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Mi pequeño gran enigma

Cinco años después, he vuelto a Barcelona. Se dice rápido, parece poco, pero han ocurrido tantas cosas desde la última vez que estuve aquí, que se siente como si desde entonces ha pasado toda una vida. Las calles siguen iguales, y al mismo tiempo todo ha cambiado. La sensación de caminar por esta ciudad es como abrir un álbum de fotos olvidado, donde cada esquina y cada aroma me devuelve a un momento específico.

Esta ciudad guarda demasiadas memorias, algunas que preferiría olvidar y, aunque definitivamente no soy el mismo que anduvo por aquí durante aquel año, Barcelona tiene una manera de hacerme sentir que el pasado me observa desde los balcones y ventanas.

No fue mi amiga, ni mi compañera, ni mucho menos una relación romántica, pero lo primero que me vino a la mente cuando aterricé en el aeropuerto El Prat fue el recuerdo de ella, la chica de una panadería. Lo más curioso es que, sin siquiera decir una palabra más de las necesarias, ella me salvó la vida durante una semana entera.

Era mi tercer año en España. Había llegado con mi exmujer desde Venezuela, llenos de sueños y proyectos, pero esos se desmoronaron rápido. Las cosas entre nosotros se fueron deteriorando hasta que, inevitablemente, empezamos a separarnos. No fue una ruptura oficial al principio, fue más un desgaste lento, como un barco que se va llenando de agua y, a pesar de tus esfuerzos, sabes que va a hundirse.

En medio de ese caos personal, también estaba la realidad económica. No tenía dinero para pagar la renta, y lo peor de todo, no tenía ni para comer. A duras penas lograba mantenerme a flote, con trabajos temporales que apenas alcanzaban para algo. Fue en esos días oscuros cuando el destino me puso frente a la chica de la panadería.

Cada mañana, a la misma hora, entraba a la pequeña tienda ubicada muy cerca de la estación de metro de la avenida Diagonal. No era un lugar de lujo. Era apenas un local modesto, con vitrinas llenas de croissants, panes y dulces. Había una máquina de café que hacía tanto o más ruido que aquellos autobuses de los años 80. Y allí estaba ella, detrás del mostrador. Pelirroja, con un rostro cubierto de pecas y una mirada tranquila. Nunca supe su nombre. Lo único que sabía era que, cada vez que me acercaba, ella me miraba, y había algo en sus ojos que me hacía sentir que entendía más de lo que yo decía.

—Un bocadillo de tortilla y un café americano, por favor —decía yo todas las mañanas, sin variar ni una palabra.

Ella tomaba el billete de cinco euros que le entregaba y siempre, de forma automática, me devolvía cinco monedas.

—Aquí tienes —decía con una voz suave, con ese acento catalán que siempre se me hizo tan familiar.

El primer día pensé que fue un error. Quizá no se había dado cuenta de que no me estaba cobrando. Pero al segundo día, y luego el tercero, entendí que lo hacía a propósito. Me estaba devolviendo el dinero entero, pero hacía como si me cobrara. Ese bocata y ese café americano eran lo único que yo comía en todo el día, porque era todo lo que podía permitirme en ese momento.

Después de caminar y buscar trabajo durante toda la mañana, pasaba por cualquier otra tienda y cambiaba las monedas por un billete, para al día siguiente repetir el ritual. Durante esos días, comí gracias a ella, a su generosidad silenciosa. Nunca me atreví a preguntarle por qué lo hacía, ni tampoco a agradecerle como es debido. Pero sabía que de alguna manera ella se había dado cuenta de mi situación. No sé cómo lo supo, nunca hablamos de ello, pero bastaba con que me viera para entenderlo. En esos días, yo no tenía ni para pagar una comida decente.

—Gracias —era lo único que lograba decir, con una sonrisa forzada, sabiendo que mis palabras no alcanzaban a expresar todo lo que sentía.

Ella me devolvía la sonrisa, una que era tan ligera como el aire. No había juicio en su mirada, solo una especie de complicidad. Y esa complicidad era todo lo que necesitaba en esos días.

—De res —respondía en su lengua nativa, con una naturalidad que hacía que todo pareciera más fácil de lo que realmente era.

Pero después de una semana de ese ritual, ella desapareció. Volví a la panadería como siempre, pero ya no estaba. Quise preguntar por ella, pero no me atreví. Era absurdo hacerlo. Si antes no me le acerqué para expresarle mi gratitud, ahora no era el momento de investigar qué había pasado con ella. Empecé a ir por la tarde y por la noche, pero no la encontré. Era como si hubiera dejado de existir de un día para otro. Nunca supe si la despidieron o si simplemente encontró otro trabajo. Lo único que sé es que nunca volví a verla. Después de dos semanas sin éxito, dejé de ir a la panadería.

Al tiempo me mudé a Madrid, donde, afortunadamente, mi situación mejoró. Cuando eso ocurrió, quise buscarla pero no sabía por dónde empezar. Sentía que necesitaba agradecerle por lo que hizo por mí. Durante mucho tiempo, pensé en ella. Me preguntaba dónde estaría, cómo sería su vida. Me imaginaba su rutina fuera de la panadería, qué hacía en su tiempo libre, con quién pasaba las noches. Esa chica, de unos veinticinco años, con sus pecas y su pelo rojo, se había convertido en un pequeño enigma en mi vida.

Hoy, cinco años después, estoy de vuelta en Barcelona. Las cosas han cambiado para mí, y el caos de aquellos días es solo un recuerdo lejano. He regresado a esta ciudad con una mezcla de nostalgia y alivio. A la Barcelona de hoy la veo con otros ojos. La que fue escenario de mis días más difíciles, también hoy tiene un lugar muy especial porque fue aquí donde tuve que buscarme la vida y vivir el día a día.

En este viaje tan especial, he decidido volver a la misma panadería. El lugar sigue igual, aunque quizá un poco más renovado. El aroma a pan recién hecho me golpea como una bofetada de recuerdos. De alguna manera me echo de menos; echo de menos a aquel tipo que no tenía ni donde caerse muerto y que disfrutaba de aquel bocadillo de tortilla acompañado con un café americano como si se tratara de un manjar.

Entro al lugar y pido lo mismo de aquella época, casi esperando que la historia se repita. Entrego un billete de cinco euros, como siempre hacía. Pero esta vez, no recibo cinco monedas de vuelta.

—Te falta un euro cincuenta —me dice la chica detrás del mostrador.

Me quedo quieto por un segundo. El precio ha subido, o quizá siempre fue ese. Quizá esa haya sido la razón. La pelirroja me devolvía el dinero completo porque sabía que no tenía más.

—Lo siento, pagaré con tarjeta —respondo, con una sonrisa amarga.

Pago y me siento en una mesa junto a la ventana. Elegí la misma silla en la que solía sentarme cuando estaba desocupada. Miro el bocata, el café americano, y no puedo evitar pensar en aquella semana en la que este sencillo desayuno era lo único que me mantenía en pie. Me pregunto qué habrá sido de aquella chica. Si sigue trabajando en alguna panadería, si ha logrado lo que quería en la vida, si alguna vez pensó en mí.

Levanto la taza y le doy un sorbo al café, sintiendo el mismo sabor familiar de siempre. Miro alrededor, buscando algún rastro de ella, alguna pista que me diga que no me lo imaginé todo. Pero nada. Solo clientes nuevos, caras desconocidas.

Tras el último sorbo de café me disponía a levantarme, pero se me acerca un chico para limpiar la mesa y me mira con una sonrisa extrañamente familiar.

—Oye, ¿tú no venías aquí hace un tiempo? —me pregunta de repente.

Lo miro sorprendido.

—Sí, solía pasar por aquí. ¿Cómo lo sabes? —contesté de prisa.

El chico se ríe, como si estuviera a punto de contarme un chiste que solo él entiende.

—Me acuerdo de ti. La compañera que trabajaba aquí siempre hablaba de ti. Siempre decía que tenías un ángel de la guarda en esta panadería —relata, con un claro acento peruano.

Me quedo en silencio, intentando procesar lo que acaba de decir.

—¿Un ángel de la guarda? —pregunto, incrédulo.

El chico asiente mientras pasa la toalla húmeda sobre la superficie de la mesa, al mismo tiempo que recoge la taza vacía y el plato con algunas migas encima.

—Sí, pero nunca dijo quién era.

Se retiró sin decir nada más. Mientras una sonrisa se dibujaba lentamente en mi rostro, se me ocurrió detenerlo y preguntarle por ella, pero algo en mi mente me dijo que no lo hiciera. En su lugar, me levanté y decidí marcharme.

He vuelto a tener en mis manos la posibilidad de saber quién es, dónde está e incluso cómo ubicarla, pero en su lugar he decidido no tocar más ese recuerdo. Prefiero quedarme sin saber cómo se llama y hay algo en mí que me dice que está bien así, que debo dejarla en el lugar que siempre ocupó, que siga siendo mi pequeño gran enigma.

Foto: Freepik

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