcismo emocional. Es un recordatorio, una declaración de principios, un espacio de sinceridad al que siento que pertenezco. Creo que Arjona tiene esa capacidad de simplificar lo complejo y de normalizar lo cotidiano y, con esta canción, siento además que ha logrado acceder a un rincón muy privado de mi mente, porque, con sinceridad, esta canción no me suelta. Y tampoco quiero que lo haga.
En los últimos días me he sentido atrapado en ese laberinto mental que llamamos bloqueo del escritor. Estoy cerca de terminar algo —que para mí es— grande, algo que he estado creando durante meses, pero hay un trozo de la historia que se resiste a salir. He probado de todo: ir a cantar un poco al karaoke, tomar mucho vino en casa, relajarme en la playa, volver a ver —aquella oscura serie de Netflix— Dark, terminar de leer Siddhartha (Hermann Hesse), comenzar a leer Dream Girl (Robert B. Parker) y dormir más de lo que suelo hacerlo, pero de momento nada funciona. Así que, como último recurso, me rendí a esta canción, la dejé sonar una y otra vez esperando que algo, lo que fuera, se desbloqueara en mí.
Y ahora me he puesto a escribir sobre Nirvana.
Nirvana es, casi con exactitud, el concepto de lo que hoy es mi vida emocional. Esta canción tiene algo que me captura. No es sólo la melodía, ni siquiera la letra por sí sola, sino la mezcla de ambas. Es como si Arjona hubiera abierto mi pecho, mirado dentro y puesto palabras y música a lo que siento en este momento de mi vida. Me pregunto si a ti también te pasa, si has tenido esa sensación de encontrar una obra de arte que parece escrita para ti, como si hubiera esperado todo este tiempo para llegar justo cuando más la necesitas. Es una especie de magia.
Lo curioso es que antes ya mi Spotify había reproducido Nirvana de manera reiterativa, aunque esta vez es diferente. La primera vez que escuché esta canción en bucle fue hace unas semanas, el fin de semana de su lanzamiento. Curiosamente, no estaba solo. Estaba de visita Desireé, una amiga que comparte conmigo la admiración por Arjona. Fue casi una coincidencia cósmica su llegada con la publicación de la canción. Su presencia en casa fue como un soplo de aire fresco en medio de mi vía crucis. Habíamos estado hablando de su música desde hace mucho tiempo, con ese entusiasmo que solo los fans podemos entender. Pero aquella primera noche juntos, diseccionamos cada frase, cada nota. Pasamos horas escuchándola, compartiendo algunas botellas de vino y hablando de nuestras vidas, nuestras frustraciones y nuestras vulnerabilidades.
Desireé siempre ha tenido esa habilidad de transformar cualquier momento en una confesión profunda. Esa noche hablamos de todo, pero sobre todo de amor, ese tema que Arjona domina y que nos domina a todos, a pesar de que juramos ser inmunes a él. Ella decía que Arjona había logrado encapsular lo que significa la libertad emocional, ese desprendimiento de todo lo que no suma. Yo, por mi parte, solo podía asentir mientras el estribillo se clavaba en mi cabeza como una verdad incómoda que no había querido enfrentar.
La letra de la canción es brutalmente honesta. «Yo solo creo en mí, y a veces dudo». ¿Qué frase puede ser más cierta? La escucho y siento que describe mi relación con el mundo, con mis proyectos, incluso conmigo mismo. Hay días en los que creo tener todas las respuestas, en los que siento que estoy en control de mi vida, y luego hay días como este, en los que todo se desmorona y me encuentro buscando sacar el trozo de historia que me falta para salir de este bloqueo.
Creo que eso es profundamente humano. Ahora mismo tengo tantas dudas que un pequeño tropiezo en la aventura de escribir un libro y siento que no soy digno de terminarlo. Con el paso de los años, aprendí a desconfiar de las promesas de los demás, de los juramentos de amor eterno, de las palabras que pretenden llenar silencios cargados de verdad. Pero también aprendí a desconfiar de mi propia voz interior, la que me asegura que «la próxima vez será diferente».
Lo cierto es que ahora estoy aquí, solo, escuchando Nirvana luego de 16 horas seguidas, con dos botellas de vino a cuestas y con un bloqueo creativo brutal. Mientras la canción sigue sonando, aquellos días junto a Desireé aún resuenan en mi cabeza. Me pregunto si ella también está escuchándola dondequiera que esté ahora mismo, aunque no creo que la sienta como yo la siento ahora. Hay algo en esa melodía que me atraviesa, que me hace repasar mis propios demonios y decisiones.
Pero no es solo la canción lo que me tiene atrapado; es mi vida misma, como si estuviera sincronizada con su ritmo. Recuerdo cuando conocí a Lorena. Fue mi última relación seria, llena de «primeras veces». Con ella hice cosas que siempre quise hacer, pero que nunca había hecho porque antes ninguna de mi anteriores parejas se atrevió a hacer conmigo. Viajamos juntos un par de veces y, coincidencialmente, también era fanática de Arjona. Tanto, que me acompañó en una gira de varios conciertos del artista por toda España. Existía una química absoluta, pero pese a que parecía una relación demasiado perfecta, terminó. Aunque ha pasado tiempo, escuchar Nirvana me trae de vuelta esos recuerdos, no de manera nostálgica, sino como una forma de entender el estado emocional en el que me encuentro ahora.
Cuando Arjona dice: «Pon un sueño en mi colchón, desnúdate toda, deja en paz a la razón, pasaron de moda fiesta, ajuar y obligación», no puedo evitar pensar en todas las veces que intenté encajar en moldes, cumplir expectativas que no eran las mías. Con Lorena, por ejemplo, hubo un momento en el que sentí las ganas de formalizarlo todo, de convertir nuestra relación en algo aún más configurado según los estándares sociales. Pero al final, ella no quería eso. Pensé que queríamos lo que la canción describe: algo real, sin disfraces ni formalidades, algo que doliera en los huesos pero que fuera auténtico.
Ahora mismo creo que, en este punto, existe un «no sé qué» que me dice que estoy exactamente donde debo estar, aunque no lo entienda del todo. Creo que no quiero amar de nuevo. No porque no crea en el amor, sino porque estoy cansado de las falsas promesas, de los moldes prefabricados. La canción dice: «Y si un día me olvidarás, te olvidaré». Esa frase me golpea fuerte, porque creo que encapsula lo que quiero en este momento: una conexión que sea intensa, pero que también tenga la libertad de acabar cuando tenga que acabar, sin resentimientos, sin dramas. ¿Es eso demasiado pedir?
Mientras escuchaba la canción en bucle, pensé mucho en lo que me dijo Desireé aquella noche. Hablamos sobre cómo el amor no siempre es eterno, y eso está bien. Sobre cómo las conexiones humanas son valiosas, incluso si no duran para siempre. Quizá Nirvana no sea sólo una canción; quizá sea un recordatorio de que está bien vivir el momento, de que está bien no tener todas las respuestas, de que está bien dudar.
Cuando era adolescente tuve un gran amor. Aquel duró ocho años maravillosos. Creía en el amor como se cree en los milagros: ciegamente. Era joven, ingenuo, y pensaba que bastaba con querer para que las cosas funcionaran. Ella también pensaba lo mismo, pero éramos jovenes y cometer errores era parte del aprendizaje.
Y yo cometí unos cuantos.
Luego vino Clara, y con ella un tipo de amor distinto, más maduro, más consciente. O eso pensé. Clara era un torbellino, alguien que podía iluminar la habitación con una sonrisa pero también dejarla en penumbra con un suspiro. Me enseñó que el amor no siempre es suficiente, que a veces las expectativas no se alinean y que el tiempo puede ser cruel. Cuando terminó, no hubo gritos ni reproches, solo un silencio abrumador y la sensación de que había perdido algo importante, aunque no pudiera definir exactamente qué.
«Deja tu ropa allí, junto al pasado». Esta frase, simple y directa, me transporta a esas noches en las que el deseo vence al sentido común, a esos encuentros fugaces en los que, por unas horas, el pasado queda suspendido y solo importa el presente. Pero también me recuerda los momentos posteriores, cuando el silencio regresa y las dudas vuelven a ocupar su lugar habitual.
Arjona menciona el nirvana, ese estado de plenitud y desprendimiento, y me hace pensar en lo lejos que estoy de alcanzarlo. Si el nirvana es la ausencia de deseo, estoy condenado, porque a pesar de todo, sigo deseando. Deseo conectar, amar, entender y ser entendido. Pero también deseo olvidar, dejar atrás las cicatrices y empezar de nuevo. ¿Es posible desear el desapego? Parece una contradicción, pero es una en la que vivo.
Recuerdo a Sofía, una mujer que fue todo menos convencional. Nos conocimos en un bar, como tantas historias empiezan, y desde el principio dejó claro que no estaba buscando nada serio. Yo tampoco lo estaba, pero con el tiempo, nuestras noches sin compromiso se convirtieron en madrugadas de conversaciones profundas y risas cómplices. Nunca hablamos de futuro, porque sabíamos que no lo teníamos. Pero, irónicamente, fue ella quien me enseñó a vivir el presente. Cuando se fue, no hubo despedidas dramáticas, solo un beso en la mejilla y un «te cuidaré desde lejos» que nunca olvidaré. Quizá es por eso que esta canción me resuena tanto. Porque no se trata de un amor idealizado, sino de algo real, tangible, imperfecto. Es un recordatorio de que no todo tiene que tener un final feliz, de que a veces el caos es suficiente.
Pero volvamos a mi bloqueo creativo.
Después de 16 horas con esta canción, no puedo decir que lo haya superado del todo, pero algo ha cambiado. Quizá lo que necesitaba no era encontrar la solución al problema, sino aceptarlo, vivir con él un rato, darle espacio para respirar. A veces, como dice la canción, hay que dejar en paz a la razón. Tal vez eso es lo que estoy aprendiendo ahora.
Escribo esto como una especie de confesión, pero también como un recordatorio para mí mismo. Porque si algo me ha enseñado esta canción es que no hay respuestas fáciles, que a veces solo tienes que dejar que las cosas sean. Que no hay que buscar razones para todo, que el amor puede ser tan efímero como intenso, y que está bien no tener todas las respuestas.
Y no tengo respuestas.
Solo tengo esta canción, esta copa de vino, la noche y la madrugada por delante. Pero tal vez eso sea suficiente. Al menos por ahora. Y aquí termino, al menos de momento. No sé si este texto tiene sentido para alguien más que para mí, pero sentí que tenía que escribirlo. Quizá mañana lo relea y lo odie, o quizá sea el inicio de algo más grande. Quién sabe. Por ahora, sólo quiero agradecerle al señor Arjona por ponerle palabras y música a este momento de mi vida. Y a ti, si has llegado hasta aquí, gracias por leerme. Tal vez también necesites un poco de Nirvana en tu vida.
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