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El del queratocono

Me diagnosticaron queratocono a los 14 años. Sí, justo cuando lo único que yo quería era ver nítidas las piernas de las chicas en el colegio y los goles de Stalin Rivas y Hristo Stoichkov en la tele. Mala suerte. Mi córnea decidió ponerse en punta, como uno de esos cucuruchos de helado barato, y a partir de ahí todo lo que miraba parecía un cuadro impresionista pintado por un borracho. Mientras mis amigos soñaban con la moto que se comprarían a los 18, yo soñaba con ver un semáforo sin confundirlo con la aurora boreal.

Cada año, las córneas se me iban adelgazando más. Ver era como hacer zapping con los ojos: imágenes dobles, triples, a veces hasta cuadradas. La luz del sol era un enemigo natural. En las fotos familiares de aquella época aparezco siempre con gafas oscuras o con los ojos entrecerrados, como si estuviera sospechando de todos. La verdad era simple: el astro rey me tenía en jaque.

Coromoto y Papá se tomaron el asunto en serio.

Me pasearon por oftalmólogos como quien lleva a un carro viejo de taller en taller, buscando que alguno dijera «todavía tiene arreglo». Pero la respuesta era casi siempre la misma: «Querido, esto va para trasplante». Yo no entendía del todo, pero la palabra «trasplante» ya me sonaba a algo nada divertido.

Recuerdo una escena con nitidez cinematográfica, lo cual es paradójico en mi caso: estaba viendo Forever Young en una tele de 14 pulgadas, cuando de pronto la imagen se nubló por completo. Pensé que era la antena, le di un golpe a la tele, pero no: era mi ojo izquierdo que había decidido jugar a las nieblas de Londres. Al mirarme en el espejo, descubrí el ojo completamente blanco.

Edema corneal.

Horror.

Mi grito de terror hizo salir a Coromoto de la cocina, cuchara de palo en mano, como si pudiera curarme con un sancocho. El tiempo pasó, llegaron las queratoplastias. Hoy llevo en el ojo izquierdo la córnea de una mujer que probablemente se fue en un accidente, y en el derecho la de un hombre que nunca conoceré. Tengo, pues, mirada mixta: mitad femenina, mitad masculina. A veces pienso que eso explica por qué identifico rápidamente cuando una chica se hace un cariñito en el cabello y al mismo tiempo reconocer lo básico que sigo siendo como hombre.

Con los años aprendí que vivir con queratocono es como ser socio de un club exclusivo: tienes beneficios raros que la gente no entiende. Uno de ellos es, por ejemplo, nadar. Bueno, nadar no, porque es imposible. Sin gafas, el agua convierte a todos en tiburones difusos; con gafas, las pierdes en la primera ola. Resultado: yo en la orilla, vigilando las toallas con una cerveza en la mano.

Conducir de noche es otro tema. Todos los faros se convierten en aureolas de santos. Vas manejando y de pronto parece que San Pedro viene de frente en un Toyota Corolla. Ni hablar de la cebolla y las parrillas, lo que viene siendo una tortura doble. Los demás lloran un poco; yo lloro como si hubiera muerto Mufasa de nuevo.

Pero lo peor de todo es al momento de tener sexo. Ese momento, con gafas, es lo peor que existe. Logística compleja. Con ellas, corres el riesgo de clavárselas en la frente a tu pareja. Sin ellas, todo es borroso: no sabes si estás besando el cuello, la oreja o el respaldo de la cama.

Eso sí, me volví experto en usar el queratocono como excusa, especialmente cuando en el colegio no quería entrar a clases de matemáticas con la profesora Gisela.

—Profe, no puedo copiar, los números se me multiplican —dije alguna vez.

La enfermedad era un comodín muy efectivo. Con el tiempo, y ya operado, aprendí a agradecer el regalo. Veo bien, con gafas, y de vez en cuando me doy el lujo de quitármelas para recordar cómo era el mundo borroso: un lugar donde todo era más amable, donde la gente parecía más guapa y las facturas menos terroríficas.

Pero la torpeza nunca se me quitó. Sin gafas sigo siendo un topo confundido. En fiestas me han presentado gente que juré que era algún familiar y resultó ser el DJ. Una vez saludé efusivamente a una maceta pensando que era una señora con sombrero. Y en otra ocasión, en plena cita romántica, le lancé un piropo a la lámpara del local. La chica todavía lo recuerda con burla y sigo muriendo de la vergüenza.

Hace poco, unos amigos me invitaron a un partido de fútbol. Cuarentón, con operaciones en la mochila y las rodillas que crujen como maracas viejas, dije que sí porque uno nunca pierde la fe en su talento oculto. Me llevé las gafas «de batalla», esas viejas que ya no me dolería tanto perder.

Empezó el partido.

Toqué el balón dos veces y ya estaba buscando oxígeno. Minuto veinte, un centro alto. Salté, choqué con otro veterano y mis gafas salieron volando en cámara lenta, describiendo un arco perfecto hasta desaparecer en el césped. Abrí los ojos y el mundo volvió a la adolescencia: todo borroso, todo amable, todo peligroso. Mis compañeros gritaban instrucciones que yo seguía como podía, guiándome por los colores difusos de las camisetas.

En un descuido me tropecé, caí al suelo y me quedé ahí, boca arriba, respirando como si acabara de subir el Everest. El arquero rival, un señor con barriga cervecera y autoridad natural, se acercó, me dio la mano y gritó a los demás:

—¡Cuidado, que este tiene visión en VHS!

Todos se rieron, yo el primero. Recuperé las gafas, me las puse y volví a la cancha, orgulloso de mi título honorífico: el del queratocono. Esa noche, al llegar a casa, me quité las gafas antes de dormir. Vi todo difuso, borroso, amable. Y pensé: al final, la vida con queratocono no es tan distinta al fútbol… uno juega como puede, se tropieza más de la cuenta, y lo importante no es ver el arco claro, sino disfrutar el partido, aunque sea a medias.

Y si alguien pregunta algún día por qué sigo usando gafas a todas horas, responderé lo mismo que repetía de chamo, con la cara más seria del mundo.

—Tuve queratocono, y aunque ahora veo mejor, aún necesito apoyo de la tecnología para vivir una vida normal.

La diferencia es que ahora, en vez de ser una excusa para escaparme del colegio, es la manera más honesta que tengo de explicar por qué mi mundo, aunque borroso, sigue siendo infinitamente más divertido que el de los que ven demasiado claro.

Foto: Freepik

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