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La pianista del aeropuerto

Podría mentirte y decirte que todo fue parte de un plan maestro, que aquella mañana me vestí con mi mejor camiseta arrugada y mi chaqueta de viajero experimentado sabiendo que iba a encontrarme con un ángel con pasaporte europeo.

Pero no.

Lo cierto es que lo único que yo quería era un café decente —no de esos de máquina que saben a arrepentimiento— y una conexión WiFi que me permitiera enviar un par de correos antes de que mi siguiente vuelo me llevara, quién sabe por qué absurda razón —cerveza barata, tal vez— a Praga. Iba de paso, como siempre. Huyendo de nada, persiguiendo un «algo» indefinido, arrastrando mi maleta como quien arrastra los afectos no resueltos.

Roma, aeropuerto de Fiumicino. Caos con olor a colonia cara. Si no lo conoces, es una especie de templo del consumo intercontinental con alas: tiendas que venden bufandas por 400 euros, italianos gritándole a sus teléfonos, bebés alemanes que ya vienen con pasaporte y actitud, y —aquí viene lo importante— un piano de cola, negro y reluciente, ubicado en una esquina aparentemente anodina del Terminal 1, cerca de la zona de conexiones internacionales.

El piano no tiene dueño.

Está ahí, esperando a que algún valiente se atreva a decirle al mundo: yo tengo algo que tocar. Y cuando no hay nadie, solo está ahí, silencioso y hermoso, como un amante dormido esperando caricias. Mi vuelo hacia Praga salía en poco menos de una hora y yo tenía que cruzar medio aeropuerto para llegar hasta el Terminal 3. El cuerpo me pedía café y el alma, silencio. Pero entonces sucedió: una nota suelta, precisa, tímida pero decidida, emergió de la nada. Luego, un acorde. Y después, como si el tiempo hubiera recordado cómo ralentizarse, la melodía completa de «Claro de luna» empezó a flotar por los pasillos. Fue como si alguien le hubiera puesto mute al mundo. Me giré, con ese sobresalto dulce de quien reconoce algo que no esperaba encontrar.

Y ahí estaba.

Ella.

Como si el aeropuerto fuera suyo y el piano, apenas una excusa. La vi incluso antes de que mi cerebro pudiera ordenar la escena. Era como si el resto del aeropuerto se hubiera puesto en pausa para darle protagonismo. Una mujer sentada frente al piano. Rubia, pero no de esas rubias fabricadas a punta de reflejos y químicos. Era una rubia natural, de esas que reflejan la luz como si tuvieran contrato con el sol. Su cabello caía sobre sus hombros en una maraña ordenada que olía —aunque no lo sé— a verano escandinavo. Alta, delgada, con una espalda erguida como de bailarina clásica y un cuello largo, elegante, que parecía diseñado para sostener verdades delicadas. Vestía unos pantalones crema que le quedaban como hechos a medida y un suéter gris perla de esos que solo las mujeres misteriosas y los diseñadores nórdicos saben usar sin parecer deprimidos. Llevaba zapatillas blancas, inmaculadas. Injustamente inmaculadas. Y a su lado, casi rozando su pierna izquierda, descansaba una maleta de cabina azul aguamarina, exactamente igual a la mía.

Me detuve.

No sé cuánto tiempo estuve allí parado, como idiota iluminado por una epifanía estética. La gente pasaba. Algunos se detenían un momento, grababan una historia para Instagram, asentían. Otros ni siquiera alzaban la vista. Pero yo… yo me quedé. Me arrinconé para no interrumpir el paso de los demás y me entregué por completo a la escena. No era solo la música, aunque tocaba con la delicadeza de quien ha llorado en silencio muchas veces.

Era ella.

Su manera de mover las manos, de cerrar los ojos cuando subía una nota, de fruncir apenas el ceño como si interpretara a Beethoven con todo su cuerpo. Cada tecla era una decisión. Cada pausa, una confesión. No sé cuánto duró. Pudo haber sido cinco minutos o toda mi vida anterior. El aeropuerto había desaparecido. Solo quedábamos ella, el piano, mi maleta muda a mi lado y yo, preguntándome qué clase de estafa era esta vida que me mostraba la perfección justo antes de subirme a un avión. Cuando la última nota se desvaneció en el aire, un leve murmullo de aplausos tímidos la rodeó. Ella hizo una leve reverencia, casi sin mirar, como quien ya está en otro lugar, y entonces supe que si no hacía algo, me pasaría el resto del vuelo preguntándome “¿y si…?”.

Salí del letargo. Regresé de ese sueño hermoso sabiendo que está a punto de cagarla. El corazón me latía como si estuviera a punto de declararme culpable en un juicio por romanticismo en primer grado. No podía hablarle. No tenía fuerzas. No hay frases de apertura en ningún idioma que estén a la altura de una mujer que toca a Beethoven en un aeropuerto como si estuviera tocando tu alma. Así que recurrí a lo único que me ha salvado en la vida: la palabra escrita. Saqué mi pluma. Sí, viajo con pluma. No por estilo —que también— sino porque me gusta la idea de que algunas palabras merecen tinta. Saqué también el boarding pass de mi primer vuelo, el que ya había cumplido su propósito. Y en el reverso, escribí mi cuenta de Instagram, mi número de WhatsApp y una nota improvisada en inglés que decía: «Si me envías un mensaje, iré a donde vivas a verte. Embarco en un vuelo a Praga en unos minutos. Mis planes podrían cambiar si apareces».

Lo doblé en dos, respiré profundo y caminé hacia ella. No miré a nadie más. Me acerqué con la torpeza elegante de quien ha perdido el juicio por belleza ajena. Dejé el papel sobre su maleta, apenas rozando el asa, y antes de que pudiera dudar, me di media vuelta y me alejé. No quise ver su reacción. No quería saber si lo leía, si lo tiraba, si se reía. Solo quería conservar intacto el momento.

Minutos después, abordé mi vuelo. Me senté junto a la ventanilla, encajonado entre una señora que olía a cebolla y un checo con cara de exespía. Durante el ascenso, pensé que probablemente todo había sido una locura. Que nunca me escribiría. Que el papel se habría volado. Que la maleta azul no era suya. O que simplemente, los milagros en los aeropuertos están diseñados para no repetirse.

Ahora estoy en Praga. Hay cervezas por todos lados y llevo más de dos horas actualizando Instagram como un idiota. Todavía no ha escrito. Ni una señal. Pero me da igual. Porque lo que viví en ese terminal, lo que sentí mientras tocaba Claro de luna, fue suficiente para creer, al menos por un momento, que sí, el arte salva. Y a veces, hasta te da excusas para volver.

Tendría que haber escrito esto en inglés, pianista del aeropuerto, a ver si por casualidad lo lees. Aún tengo la maleta azul, la pluma y la promesa. Y sí… todavía iría a dondequiera que estés. Porque hay destinos que no aparecen en Google Maps.

Foto: Freepik

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