Nadie se casa pensando en divorciarse. Bueno, casi nadie. Saraid tampoco lo hizo. En su defensa —que no necesitaba presentar, pero que igual habría sido impecable—, lo suyo con Juanpe parecía tener sentido.
Al principio.
Se conocieron en 2015, se casaron en 2016, y para 2017 ya estaban divorciados.
Sí, el amor en los tiempos del WiFi puede durar menos que una suscripción de prueba en Netflix.
La boda fue preciosa, de esas que uno recuerda con sonrisa y resaca. Una tarde de primavera con lilas, discursos cursis, lágrimas de madre y amigos bailando como si nadie tuviera que madrugar. Saraid no podía dejar de mirar a Juanpe. Era uno de los hombres más simpáticos que había conocido. Buen tipo, con sentido del humor, y esa sonrisa de niño bueno que hacía que todo pareciera posible.
Hasta el matrimonio.
Y sin embargo, poco más de un año después, él se fue por la puerta con la misma mochila con la que había llegado a su vida. Sin portazos. Sin gritos. Sin drama. Como quien cierra una aplicación que ya no usa. El amor, al parecer, también tiene botones de salida suave.
El problema no era Juanpe. O no solo. El problema era la jaula. Invisible, pero jaula al fin. Saraid había sido muchas cosas antes de ponerse un anillo: abogada, barman, montañista, mochilera, hija pródiga de noches infinitas con Patricia, Lolita y el vino correcto. Había trepado el Kilimanjaro, navegado la bahía de Ha Long, meditado en Angkor Wat, y llorado de emoción frente a Machu Picchu. Tenía una vida antes de Juanpe. Y sin saber cómo, dejó de tenerla.
El matrimonio le cayó como una sábana mojada. Juanpe quería fines de semana en el campo, fuego bajo, un perro con nombre de personaje de novela y una rutina de pareja modelo. Ella, en cambio, soñaba con una casa diminuta en el centro, una puerta para hobbits, y un bebé que pudiera cargar en una mochila ergonómica mientras pedía un flat white en Starbucks.
A veces discutían por política. Otras veces por religión. O por los pantalones harén, que Juanpe detestaba con argumentos tan absurdos como apasionados. Eran el tipo de pareja que parecía feliz en las fotos y agotada en la vida real. Lo curioso es que, mientras todo se derrumbaba, nadie lo notó.
Ni siquiera ellos.
Fue un desmoronamiento silencioso, como una fuga de gas. Empezó con planes cancelados, excusas piadosas para no salir juntos, ganas de estar en otra parte, con otra gente, o mejor aún, sola. Y terminó con dos cepillos de dientes viajando en direcciones opuestas.
Saraid no lloró cuando firmaron los papeles. Ni cuando cerró la puerta del piso que compartieron. Lloró una semana después, en la ducha, mientras le sonaba en bucle una playlist nostálgica. Lloró por el miedo, por la vergüenza, por la expectativa social, por el qué dirán, por los regalos de boda y los mensajes de WhatsApp sin responder. Pero no lloró por Juanpe. Porque, a pesar de todo, lo más honesto que habían hecho fue separarse.
Juanpe no apareció más en su vida.
Y Saraid no lo buscó.
Se prometieron ser amigos, pero la amistad también es una forma de compromiso, y ella ya estaba saturada de promesas. Al cabo de unos meses, organizó su propia fiesta de divorcio. Lolita se encargó del cava, Patricia llevó a unos amigos solteros, y Saraid, por primera vez en años, bailó sin pensar en la hora. No hubo brindis solemnes. Hubo carcajadas. Y un discurso improvisado que terminó con un aplauso rotundo cuando cerró su intervención con una frase magnífica.
—No me separé de Juanpe. Me casé con la versión de mí que él necesitaba. Y me divorcié para volver a ser yo.
La vida siguió.
Con yoga, con vino tinto, con nuevas citas que a veces eran desastrosas y otras… interesantes. Hasta conoció a Luis, por ejemplo, con quien improvisó una cita una noche de San Valentín, con mirada honesta y conversación de la buena. Luis, con quien se tomaría un vino en pijamas, acabaría compartiendo más que historias… y una relación que ya supera el año.
Saraid aprendió a dormir en diagonal, a disfrutar el silencio, a reírse de sí misma y a no pedir disculpas por estar viva. Cada tanto, recordaba a Juanpe con una ternura distante —incluso estando con Luis— como se recuerda a un país que se visitó una vez y donde todo fue bonito, pero donde no volverías a vivir.
Y así fue como no murió por amor, ni lo mató. Sólo lo enterró con flores, y con una sonrisa que nadie más entendió. Porque a veces, la famosa frase «hasta que la muerte los separe» es una exageración. Y porque, en el fondo, hay que tener mucho amor propio para dejar de intentar arreglar lo que no está roto, sino mal construido desde el principio.
A decir verdad, el verdadero amor no siempre es quedarse. A veces, es saber irse a tiempo. Y otras veces, es saber cuándo dejar que alguien más se quede.
Foto: Freepik