No sé si es la edad, o todas aquellas experiencias que viví —sobre todo en los últimos ocho años—, pero me he dado cuenta de que ya no conecto con la gente por sus gustos musicales, por si leen a los mismos autores que yo, o porque tenemos parecidas teorías conspirativas sobre el mundo. Hoy en día, lo único que me importa, lo único que me engancha de alguien, es si tiene sentido del humor.
Eso lo descubrí sin querer, como todo lo que realmente importa. Una tarde, en una cita que prometía ser interesante, la chica me preguntó qué hacía en mi tiempo libre. Yo, que suelo contestar con picardía para probar el terreno, solté una de las mías.
—Bueno, colecciono deudas y exnovias, aunque últimamente me está saliendo más barato lo de las deudas —dije con una orgullosa sonrisa.
Ella me miró como si acabara de confesar un crimen.
Cuando tenía veinte años, habría intentado salvar la cita hablando de cine iraní o de mi supuesta pasión por el yoga, solo por no dejar morir la conversación. Hoy, con un poco más de canas y menos paciencia, prefiero pedir la cuenta y ahorrar tiempo.
Con los amigos me pasa igual.
Hace unos días salí con un grupo en el que uno de ellos, muy serio, empezó a hablar de política como si estuviera en un debate de la ONU. Yo lo escuchaba mientras pensaba en lo mucho que me habría ayudado unas costillitas de cerdo en ese momento. De repente, el único con verdadero sentido del humor del grupo interrumpió.
—Mira, hermano, tú te tomas la política tan en serio que parece que crees que el presidente lee tus tuits antes de tomar decisiones —soltó sin contemplaciones.
Nos reímos todos.
Bueno, todos menos el del discurso de la ONU. Y ahí confirmé mi teoría: no importa si coincidimos en ideologías, religión o gustos culinarios. Si tienes humor, te quiero cerca. Claro, el humor no es un simple accesorio. Es casi un idioma secreto. Porque en realidad el humor no es ni bueno ni malo, es simplemente una capacidad. Como el oído musical, pero para la ironía. Hay gente que nace con él y otra que no. Y la vida es demasiado corta como para pasarla explicándole a alguien por qué la frase «más perdido que Adán el Día de la Madre» es graciosa.
Recuerdo que, un día, navegando por entrevistas viejas en YouTube, me topé con Camilo José Cela diciendo que el sentido del humor era un instinto. Que consistía en responder, de bote pronto, con la palabra adecuada en el momento oportuno. Me quedé pensando en cuántas veces, por falta de instinto, he visto conversaciones morir en cámara lenta, como peces fuera del agua. Y cuántas otras veces, con una sola frase bien colocada, he sentido que nacía una complicidad para siempre.
Hace unos pocos años estaba viajando en tren desde Oporto, y una señora me preguntó si el asiento de mi derecha estaba libre.
—No. El perro invisible que viene conmigo es tan tranquilo que no se hace notar—le respondí, algo parecido a eso.
La mujer se rió tanto que terminó contándome toda su vida hasta Aveiro. Fue la conversación más agradable que tuve en aquel viaje. ¿Qué habría pasado si yo hubiera respondido simplemente: «sí, está libre?» Pues nada. Y lo «nada» es el enemigo.
El humor, además, tiene un superpoder: abre puertas donde otros se estrellan. Una vez, en la cola del supermercado, delante de mí había un señor octogenario peleándose con la cajera porque no aceptaba su cupón de descuento. El ambiente estaba tenso, la gente bufaba. Yo, cansado de esperar, me dirigí al señor.
—Si quiere le doy mi tarjeta de puntos, pero solo si me promete que no la usa para comprar preservativos—le dije mientras le tocaba el hombro.
La cajera se rió, él también, y de pronto todo se alivianó. La señora detrás de mí me dio las gracias como si le hubiera salvado el día. ¿Y yo qué hice? Nada heroico, solo usar humor para que la vida dejara de parecer un trámite burocrático.
Pero claro, no siempre funciona.
Una vez intenté hacer un chiste en medio de una reunión de trabajo, y mi exjefe —que tenía la misma capacidad de humor que un extintor— me miró con cara de funeral. Silencio total. Desde entonces aprendí a no desperdiciar la munición con quien no sabe leer la señal. Porque el humor también es eso: detectar a quién sí y a quién no.
Mi hijo, en cambio, ya está aprendiendo el arte. Tiene casi siete años y la otra noche, cuando le dije que se lavara los dientes, me contestó con una muy acentuada actitud propia de los venezolanos.
—Papá, ¿para qué, si igual se van a volver a ensuciar?
Me reí tanto que lo dejé salirse con la suya. Y ahí entendí que el humor también es un arma de supervivencia infantil. Yo a su edad no tenía ese ingenio. Quizá sea evolución, o quizá sea que ya desde pequeño se da cuenta de que lo serio está sobrevalorado.
Hace poco me pasó algo curioso. Estaba en un hostal en Riga, en pleno invierno, compartiendo habitación con un alemán y un portugués. El alemán, muy formal, preguntó si nos molestaba que leyera en voz alta un fragmento de un ensayo que estaba estudiando. El portugués y yo nos miramos.
—Claro que sí, pero solo si luego nos lees la lista de títulos de Cristiano en Arabia —respondí.
El alemán se quedó callado, sin entender. El portugués soltó una carcajada y esa noche terminamos yendo juntos a un bar. Hasta hoy seguimos en contacto. Con el alemán, nada. Porque el humor también selecciona amistades como un filtro natural.
Y es que lo bonito es que la gente con sentido del humor suele andar por ahí, camuflada. No llevan un cartel en la frente ni una etiqueta que diga «apto para ironías». Los descubres en medio de una conversación, cuando sueltan una respuesta inesperada, o se ríen de sí mismos en lugar de ofenderse por una tontería. Y cuando los reconoces, sabes que no puedes soltarlos.
Con los años aprendí que lo que mantiene viva una relación —ya sea de amistad, de pareja o incluso con desconocidos que cruzan tu camino— no es la seriedad ni la solemnidad. Es el humor. Es la risa compartida. Es esa complicidad que te dice: «yo también veo lo absurdo de todo esto».
Porque el humor, al final, es lo que nos salva. Nos salva de las conversaciones huecas, de los silencios incómodos, de los dramas inflados que no llevan a nada. El humor es el paracaídas que se abre cuando la vida decide lanzarte desde un avión sin previo aviso.
Yo ya no necesito nada más.
Si me haces reír, eres de los míos. El resto —que si escuchas la misma música que yo, que si opinas lo mismo sobre política internacional, que si coincidimos en nuestra pasión por comer carne a diario— todo eso me da igual.
El humor no es un adorno, es la columna vertebral de las relaciones. Es lo que me hace quedarme. Por lo que cada vez que tengo la suerte de encontrar a alguien que se ría los chistes malos, los sarcasmos espontáneos y las ironías a media voz, siento que vivir es más que pagar impuestos.
A esa gente no se le deja ir.
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