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He vuelto a la cordura

Siempre fui el típico tipo que odiaba las modas. Si algo estaba de moda, lo evitaba como quien se aleja de alguien pestoso. Si todo el mundo hablaba de una serie de Netflix, me iba directo a una que nadie veía. Y así vivía tranquilo, hasta que hace tres meses, en medio del almuerzo que organicé en mi último cumpleaños, Julián, un tipo que conocía porque era el hermano mayor de una chica que me encantaba, me arrinconó en la mesa de aquel restaurante con una sonrisa digna de gurú de Instagram.

—Wilmer, ¿has probado levantarte a las cinco para hacer yoga y meditar? ¡Te cambia la vida! —me dijo, mientras bebía un triste vaso de agua.

—¿A las cinco de la mañana? ¿Para qué? A esa hora aún no soy gente, a menos que la fiesta aún no haya terminado —bufé tras un sorbo de aquel maravilloso vino tinto proveniente de la fértil Castilla y León.

Julián rió, pero en esa risa había algo de superioridad, como si hubiera alcanzado un nivel de iluminación que yo, con mis hábitos de tipo corriente, jamás podría comprender.

—No entiendes, es la cultura del bienestar. Yoga, meditación, batidos verdes, gratitud. Te sientes increíble, pleno, ¡invencible! —decía, como si se las supera todas.

Lo miré con un escepticismo digno de un abuelo viendo TikTok. Pero aquella palabra, plenitud, me hizo un nudo en la cabeza. Porque, bueno, estaba cumpliendo cuarenta y seis años, una ligera panza cervecera y, para ser honestos, sentía un vacío existencial del tamaño de un estadio de fútbol.

—Pleno, ¿eh? —me repetí a mí mismo, como quien evalúa un coche usado.

Esa misma noche, en un arrebato existencial, decidí que probaría el famoso estilo de vida del bienestar. No tenía nada que perder, además, los memes de mejorar tu vida ya me salían hasta en la sopa. Si funcionaba para tanta gente, tal vez me funcionaría a mí. O al menos eso me decía mientras veía un video de YouTube titulado Cómo levantarte a las 5:00 am y ser la mejor versión de ti mismo, antes de dormir.

Así que, con una motivación que improvisada, programé mi alarma para las cinco de la mañana y me fui a la cama a las 10, renunciando a la acostumbrada copita de vino de la noche y a mi dosis habitual de series basura. Al día siguiente, cuando la alarma sonó, sentí que el mismísimo Satanás me estaba gritando al oído. Con los ojos entreabiertos y un dolor en el cuerpo digno de una mala noche de tragos, intenté levantarme.

Me caí de la cama.

—¡Brutal! Así empieza la mejor versión de mí mismo —gruñí mientras trataba de encontrar mi dignidad, que quizá se había caído por debajo de la cama.

Me vestí con unos shorts que tenía desde que jugaba fútbol hace treinta años y, con la gracia de un maniquí mal articulado, traté de imitar a los instructores de yoga en otro video de YouTube que aseguraba que las posturas básicas me cambiarían la vida.

—Perro boca abajo, fácil, seguro… ¿¡pero qué clase de tortura medieval es esta!? —me quejaba, mientras mi espalda crujía como la galleta con la cual había desayunado apenas un día antes.

Pasé una semana entera levantándome a las cinco, haciendo yoga, meditando, tomando batidos verdes que sabían a mierda, y lo único que conseguí fue estar más cansado y más irritable que antes.

Y así llegó el fin de semana.

—Oye, ¿y tu plenitud? —me preguntó mi mejor amigo, Sergio, mientras bebíamos unas cervezas, en mi tarde de descanso de aquella tortura.

—Plenitud mis cojones. Estoy hecho mierda. No sé qué clase de milagro es ese que pregona Julián, pero yo lo único que siento es ganas de matar a alguien cada mañana a las cinco —refunfuñé, dando un trago largo a una insuperable milnueve, fría como el corazón de Erika, mi ex.

Sergio rio a carcajadas. No lo culpaba. Yo, un tipo que una semana atrás defendía el desayuno de churros con café, ahora andaba con una botellita de té verde orgánico y hablando de chakras como si fuera un monje budista.

Pero lo peor estaba por venir. La obsesión por el bienestar había invadido a mis compis del trabajo. Era como un virus que se expandía sin control. Los almuerzos en la oficina ya no eran hamburguesas grasientas ni pizzas improvisadas. Ahora todos llevaban tupperwares con ensaladas, quinoa, hummus y tofu. Qué felicidad, qué plenitud, qué dieta vegana sin gluten, pensaba con asco.

—Wilmer, tienes que probar el ayuno intermitente, te juro que te sentirás como nuevo —me dijo Rosa, la de Recursos Humanos, mientras recordaba con añoranza en mi bocadillo de tortilla con bacon y mayonesa.

—Rosa, vamos a ver, yo lo que quiero es comer. Me están matando con tanta paja de batidos y yoga.

—Ay, eso es porque no entiendes la importancia de desintoxicar tu cuerpo —respondió ella con un tono digno de una secta.

Suspiré. Cada conversación era un recordatorio de que, aparentemente, yo era el único idiota que no estaba entendiendo cómo ser feliz en esta nueva era de la famosa cultura del bienestar. Me descargué una app de meditación que costaba más que mi cuenta de Netflix y empecé tomar clases de pilates, donde una instructora vestida como atleta olímpica me corregía cada dos minutos con una paciencia condescendiente.

—Vamos, Wilmer, respira. Tienes que conectar con tu ser interior —me decía, mientras yo trataba de no caerme de aquella pelota gigantes que hace años años atrás juré nunca usar.

—Mi ser interior está diciéndome que me vaya a casa a ver el fútbol y comer Doritos —murmuraba entre dientes, con el sudor cayéndome por la frente.

A medida que las semanas pasaban, yo estaba cada vez más cerca de un colapso. No podía más con el yoga, los batidos verdes, la meditación y la presión social de ser un hombre pleno. Incluso, la simple idea de sentarme en silencio con mi propio pensamiento me aterraba. El verdadero bienestar, para mí, era otra cosa.

Hasta que anoche, después de una larga jornada de trabajo y de haber sido sermoneado sobre la importancia de desconectar de las redes sociales, por supuesto, con el teléfono en la mano, me di cuenta que estaba más estresado intentando estar bien de lo que había estado cuando era un hombre común y corriente, con mi café, mi cigarrillo y mi pan blanco tostado por las mañanas.

En ese mismo momento, decidí poner fin a mi agonía. Me serví una copa de vino, encendí un cigarrillo, el primero en semanas, y me senté a ver cualquier cosa en Netflix. Sin yoga, sin mantras, sin chía. Solo yo y mi caos interno. Y fue allí, en aquel instante de mala vida, cuando sentí por primera vez en los últimos tres meses algo de paz. Me di cuenta de que todo lo que lo había estado estresando no era mi vida, sino esa absurda carrera por cumplir con una expectativa de bienestar impuesta por algún idiota con mucho tiempo libre.

Esta mañana, en lugar de levantarme a las cinco, decidí dormir hasta las ocho, como antes. Llegué al trabajo y, sin culpa alguna, me pedí un café con azúcar y leche condensada y, por supuesto, con una enorme y grasienta magdalena de chocolate.

—¿Qué te pasó, Wilmer? ¿Volviste a tus malos hábitos? —preguntó Julián, con una mueca de desaprobación.

Sonreí.

Lo hice con picardía, después de pegarle un mordisco gigante a aquella magdalena industrial.

—Volví a la cordura, que es diferente —dije, mientras tragaba.

Y, mientras Julián sorbía su asqueroso batido verde con cara de modelo infeliz, sentí que, al fin, había alcanzado la verdadera plenitud: la de vivir mi vida sin rendir cuentas a nadie, y menos a la absurda cultura del bienestar que, por poco, me estaba volviendo loco.

Foto: Freepik

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