Nunca he sido fanático de las recomendaciones callejeras, pero cuando estás en Riga, con un frío de -2 grados que te cala hasta el alma, cualquier propuesta con la palabra «cerveza» suena como una oferta irrefutable. Después de una cena decente en un restaurante con manteles blancos y velas en la mesa, sentí que la ciudad se desdibujaba entre la niebla helada. Había disfrutado de un entrecot con una guarnición de papas asadas que estuvo a la altura de la situación, acompañado de una copa de vino tinto lo suficientemente bueno como para hacerme olvidar el frío por un momento.
El ambiente del restaurante era cálido, con una suave melodía de jazz de fondo y un servicio impecable que contrastaba con la hostilidad del clima exterior. Me permití un café fuerte antes de salir, esperando que la cafeína me ayudara a enfrentar la caminata hasta el hotel sin congelarme en el intento. Así que ahí estaba yo, camino al hotel después de esa cena reconfortante, cuando un tipo con gorro de lana y acento indescifrable me interceptó en la calle y me entregó un flyer.
—Good beer. Good show. Just one minute —me dijo con una sonrisa que oscilaba entre la complicidad y la trampa turística.
Miré el flyer.
Tenía luces de neón impresas, un logo con forma de copa de champagne y, en letras cursivas, «The Club of the Lovely Ladies». ¿Qué tan malo podría ser? Al menos me daría un respiro del frío, me tomaría una cerveza y, quién sabe, quizá descubriría qué tan cariñosas eran las letonas.
Así que caminé un minuto —exacto, como si la recomendación estuviera cronometrada— y llegué al sitio. Desde afuera, la fachada tenía el sutil encanto de un lugar donde probablemente perderías dinero y dignidad en cantidades industriales. Pero ya había tomado una decisión. Apenas crucé la puerta, me di cuenta de que había cometido un error de principiante.
No había letonas.
Ni una.
Todas las chicas que bailaban alrededor de los tubos eran extranjeras. Rostros de cualquier rincón de África o Asia, con una mezcla de entusiasmo forzado y resignación profesional. La iluminación del lugar era tenue, con luces moradas y azules que intentaban dar un aire sofisticado, pero solo conseguían resaltar el desgaste de los muebles y la melancolía en los rostros de las trabajadoras.
El ambiente olía a una mezcla de perfume barato, alcohol caro y un leve rastro de desinfectante. En una esquina, un grupo de hombres con traje discutía en un idioma que no pude identificar. Otro cliente, un tipo calvo con barriga cervecera, estaba completamente hipnotizado por una bailarina que fingía interés en cada una de sus palabras. A pocos metros, un hombre con un abrigo de piel bebía un cóctel mientras una mujer le acariciaba la pierna con aire mecánico.
Me senté en una mesa discreta y pedí una cerveza. «Discreta» en este contexto significa que no estaba pegada a la tarima, pero sí lo suficientemente cerca como para que las chicas hicieran contacto visual de caza. La camarera tardó en traerme la bebida, demasiado ocupada atendiendo a un grupo de turistas británicos que reían con estruendo cada vez que una bailarina se inclinaba un poco más de la cuenta.
La cerveza llegó y, con ella, la sorpresa.
La cuenta.
La cerveza más cara de mi vida. ¿La habrán traído desde la Antártida en un trineo dorado, escoltada por pingüinos en frac? ¿O quizá la bendijo un monje tibetano antes de embotellarla?
No pregunté.
No valía la pena.
Lo cierto es que si me hubieran dicho que el vaso estaba hecho con cristales del Taj Mahal, tampoco me habría sorprendido. Ya estaba ahí, así que decidí al menos disfrutarla. Le di un sorbo con la reverencia que merecía una bebida tan cara, esperando que, por ese precio, me concediera la sabiduría universal o, al menos, la habilidad de entender por qué demonios había entrado a ese sitio.
En menos de tres minutos, una chica se sentó a mi lado con la soltura de quien ya ha hecho esto un millón de veces.
—Hello, handsome. Want some company? —me dijo con una sonrisa que estaba justo en el límite entre la seducción y el guion aprendido.
—Depende. ¿La compañía incluye una conversación interesante o solo la tarifa plana de contacto visual? —respondí, con una sonrisa de turista sin expectativas.
Ella se rió, pero en el fondo ambos sabíamos la respuesta. No había charla interesante. No había intercambio cultural. Había un negocio claro, y la única incertidumbre era cuánta plata estaba dispuesto a dejar antes de salir de ahí.
Una tras otra, varias chicas intentaron la misma fórmula. Algunas, con más entusiasmo que otras, pero todas con el mismo objetivo: que mi billetera se sintiera más liviana antes de que yo siquiera terminara mi cerveza de oro líquido. Observé a mi alrededor. Un hombre de unos sesenta años negociaba con dos bailarinas, otra chica contaba billetes detrás de la barra y un mesero miraba su reloj con evidente desinterés.
De repente, un hombre alto y musculoso, con cara de pocos amigos, se acercó a mi mesa.
—You having a good time? —dijo con tono más de advertencia que de cortesía.
—Claro, excelente —respondí, sin muchas ganas de iniciar una conversación.
—Then maybe you want another drink? —insistió, cruzando los brazos.
Sabía a dónde iba esto.
Era la típica estrategia para exprimir más dinero a los clientes despistados. Decidí que era momento de irme. Terminé mi trago en silencio, dejé el billete en la mesa y me puse de pie. La chica que había estado más tiempo conmigo me miró con una ceja levantada.
—You don’t want another drink? —preguntó, con un dejo de incredulidad.
—Quiero mi dignidad y lo que queda de mi sueldo —le respondí, con una media sonrisa.
Cuando me dirigía a la puerta, el musculoso me bloqueó el paso. Me miró fijamente por unos segundos que se sintieron eternos. Luego, con una mueca apenas perceptible, se hizo a un lado.
—Come back soon —dijo con una voz entre burlona y amenazante.
Y así, salí de ese club de chicas cariñosas, sin cariños, sin otra cerveza y con la certeza de que, por más frío que hiciera, había experiencias que ni un -2 grados justificaba. Mientras retomaba mi camino de regreso al hotel, otro hombre con gorro de lana y, esta vez, con un acento muy latino, me detuvo en la calle y me entregó otro flyer.
Este flyer era casi una copia al carbón del anterior, pero este ponía «100% Latvian Ladies Around the Corner».
No me lo pensé demasiado y di unos cuantos pasos.
Entré.
Después de todo, las letonas resultaron ser más cariñosas de lo que imaginaba.
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