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La chica del camino

Recuerdo que bajé las escaleras despacio, con la mochila pesando más de lo normal. No porque hubiera metido más cosas de las que traje, sino porque las ausencias siempre pesan más que los recuerdos. Miré atrás y vi la puerta cerrarse, la vieja puerta de madera de mi piso temporal, mi último refugio en esta aventura. Me despedía del que ahora parecía un escenario lejano, como un sueño del que despertamos demasiado pronto.

Amanda, sin saberlo, había sido el eje de todo. Todo empezó en ese primer día, cuando nos cruzamos en el Camino hacia Portomarín. Ninguno de los dos sabía que, por mucho que el Camino de Santiago tuviera un destino, yo ya había encontrado el mío.

Me sorprendí de manera muy grata cuando, prácticamente sin conocerla, ella se levantó de aquella vieja silla de metal y dijo, en voz alta, que iba a por unas cervezas. Yo hice el típico ademán de macho para abandonar mi sitio y ser yo quien iría por las bebidas, pero ella me detuvo con solo voltear.

—Yo voy a por ellas —dijo con firmeza, mientras se dirigía a mí con una mirada que expresaba una seguridad absoluta—. ¿Entonces quieres una?

—Sí, una 1906 —me limité a contestar.

No estábamos solos. De hecho, teníamos mucha compañía. Viajábamos cada uno por nuestra cuenta, pero en ese lugar no éramos los únicos. Si algo tiene el Camino de Santiago es que puedes conectar con mucha gente de manera casi automática, mágica, prácticamente por obligación. Y eso fue lo que precisamente ocurrió en esa primera parada, apenas unas horas después de iniciar aquella aventura.

Amanda trajo hidratación para todos, o casi todos. Recién nos habíamos conocido. Recién habíamos coincidido. No recuerdo muy bien cómo fue nuestra primera interacción, ni quién soltó la primera frase, pero llevábamos la misma dirección, a pie. Iniciamos una conversación y, tras una hora de ruta, paramos en ese añejo bar, que estaba ubicado en el medio de la nada.

Podría asegurar, tras ejercerle mucha presión a mi hipocampo, que fue ella la que se dirigió a mí mientras yo andaba a ritmo lento, pensando en nada. Pero no, no lo puedo garantizar, porque pude haber sido yo que la vi y, respaldado por mi instinto de cazador, decidí soltarle alguna frase prefabricada mientras la alcanzaba por un costado.

No lo sé, la verdad.

—Oye, ¿entonces tú eres de los que hablan con cualquiera en el Camino o esto ha sido una casualidad? —me preguntó Amanda un segundo antes de su primer sorbo de cerveza.

La miré y, sin pensarlo mucho, respondí.

—Soy de los que prefieren escuchar a hablar. Pero si me das cancha, puedo no parar.

Sonrió.

—¿Y qué hay detrás de esos rulos? —soltó, sin avisos.

—Solo hay un puñado de historias inconclusas —respondí—. ¿Por qué no mejor me dices la razón por la cual haces este Camino sola?

Lo que siguió fueron dos horas de conversación fluida mientras los caminos de Galicia se sucedían ante nosotros. Lo que no sabía entonces es que esas horas de charla se convertirían en el mejor paréntesis de mi vida. No solo por el Camino, sino por Amanda.

En esos primeros días, ya me costaba pensar en algo que no fuera ella. Y no era solo su belleza, que era innegable, ni el hecho de que sus ojos parecían un espejo del mar más profundo. Era algo más. Algo que no entendí hasta esa noche, cuando, después de las últimas copas de vino y el paseo por el parque de La Alameda, ella se volvió mi centro.

—¿Sabes? Creo que el Camino no tiene mucho sentido sin las personas que te acompañan en él —me dijo, tomándome por sorpresa.

—Y tú, ¿qué sentido le has encontrado? —pregunté, sin soltar su mirada.

Amanda sonrió y se encogió de hombros.

—Al principio pensé que era solo una excusa para escapar —inició—. Pero ahora… creo que cada paso me acerca más a las respuestas que ni sabía que estaba buscando.

Sus palabras se quedaron flotando en el aire. Quizás ella no lo sabía, pero también había encontrado algo en mí. Algo que no tenía nombre, pero que hacía que cada momento fuera más real, más cercano, más visceral.

A partir de ahí, cada kilómetro juntos se convirtió en una necesidad. Era como si el camino se hiciera más llevadero, menos doloroso, solo porque ella caminaba a mi lado. Me descubrí buscando su compañía, buscando esas pequeñas conversaciones en las que podíamos hablar de todo y de nada. La vida parecía más fácil con ella. Y cuando nos sentábamos en alguna terraza a compartir una cerveza, no importaba que la conversación se deslizara hacia lo superficial, todo era perfecto solo por estar juntos.
Un día, durante una pausa en el camino, le dije, medio en broma, medio en serio:

—Oye, ¿te imaginas que no tuviéramos que caminar más? Que simplemente pudiéramos quedarnos aquí, tomar algo, hablar, vivir.

Ella me miró por un momento, como si estuviera considerando la propuesta.

—Sería lo mejor, ¿no? Pero… el camino no termina aquí. Y, además, yo no soy de quedarme en el mismo lugar mucho tiempo. Siempre estoy buscando más.

—Yo también. Pero, a veces, desearía que lo que buscamos no fuera tan lejano.

—A veces, lo que buscamos está más cerca de lo que creemos —me dijo con una sonrisa triste.

Esa noche, después de una caminata más corta de lo habitual, fue el momento en que todo cambió. La despedida estaba cerca, pero ninguno de los dos quería hablar de eso. Sin embargo, en la intimidad de sus palabras, sentí que el final ya estaba escrito.

Nos regalamos una noche perfecta. Caminamos por el parque, nos besamos, nos acariciamos, nos entendimos sin necesidad de palabras. Pero cuando llegó el momento de irse a dormir, me sentí más conectado con ella de lo que había estado durante todo el camino. Sabía que no podía aferrarme a eso, pero lo deseaba con todo mi ser.

A la mañana siguiente, cuando desperté, me di cuenta de que el sueño se estaba desvaneciendo. El peso de la despedida se había hecho más palpable.

—Me voy. No quiero hacerlo, pero tengo que hacerlo —le dije, con la voz algo quebrada.

—Lo sé —respondió, sin mirarme.

Se veía cansada, como si también hubiera estado esperando ese momento, aunque no lo deseara.

Nos abrazamos, pero no fue suficiente.

Lo supe en el instante en que solté su cuerpo. Lo supe cuando salí corriendo hacia el aeropuerto. Todo se había acabado, y el dolor se instaló en mis huesos.

Cuando llegué a Madrid, ya no había rastro de ella. Solo quedaban los recuerdos. Me mandó un mensaje al poco tiempo, pero yo no podía responder. Estaba demasiado atrapado en la nostalgia de lo que nunca podría ser.

Aún así, le debía algo. Le debía tantas cosas.

Le debía la sensación de que el tiempo puede detenerse si se lo permite. Le debía una cerveza más, aunque ella siempre insista en que la pague yo. Le debía la promesa de no olvidarla nunca, aunque el destino nos separe. Y le debía, sobre todo, un reencuentro. Uno que, aunque ella no lo crea, es inevitable. Porque a veces el Camino no solo es un recorrido de kilómetros. A veces el Camino es lo que pasa entre dos personas que se encuentran sin saber que estaban buscando lo mismo.

El único problema es que ese reencuentro que yo sentía que le debía nunca iba a ocurrir. El mensaje que me envío, al poco tiempo y al cual no pude responder, era lapidario.

—Jacinto, fuiste, eres y serás especial. Pero nuestra historia terminó en el Camino. Yo seguiré en Valencia, con mi novio. Perdona por no habértelo dicho antes, pero sentí que si lo mencionaba, la magia se habría difuminado.

Foto: Freepik

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